Una de las principales características y constantes del régimen político colombiano desde siempre ha sido el presidencialismo, que va de la mano con el centralismo, en unión del autoritarismo. Su persistencia en el actuar del poder nacional quedó refrendado como hilo histórico el pasado 11 de abril, cuando el Congreso de la República aprobó a pupitrazo limpio, en comisión conjunta de Cámara y Senado, el Proyecto de Ley 201 de 2012, transformado ahora en Ley 1520 del 13 de abril de 2012.
Radicado por el Ejecutivo con mensaje de urgencia el pasado 20 de marzo, el proyecto fue tramitado y aprobado en escasas tres semanas por la bancada del 97 por ciento. Es decir, aprobada en 12 días, toda vez que la semana laboral de los legisladores no supera los cuatro días.
La razón del afán del alto gobierno estaba sellado en el título del proyecto hecho ley: “Por medio del cual se implementan compromisos adquiridos por medio del ‘Acuerdo de promoción comercial’, suscrito entre la República de Colombia y los Estados Unidos de América […]”.
Con carrerón y olvidos determinados por la visita del presidente Obama, con ocasión de la VI Cumbre de las Américas, Ejecutivo y congresistas de la llamada ‘unidad nacional’, al aprobar así la Ley, cumplieron con la visita y definiciones del mandatario estadounidense, que no toma en cuenta los intereses de nuestro país. En su trámite, los congresistas no exhibieron memoria acerca de la prevalencia de los intereses que dicen representar ni en el respeto de los derechos fundamentales de quienes habitan Colombia ni protegieron la propia Constitución Nacional de 1991 (1). En su afán por cumplir con su jefe, tampoco advirtieron las numerosas y agudas observaciones que grupos de ciudadanos marcaron con respecto al proyecto en cuestión. Y mucho menos reconocieron la disputa que toma forma en todo el mundo: democratización de la información vs. monopolización; libre creación-libre intercambio vs. regulación, control y mercantilización de los saberes.
El mensaje de urgencia fue cumplido con disciplinada y olvidadiza respuesta de los congresistas de la bancada mayoritaria, con cabeza sumisa ante el norte. Para su complacencia, al final de la Cumbre de las Américas el presidente de los estadounidenses informó que el anhelado y perseguido sueño de los gobernantes criollos, así como de los grupos de poder por él representados, regirá a partir del próximo 15 de mayo. Es un sueño concretado luego de siete años de intensa persistencia de los grupos de poder local, los que, además de renunciar a un modelo de desarrollo propio, despliegan por años un inmenso ejercicio mediático para convencer a propios y extraños de algo imposible: que el TLC firmado producirá ríos de leche y miel. Esta es, sin duda, la imagen más nítida para algo imposible: que un país con escaso desarrollo económico, industrial, agrario, financiero, científico, etcétera, compita en igualdad de condiciones con la mayor potencia del planeta.
Desmemoria. No toma en cuenta la dirigencia criolla que con igual discurso promocionaron y justificaron la llamada “apertura económica” al inicio de los años noventa del siglo XX, prometiendo la modernización del país así como su ingreso definitivo en los escenarios del bienestar. Se decía entonces que contaríamos con carreteras de lujo, puertos y demás obras de infraestructura complementarias que nos permitirían hacer circular nuestra riqueza excedentaria hacia los mercados externos de forma fluida y permanente. ¿Qué tenemos hoy de todo aquello? Los resultados están a la vista: la red vial cada vez es más precaria, los puertos –tanto marítimos como aéreos– siguen mostrando claros signos del deterioro y de obsolescencia. Hacia el exterior sólo se mantiene el flujo de materias primas sin ningún valor agregado y con pocas expectativas de permanencia en el mercado dado el reducido nivel de sus reservas.
Ahí están los magros resultados de la “apertura”, por no aludir a la quiebra de salarios y de garantías laborales para poder “competir”. Pese a ello, ahora, de nuevo, políticos, periodistas y “académicos”, repiten sin pudor alguno, iguales argumentos que hace veinte años, con una simplicidad digna tan sólo de las estructuras mentales más elementales o del más recalcitrante cinismo. El agravante de la nueva situación es que amarran al país, no ya a las exigencias de una entidad multilateral como la Organización Mundial del Comercio, donde por lo menos hay discusión y posibilidades de alianza, sino a los compromisos con una potencia decadente, que está creando su propio marco para una regulación forzada y unilateral en la comercialización del sector económico más ambiguo y delicado: los servicios.
Inmenso error. La dirigencia nacional sigue trasnochada. No se da cuenta que el juego de la geopolítica es hoy un asunto de bloques, y que la emergencia del Bric, Unasur, y Celac va más allá de la retórica, por lo que la excesiva docilidad que mantienen con los Estados Unidos es contraria hasta para sus propios intereses.
Salida en falso. Los hechos de los 20 días transcurridos entre la presentación del Proyecto de Ley y su aprobación, durante los cuales con disciplinado esfuerzo la bancada oficialista evidenció el monopolio que tiene del recinto de las leyes, permiten hablar del tiempo de la amnesia. No es para menos. Los legisladores actuaron con total obsecuencia, a tal punto que ignoraron los cambios que afectan al mundo. Según la percepción que hoy tienen los pueblos, todo aquello que tiene que ver con la cultura, la información, el entretenimiento, hace parte de una variable estratégica: el conocimiento, el mismo que para un país con claros síntomas de dependencia económica y sometimiento geopolítico, si de verdad quiere romper las amarras que le impiden brillar con luz propia, debe ser valorado como bien fundamental y por tanto no susceptible de acuerdos bilaterales ni multilaterales que impliquen renunciar al mismo por obra de la reducción de su Estado a policía de intereses ajenos.
No es para menos, toda vez que el TLC acordado con los norteamericanos coloca a Colombia, de hecho, en la órbita del Acuerdo Comercial de Lucha contra la Falsificación (más conocido como ACTA, por su sigla en inglés), que es un tratado comercial firmado entre la Unión Europea, los Estados Unidos y tan sólo ocho países más, y que ha sido resistido por sus implicaciones en la vulneración de derechos como la privacidad y su estrecho concepto de propiedad de intangibles, que coloca a prácticamente todo el mundo en el margen de lo legal desde el momento mismo en que consume cualquier producto.
Con un desarrollo científico insignificante, con una política en ciencia y tecnología que no podrá alcanzar sitiales de respeto por el camino que recorre (ver El “cul de sac” …, pág. 4), con una política educativa que se somete mayoritariamente a los designios del mercado, sin un proyecto estratégico que enrute las energías nacionales hacia un propósito de justicia, soberanía y dignidad, este tipo de leyes no hace más que maniatarnos ante los grandes grupos comerciales del mundo, creando inmensos obstáculos para que la población obtenga el mejor provecho de todos aquellos bienes intangibles que hoy puede disfrutar vía internet. Estamos ante una desacertada y lacaya decisión del Legislativo que no hace más que asfaltar las vías para que a nuestra sociedad se le haga imposible avanzar hacia la democratización del saber y el desarrollo vernáculo. Así lo determina la Ley 1520 de 2012.
Con esta realidad ante sí es totalmente incomprensible negar el derecho gratuito a reproducir archivos digitales de libros, audio o cine. Según la ley aprobada, sólo se podría gozar de estas reproducciones si quien posee tales derechos (que no siempre es el autor, así hablen de los derechos de autor) lo autoriza. Es decir, cualquiera, incluso en su privacidad, puede infringir la norma y ser sometido a prisión, que es el mecanismo que siempre encuentran para ‘normalizar’. De igual manera, se niega el derecho de retransmisión por internet de las señales de televisión, quedando vedadas para blogueros y todos aquellos que en sus páginas web hacen énfasis en sus análisis con ciertas imágenes, como se estipula en el artículo 13.
Pero, además, renunciar a la posibilidad de acceder a contenidos y conocimiento por vías non sanctas es condenarse indefinidamente al ostracismo. Tal error más bien parece postración. Les corresponde a este tipo de países no incrementar los años de protección del derecho de autor, como lo hace la comentada ley (2), sino unirse con sus pares para luchar por su minimización. El reto es claro: entablar una ardua batalla contra el sentido que le han dado las multinacionales al copyright.
La consideración argumentativa es elemental: el volumen de población y la posibilidad de acceder a ciertos conocimientos entre el siglo XIX –cuando se firmaron los primeros acuerdos de protección de los derechos de autor– y los tiempos que corren es descomunal. Es decir, el goce de regalías para creadores e intérpretes de toda índole de productos o bienes es totalmente diferente entre aquel y este tiempo. Por ello no se puede pensar en mantener o incrementar los años de goce de sus derechos –para ellos o sus familias– sino en reducirlos. Hoy está demostrado en la práctica de la industria del entretenimiento que, en pocos años, cualquiera de ellos puede acumular una pequeña o una gran fortuna, más que suficiente para vivir en dignidad.
Hay un giro sustancial y prioritario por acometer y que debe estar acompañado de otra necesaria corrección: priorizar los derechos colectivos por encima de los derechos de autor, como lo resalta el senador Camilo Romero, demandante ante la Corte Constitucional de la recién aprobada ley.
Con la prevalencia del interés colectivo sobre el particular, dirigiendo siempre con esta claridad todos los esfuerzos de quienes administran la cosa pública, hay que asumir que el reto que se encara es el de universalizar conocimientos y desarrollar ciencia propia, además de potenciar la cultura de igual carácter, para lo cual la comunicación –soportada en la televisión y la internet– es fundamental.
Por ello, no tiene sentido que ahora se le otorgue más espacio a la producción televisiva extranjera –como se hace en esta ley, nombrada por algunos como Ley Lleras 2.0– en los horarios de mayor audiencia (3). Pero además, con una visión estrictamente carcelera, se establece una “pena de prisión de cuatro (4) a ocho (8) años” para quien viole los derechos de autor (4).
Las medidas punitivas implicadas en la ley aprobada en actitud antinacional le corren el velo al régimen policivo reinante en Colombia y en los propios Estados Unidos, así como el sentido de la justicia que le anima, que, como se decía en otra época, “es para los de ruana”. Es una (in)justicia reforzada con un sistema de castigo desproporcionado por completo, que persiste en un mecanismo de control y represión carcelero que ha demostrado en todos los países del mundo su total ineficacia y su real capacidad de incubar delincuencia.
No hay duda de este desastre ideológico. Hace pocas semanas se conoció en Colombia una sentencia contra los hermanos Nule, que, como se sabe, se apropiaron de cientos de miles de millones de pesos, afectando con ello la vida diaria de un importante conglomerado urbano, y por cuyo delito los jueces los sentenciaron a cinco años de cárcel –de lujo, por demás. Compárense el tamaño de la infracción y el daño ocasionado a la sociedad por aquellos con el que pudiera acarrear quien copie y comercialice música, imágenes, libros, etcétera, y sáquese una conclusión. Por no ejemplificar el despropósito con las penas a que han sentenciado a los parapolíticos, autores intelectuales de masacres y desplazamientos masivos.
Pero hay más consecuencias derivadas de la Ley 1520/12 . Además de la comunicación, la información y la recreación, la Ley también perjudica, por efecto de la normatividad sobre propiedad intelectual, la educación, la ciencia y la salud. El riesgo de no poder acceder a medicamentos genéricos y de tener que pagar sumas astronómicas por las medicinas de origen biotecnológico es evidente. En todos ellos la propiedad intelectual, que patenta incluso especies nativas, tiene un peso significativo, convirtiéndose en un lastre incluso para la conservación de la vida de millones de personas en el mundo. Por esto, y mucho más, el 15 de mayo es otra de las fechas aciagas a las que acostumbró al país ésta dirigencia ciega, sorda y amnésica. Ahora corresponde estar atentos al universo de reglamentaciones que se vienen en cascada, para que los estragos sean menores.
Tal vez un virus, el del desinterés por un sentido nacional, facilitó la multiplicación de la amnesia y la obsecuencia en el recinto de las leyes en el momento de tramitar la ley requerida por Santos para cumplir con Obama en Cartagena. Olvido, desconocimiento, ignorancia, desinterés, todo conjugado para que el futuro del país, de las generaciones próximas y actuales, sea cada vez menos claro.