La negociación de un Gran Mercado Transatlántico (GMT) entre Estados Unidos y la Unión Europea confirma la determinación de los liberales para redefinir el mundo. Pero la finalidad del acuerdo también es estratégica: aislar a Rusia y contener a China justo cuando ambas potencias se acercan.
El águila del libre comercio estadounidense cruza el Atlántico para devorar un rebaño de desamparados corderitos europeos. La imagen invadió el debate público en la estela de la campaña para las elecciones europeas. Chocante, y políticamente peligrosa. Por una parte, no deja ver que también en Estados Unidos hay colectividades locales que corren el riesgo de ser víctimas de nuevas normas liberales que les prohibirían proteger el empleo, el medio ambiente, la salud. Por otra parte, desvía la atención de ciertas empresas bien europeas –francesas, como Veolia; alemanas, como Siemens– y tan ávidas como las multinacionales estadounidenses de llevar a la justicia a los Estados que fantasearan con amenazar sus ganancias (véase Bréville y Bulard, pág. 16). Por último, ignora el papel de las instituciones y de los gobiernos del Viejo Continente en la formación de una zona de libre comercio en su propio territorio.
El empeño contra el Gran Mercado Transatlántico (GMT) no debe por tanto apuntarle a un Estado en particular, ni siquiera cuando ese Estado sea Estados Unidos. El desafío de la lucha es a la vez más amplio y más ambicioso: concierne a los nuevos privilegios que reclaman los inversores de todos los países, tal vez para recompensarlos por la crisis económica que ellos mismos provocaron. Bien llevada, una batalla planetaria de estas características podría consolidar solidaridades democráticas internacionales que hoy en día están lejos de las que existen entre las fuerzas del capital.
En este asunto, entonces, más vale desconfiar de las parejas que se quieren unidas para toda la eternidad. La regla se aplica tanto al proteccionismo y al progresismo como a la democracia y a la apertura de fronteras. En efecto, la historia demuestra que las políticas comerciales no tienen contenido político intrínseco (1). Napoleón III unió al Estado autoritario con el libre comercio casi al mismo momento en que, en Estados Unidos, el Partido Republicano pretendía estar preocupado por los obreros estadounidenses para defender mejor la causa de los trusts nacionales, de los “barones ladrones” del acero que mendigaban protecciones aduaneras (2). “Habiendo nacido del odio al trabajo esclavo y del deseo de que todos los hombres sean realmente libres e iguales –indica su plataforma de 1884–, el Partido Republicano se opone irrevocablemente a la idea de hacer competir a nuestros trabajadores con cualquier forma de trabajo esclavizado, ya sea en Estados Unidos o en el extranjero” (3). En aquella época, ya se pensaba en los chinos. Pero se trataba de miles de jornaleros llegados de Asia y reclutados por compañías de trenes californianas para que hicieran trabajos forzados a cambio de salarios miserables.
La realidad de una época
Un siglo más tarde, habiendo cambiado la posición internacional de Estados Unidos, demócratas y republicanos juegan a ver quién entona la serenata del libre comercio más melosa. El 26 de febrero de 1993, a poco más de un mes de
haber llegado a la Casa Blanca, el presidente William Clinton tomó la delantera gracias a un discurso-programa destinado a promover el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que sería votado unos meses más tarde. Clinton admitía que la “aldea global” alimentaba el desempleo y los bajos salarios estadounidenses, pero se propuso apurar el paso en el mismo sentido: “La realidad de nuestra época es y debe ser la siguiente: la apertura y el comercio nos van a enriquecer como nación. Eso nos incita a innovar. Eso nos obliga a enfrentar a la competencia. Eso nos asegura nuevos clientes. Eso favorece el crecimiento global. Eso garantiza la prosperidad de nuestros productores, que también son consumidores de servicios y de materias primas”.
Para esa época, los diversos “rounds” de liberalización del comercio internacional ya habían hecho caer la media de los derechos de aduana de un 45% en 1947 a 3,7% en 1993. Pero poco importaba: la paz, la prosperidad y la democracia exigían ir cada vez más lejos. “Como hicieron notar los filósofos, de Tucídides a Adam Smith –insistía Clinton–, las costumbres del comercio contradicen a las de la guerra. Así como los vecinos que se ayudaron a construir sus respectivos establos después son menos propensos a prenderlos fuego, quienes aumentaron sus niveles de vida mutuos están menos dispuestos a enfrentarse. Si creemos en la democracia, tenemos entonces que dedicarnos a reforzar las relaciones comerciales.” La regla sin embargo no era válida para todos los países, ya que el presidente demócrata firmó, en marzo de 1996, una ley que endurecía las sanciones comerciales contra Cuba.
Diez años después de Clinton, el comisionado europeo Pascal Lamy –un socialista francés que más tarde sería director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC)– retomaba su análisis: “Creo, por razones históricas, económicas, políticas, que la apertura de los intercambios se mueve en el sentido del progreso de la humanidad. Que se han ocasionado menos malestares y conflictos cuando se abrieron los intercambios que cuando se los cerró. Allí por donde pasa el comercio, las armas se frenan. Montesquieu lo dijo mejor que yo”. En el siglo XVIII, sin embargo, Montesquieu no podía saber que los mercados chinos se abrirían un siglo más tarde, no gracias a la fuerza de convicción de los enciclopedistas, sino tras la estela de las artillerías, de las guerras del opio y del saqueo del Palacio de Verano. Lamy, por su parte, seguramente no lo ignora.
Contener a Oriente
Menos exuberante que su predecesor demócrata –se trata en él de una cuestión de temperamento– el presidente Barack Obama toma la posta del credo del libre comercio de las multinacionales estadounidenses –también europeas, y, a decir verdad, de todos los países– para defender el GMT: “Un acuerdo podría aumentar nuestras exportaciones en decenas de miles de millones de dólares, inducir a la creación de cientos de miles de puestos de trabajo suplementarios, en Estados Unidos y en la Unión Europea, y estimular el crecimiento en ambas orillas del Atlántico” (4). Apenas mencionada en su declaración, la dimensión geopolítica del acuerdo, sin embargo, tiene más importancia que sus hipotéticos beneficios en términos de crecimiento, de puestos de trabajo, de prosperidad. Washington, que tiene una mirada de largo alcance, no piensa en apoyarse en el GMT para conquistar el Viejo Continente, sino para desviarlo de cualquier perspectiva de reunificación con Rusia. Y, sobre todo, para… contener a China.
Ahora bien, también en este punto la convergencia con los dirigentes europeos es total. “Vemos cómo ascienden estos países emergentes que constituyen un peligro para la civilización europea –estima por ejemplo el ex primer ministro francés François Fillon–. ¿Y nuestra única respuesta va a ser dividirnos? Es una locura” (5). Justamente, encadena el diputado europeo Alain Lamassoure, el GMT podría permitirles a los aliados atlánticos “ponerse de acuerdo en normas comunes para luego imponérselas a China” (6). Estructurada por Washington, una asociación transpacífica a la que Pekín no está invitada apunta exactamente al mismo objetivo.
Seguramente no sea un azar que el partidario intelectual más encarnizado del GMT, Richard Rosecrance, dirija en Harvard un centro de investigaciones sobre las relaciones entre Estados Unidos y China. Su alegato, publicado el año pasado, desarrolla la idea de que el debilitamiento simultáneo de los dos grandes conjuntos transatlánticos debe llevarlos a cerrar filas frente a las potencias emergentes de Asia: “A menos –escribe– que estas dos mitades de Occidente se junten, formando un conjunto en los campos de investigación, desarrollo, consumo y finanzas, ambas van a perder terreno. Las naciones de Oriente, dirigidas por China e India, van a superar entonces a Occidente en materia de crecimiento, innovación e ingresos; y, para terminar, en términos de capacidad para proyectar una potencia militar” (7).
La idea general de Rosecrance recuerda el célebre análisis del economista Walt Whitman Rostow sobre las etapas del crecimiento: después del despegue de un país, aminora su ritmo de progreso, pues ya realizó los aumentos de productividad más rápidos (nivel de educación, urbanización, etc.). En este caso en particular, las tasas de crecimiento de las economías occidentales, que llegaron a la madurez hace ya algunas décadas, no van a alcanzar a las de China o India. La unión más estrecha entre Estados Unidos y Europa constituye entonces la principal carta que les queda. Les va a permitir seguir imponiendo su juego a los recién venidos, impetuosos, es cierto, pero desunidos. Así, al igual que después de la Segunda Guerra Mundial, la evocación de una amenaza externa –ayer, la de la Unión Soviética, política e ideológica; hoy, la del Asia capitalista, económica y comercial– permite juntar bajo el cayado del buen pastor (estadounidense) las ovejas que temen que pronto la piedra angular del nuevo orden mundial ya no esté en Washington, sino en Pekín.
Un temor tanto más legítimo, según Rosecrance, cuanto que “en la historia, las transiciones hegemónicas entre potencias en general coincidieron con un conflicto mayor”. Pero un medio permitiría impedir que “el traspaso de mando de Estados Unidos hacia una nueva potencia hegemónica” no desemboque en una “guerra entre China y Occidente”. Como no se puede esperar juntar a las dos principales naciones asiáticas con socios atlánticos penalizados por su decadencia, habría que sacar partido de las rivalidades que existen entre ellos y contenerlos en su región gracias al apoyo de Japón. Un país cuyo temor a China lo une al campo occidental, a punto tal de convertirse en su “terminal oriental”.
Aunque este gran diseño geopolítico invoca la cultura, el progreso y la democracia, la elección de ciertas metáforas traiciona en este caso una inspiración menos elevada: “El productor al que le cuesta vender una mercadería dada –insiste Rosecrance– por lo general se verá llevado a fusionarse con una compañía extranjera para ampliar su oferta y aumentar su porción de mercado, como hizo Procter & Gamble cuando compró Gillette. Los Estados se enfrentan a incitaciones del mismo orden”.
Es sin duda porque ningún pueblo considera todavía su nación y su territorio como productos de consumo corriente que la lucha contra el GMT recién comienza.
1 Véase Le Protectionnisme et ses ennemis, Le Monde diplomatique y Les Liens qui libèrent, París, 2012.
2 Véase Howard Zinn, “Au temps des ‘barons voleurs'”, Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2002.
3 Citado por John Gerring, Party Ideologies in America, 1828-1996, Cambridge University Press, 2001.
4 Conferencia de prensa conjunta con el presidente de Francia, François Hollande, Casa Blanca, Washington, 12-2-14.
5 RTL, 14-5-14.
6 France Inter, 15-5-14.
7 Richard Rosecrance, The resurgence of the West: how a Transatlantic Union can prevent war and restore the United States and Europe, Yale University Press, New Haven, 2013. Válido para las citas siguientes.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Aldo Giacometti
La globalización feliz
por Raoul Marc Jennar y Renaud Lambert*
¿De qué se trata oficialmente?
El GMT es un acuerdo de libre comercio que se negocia desde julio de 2013 entre Estados Unidos y la Unión Europea y que apunta a crear el mercado más grande del mundo, con más de 800 millones de consumidores.
Un estudio del Centre for Economic Policy Research (CEPR) –un organismo financiado por grandes bancos y que la Comisión Europea presenta como “independiente” (1)– establece que el acuerdo permitiría incrementar la producción de riqueza anual en 120.000 millones de euros en Europa y 95.000 millones de euros en Estados Unidos (2).
Los acuerdos de libre comercio, como los apadrinados por la Organización Mundial del Comercio (OMC), apuntan no sólo a bajar las barreras aduaneras (3) sino también a reducir las barreras conocidas como “no tarifarias”: cuotas, formalidades administrativas o normas sanitarias, técnicas y sociales. Según los negociadores, el proceso derivaría en una mejora general de las normas sociales y jurídicas.
¿Y, más probablemente, de qué se trata?
Creada en 1995, la OMC trabajó ampliamente en la liberalización del comercio mundial. Sin embargo, las negociaciones están bloqueadas desde el fracaso de la Ronda de Doha (principalmente en torno a las cuestiones agrícolas). Seguir promoviendo el libre comercio implicaba desarrollar una estrategia que permitiera eludir la OMC. Es así como cientos de acuerdos se firmaron o están en vías de ser adoptados entre dos países o regiones. El GMT representa la puesta en marcha de esta estrategia: firmadas entre las dos mayores potencias comerciales del mundo (que representan cerca de la mitad de la producción de riqueza mundial), sus disposiciones terminarían por imponerse en todo el planeta.
El alcance del mandato europeo de negociación y las expectativas expresadas por la parte estadounidense sugieren que el GMT excede ampliamente el marco de los “simples” acuerdos de libre comercio. Concretamente, el proyecto apunta a tres objetivos principales: eliminar los últimos derechos de aduana, reducir las barreras no arancelarias mediante una armonización de las normas (la experiencia de los acuerdos precedentes hace pensar que se va a hacer “por lo bajo”) y darles herramientas jurídicas a los inversores para quebrar cualquier obstáculo reglamentario o legislativo que se le presente al libre comercio. En resumen, imponer algunas de las disposiciones ya previstas por el Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (4) en 1998 y el Acuerdo Comercial Anti-Falsificación (5) en 2011, ambos rechazados bajo el impulso de las poblaciones.
1 “Transatlantic Trade and Investment Partnership. The economic analysis explained”, Comisión Europea, Bruselas, septiembre de 2013.
2 Ibid.
3 Los derechos de aduana impuestos a las mercancías producidas en el exterior cuando ingresan en un territorio.
4 Véase Christian de Brie, “Comment l’AMI fut mis en pièces”, Le Monde diplomatique, París, diciembre de 1998.
5 Véase Philippe Rivière, “L’accord commercial anti-contrefaçon compte ses opposants”, La valise diplomatique, julio de 2012, www.monde-diplomatique.fr
*Respectivamente, autor de Le grand marché transatlantique. La menace sur les peuples d’Europe, Cap Bear Editions, Perpignan, 2014; jefe de Redacción adjunto de Le Monde diplomatique, París.
Traducción: Aldo Giacometti