La idea fuerza difundida y posesionada por doquier, con énfasis especial en Colombia y países con implementación plena del neoliberalismo, de que el voto es la síntesis de la democracia realmente existente, resume con claridad la deformación y la reducción sufrida al extremo por este logro colectivo de la humanidad.
Nacida a sangre y fuego en La Bastilla en 1789, en cuyos alrededores rodó por el piso meses después la representación del despotismo, cortada por aquella cuchilla que magistralmente describió Alejo Carpentier en las primeras líneas de El siglo de la luces, fue adentrándose en vida, ganando madurez en el curso de varias décadas que realmente son siglos, y que aún no se cierran. Nunca podrán cerrarse.
Sus contornos más dicientes fueron tallados desde sus primeras épocas por la clase más progresista de entonces (la burguesía comercial), pero sus formas definitivas ganaron, ganan, detalle, profundidad, color y volumen con cada lucha social, liderada décadas atrás por los trabajadores, y pasados algunos años por diversidad de sectores sociales, entre ellos las mujeres, los estudiantes, los ambientalistas. Son las manos, las necesidades y los sueños de muchos lo que la torna más bella. Y, por el contrario, son los decretos y leyes de los menos, en su afán de concentrar el poder, lo que la deforma.
Son las movilizaciones y las presiones de muchos el elemento que permitió que, además de los derechos de primera generación, se avanzara a los de segunda, tercera y más generaciones. Es decir, fue, es, la resistencia de muchos y muchas lo que llevó, lleva, la democracia de lo político a lo social, cultural, ambiental. Y será esta misma lucha de las mayorías el factor que ahondará la democracia hasta transformarla –más allá de lo formal– en ejercicio cotidiano de iguales, más que por la norma, por el sello indeleble de la realidad.
La democracia, “[…] ese régimen de disciplina flexible y de organización responsable de la sociedad y del Estado […]” (1) en su abordaje integral soporta la tríada, social, política, y económica, destacando en este último aspecto la cooperación y el tratamiento racional y solidario de las cosas y de las personas, así como la constitución de órganos sociales que potencien la opinión pública y el manejo realmente colectivo de los bienes comunes, buscando a toda costa que la libertad más que una proclama sea una realidad propiciada por las condiciones económicas, sociales y culturales que puede gozar cada una de las personas integrantes de una sociedad dada.
Democracia que para que sea tal no puede ser seccionada ni condicionada, y que en su más clara deformación queda reducida simplemente a lo político electoral, cuyas manifestaciones más viciadas están registradas cada día en congresos o parlamentos sumidos en la corrupción, propiciada, a la vez y entre otros, por dos factores: uno, los grandes negocios que día a día impulsan por su conducto los mayores grupos empresariales del país y del mundo. Congresos y/o parlamentos reducidos, cómo no, a tramitadores de intereses particulares, apropiados y condicionados por tales intereses; dos, el divorcio entre políticos y sociedad, en el cual la representación social queda traducida en objetivo, dejando de ser un mecanismo para el buen gobierno, de tal manera que prolongar tal condición queda traducida para el político profesional en un deber ser, conquistable a cualquier precio. Por esta vía, los partidos, soportes y legitimadores del régimen político, quedan desvirtuados al no representar la organización social y los intereses colectivos, transformados realmente –y actuando– como gremios o defensores de intereses particulares.
No es casual, por tanto, que el voto no movilice a la sociedad, como sucede en la nuestra, donde segmentos significativos de la misma se abstienen de concurrir al llamado de cada tanto, recordando una y otra vez que hay un régimen político legal pero no legítimo. Las cifras son persistentes: 40 y más por ciento de las personas con posibilidad de elegir no encuentran motivación alguna para votar por quienes hacen del Estado un simple botín para repartirse entre las mayorías-minorías elegidas por el segmento social concurrente a las urnas, no se sabe por qué, si por conciencia política, por presión de las llamadas ‘fuerzas oscuras’, por compromisos clientelares, por defender el puesto que tiene dentro del Estado, o simplemente por el compensatorio o jornada de descanso laboral al que tiene derecho el trabajador del Estado que muestre el comprobante de votación, o los privilegios que otorga a quien se presenta a examen para ingresar a la unviersidad pública y otros beneficios similares.
Estas mayorías-minorías no varían mucho pese a que desde hace años el país se tornó mayoritariamente urbano, a la virtual universalización de la educación primaria y la amplitud de la secundaria, a contar con modernas tecnologías para informar, muy a pesar de lo cual un mayúsculo porcentaje de quienes habitan su geografía sienten distancia ante los políticos profesionales y los gobernantes, así como ajenas a sus intereses las leyes que aprueban, sin encontrar por ello motivo para elegir o delegar su voluntad en uno de estos.
La apatía electoral persiste en el tiempo, sin poder ser rota, incluso y no obstante las inmensas posibilidades de información (no de comunicación) abiertas hoy por los mass media: en 1935 (“en plena Revolución en Marcha”), votó el 26,8 por ciento de los ciudadanos mayores de 21 años (mayoría de edad entonces); en 1960 (en pleno auge del bipartidista Frente Nacional), lo hizo el 39; en 1964 desciende al 31; y en 1968 apenas llega al 30,6. Sólo en dos ocasiones cambia en algo esta tendencia abstencionista: 1946 (en pleno ascenso gaitanista), votó el 62,8 por ciento, y en 1970 ejerce el voto un porcentaje del 46 (2). Ni siquiera en pleno auge uribista, con la unanimidad ensordecedora de los medios de comunicación, cambia esta constante: en 2006 la abstención sumó el 54.95 por ciento.
Ahora, en 2014, en consulta para el legislativo, con el 15,58 por ciento (menos del 13% del electorado), la mayoría-minoría del Partido de la U se tomó el Congreso, el botín más preciado en el Gobierno luego del Ejecutivo, ya bajo su control. A las urnas concurrió sólo el 44,58 por ciento (14.310.367) de los 32.835.856 ciudadanos en edad de votar, de los cuales 1.485.567 anularon su voto (19,38 por ciento), y 842.615 no lo marcaron (5,88 por ciento); en blanco lo depositó el 5.21 por ciento.
Estamos, pues, ante una cuestionada democracia formal; además, por la realidad social, una minoría concentra inmensas fortunas mientras la mayoría padece déficits de todo orden, plagando al país de pobres y miserables, además de conformar una clase media que trata de no dejarse undir en el pozo de la desesperación a que lo lleva el “compra hoy y paga mañana”. Es ésta una sociedad donde, asimismo, la participación política crítica o de oposición es desestimulada y criminalizada, llegando al extremo de su exterminio. Por tanto, la incitación al debate político de carácter abierto no existe, pretendiéndose la institucionalización de toda forma de participación social, como sucede en los colegios de secundaria, donde los personeros estudiantiles no cumplen papel distinto del de legitimar lo que hace la rectoría, y los consejos estudiantiles quedan reducidos a parlantes de las políticas oficiales. Se olvidan los entes oficiosos de que la educación reflexiva y la conciencia política crítica son condición insoslayable para una democracia actuante. En forma similar actúan los empresarios, opuestos con toda energía a la organización sindical de sus trabajadores, amenazados, perseguidos y expulsados de su puesto de trabajo quienes se atreven a levantar la voz y permiten ser descubiertos antes de lograr el reconocimiento de su organización por el ministerio del ramo.
Y así actúan porque temen las voces cuestionadoras, temen la redistribución de la riqueza, temen la oposición movilizada, ante lo cual no encuentran límite, llegando incluso el crimen. Así sucedió con Rafael Uribe Uribe pero también con Jorge Eliécer Gaitán. Entre los asesinatos de uno y otro, muchos trabajadores en huelga o en protesta por bajos salarios o condiciones indignas de labor fueron masacrados en las riberas del río Magdalena, al lado de los rieles de los trenes que por entonces cruzaban el centro del país hasta la costa atlántica, en las bananeras, o en las plazas de las principales ciudades del país.
Se trata de un enfermizo temor a la oposición prolongado en el tiempo, como acaba de presenciarlo todo el país con el caso Petro, funcionario que, en cumplimiento de su plan de gobierno, simplemente trató de reorientar la inversión pública y privilegiar a los excluidos de siempre e impedir que los bienes de todos continuaran alimentando y multiplicando sin cortapisas los negocios privados, a la par de lo cual motivó la organización y la toma de consciencia de nuevos actores sociales.
Contra él, todas las voces del gobierno nacional, de manera abierta o soterrada, enfilaron baterías, impidiendo a como diera lugar su gestión, ejecutando –también– venganza por las denuncias que desde el Congreso llevó a cabo contra políticos y jefes paramilitares, o por la corrupción desatada en años anteriores en la capital del país. La alianza oficial llegó al extremo de impedir que los dineros necesarios para la consulta electoral sobre su revocatoria fluyeran de manera oportuna para el 2 de marzo, en un juego de tiempo político que finalmente logró que tampoco se realizaran para el citado 6 de abril.
Al lado del Gobierno, los empresarios y los comerciantes que vieron reducidas sus ganancias por la reorientación del modelo de ciudad; y los industriales, comerciantes y especuladores de bolsa que desde el día mismo de su posesión quebraron el precio de la acción de la ETB, un día después de su destitución, en expresión de plácemes por lo sucedido, la llevaron al alza. Y al lado de unos y otros, las grandes cadenas de comunicación que no dejaron pasar un día sin asegurar que el de Petro era “el peor de los gobiernos tenidos en Bogotá”.
Entre unos y otros fue evidente la manguala abierta, constante, desenfrenada, que no repara ni por un instante en los intereses de los pobladores de la ciudad sino en los bolsillos y los intereses particulares, y que en el caso de los medios de comunicación demanda por parte de la sociedad civil la conformación de una comisión ética que investigue los desafueros y la redacción de una reforma para las comunicaciones que impida la prolongación en el tiempo de los informativos en atalayas de opinión donde todo se puede decir y nada es demostrable.
Con el ahora exalcalde Petro, el temor al surgimiento y la consolidación de una oposición efectiva, activa, movilizada, regresa como una tromba a las prácticas oficiales, cerrándole el camino una vez más a la necesaria práctica política de oposición, al debate abierto de ideas, a la movilización ciudadana para contener los desafueros del poder, repitiendo, como en los años 60 del siglo XX, la práctica política excluyente, criminalizadora. Imposibilitar que este modelo se prolongue en el tiempo es condición básica para impedir que el abstencionismo se profundice y la oposición por vías alternas tome fuerza. ¿Comprende esto el establecimiento o simplemente juega con candela?
1 García, Antonio, Dialéctica de la democracia, Ediciones Desde Abajo 2013, p. 30.
2 op. cit. p. 276 (los datos están referidos a elecciones presidenciales).