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Necesidades humanas: artificiales vs. legítimas

Necesidades humanas: artificiales vs. legítimas

La vida cotidiana está signada por necesidades biológicas, materiales y espirituales que al ser satisfechas transforman la sociabilidad, el mercado y el medioambiente. ¿Cómo diferenciar entre las necesidades imprescindibles para vivir y las que son sólo un lujo irracional?

 

La transición ecológica implica tomar decisiones respecto del consumo. ¿Pero en base a qué? ¿Cómo se distinguen las necesidades legítimas, que podrán satisfacerse en la sociedad futura, de las necesidades egoístas e irrazonables, a las que habrá que renunciar? Es la cuestión que aborda el Manifiesto Negawatt, una de las obras de ecología política más alentadoras que se han publicado en el último tiempo, escrito por especialistas de la energía (1). Un negawatt es una unidad de energía ahorrada (“nega” por negativo). Según los autores, mediante las energías renovables, el aislamiento de edificios, y reduciendo los circuitos económicos, es posible poner en marcha un sistema económico que sea viable desde el punto de vista ecológico a nivel nacional, e incluso a mayor escala. En el estado técnico actual, nuestra sociedad ya contiene importantes “yacimientos de negawatts”.

Lo esencial y lo prescindible

El consumismo reinante no puede continuar, ya que aumenta sin cesar el flujo de materias primas y el consumo de energía. Además, ya no cabe ninguna duda respecto de los efectos alienantes que produce en las personas. Una sociedad “negawatt” es una sociedad sobria que descarta ciertas posibilidades de consumo por considerarlas como nefastas. ¿Pero con qué criterio?

Para responder a esta pregunta, los autores del Manifiesto distinguen las necesidades humanas auténticas, legítimas, que habrá que seguir satisfaciendo, de las necesidades artificiales, ilegítimas, de las que habrá que deshacerse. En el primer grupo, incluyen aquellas que definen como “vitales”, “esenciales”, “indispensables”, “útiles” y “convenientes”. En el segundo, las que consideran “prescindibles”, “inútiles”, “extravagantes”, “inaceptables”, “egoístas”.

A partir de ahí, aparecen dos problemas. En primer lugar, ¿cómo se define una necesidad “esencial”? ¿Qué la distingue de una necesidad “prescindible” o “inaceptable”? Y luego, ¿quién decide? ¿Qué mecanismos o instituciones legitiman la decisión de qué necesidad hay o no que satisfacer? El Manifiesto negawatt no dice nada al respecto.

Para responder a estas preguntas, vale la pena recurrir a dos pensadores críticos y pioneros de la ecología política, André Gorz y Ágnes Heller. En los años 60 y 70, desarrollaron una sofisticada teoría de las necesidades, muy actual (2). Ambos autores abordaron estas cuestiones partiendo de una reflexión sobre la alienación, la cual puede medirse a la luz de las necesidades auténticas. En efecto, la alienación se manifiesta en relación a un estado ideal al que se quiere volver o al que se quiere por fin llegar. La noción designa el proceso por el cual el capitalismo genera necesidades artificiales que nos alejan de dicho estado. Además de alienantes, la mayoría de esas necesidades son ecológicamente inviables.

¿Qué es una necesidad “auténtica”? Desde luego, son las que exige el organismo tanto para sobrevivir como para su bienestar: comer, beber, protegerse del frío, por ejemplo. En los países del Sur, e incluso del Norte, algunas de esas necesidades básicas no son satisfechas. Otras, que antes lo eran, lo son cada vez menos. Hasta hace poco, se daba por sentado que se respiraba un aire no contaminado; esto se ha vuelto difícil en las megalópolis contemporáneas. Lo mismo sucede para dormir. Hoy en día, la contaminación lumínica hace que para muchas personas sea difícil conciliar el sueño, la omnipresencia de la luz en las ciudades retrasa la síntesis de melatonina (también llamada “hormona del sueño”). En ciertos países, la lucha contra la contaminación lumínica dio lugar a movimientos sociales que reivindican el “derecho a la oscuridad” y piden que se abran “parques de cielo oscuro” que no estén contaminados por la luz artificial (3).

Para muchos citadinos, el ejemplo de la contaminación auditiva es también elocuente. Se invierte cada vez más dinero en el aislamiento de las viviendas, para satisfacer una necesidad –el silencio– otrora gratuita. Esos nuevos gastos son susceptibles de disminuir los márgenes de beneficios, pero ofrecen al mismo tiempo fuentes de enriquecimiento para, por ejemplo, las empresas especializadas en la insonorización.

No todas las necesidades “auténticas” son de orden biológico. Amar y ser amado, cultivarse, actuar con autonomía y creatividad manual e intelectual, participar de la vida pública, contemplar la naturaleza… Podemos seguramente prescindir de ellas en el plano fisiológico, pero son consustanciales a la definición de una vida humana digna de ser vivida. André Gorz las llama “necesidades cualitativas” y Ágnes Heller, “necesidades radicales”.

Las necesidades cualitativas o radicales se basan en una paradoja. Al mismo tiempo que explota y aliena, el capitalismo genera a la larga un cierto bienestar material para importantes sectores de la población, eximiendo por lo tanto a los individuos de la obligación de luchar cotidianamente para asegurarse la supervivencia. Nuevas aspiraciones, cualitativas, cobran entonces mayor importancia. Pero el capitalismo, mientras su poder se sigue fortaleciendo, impide que éstas puedan realizarse plenamente. La división del trabajo encierra al individuo en funciones y habilidades acotadas a lo largo de toda su vida, coartándole la posibilidad de desarrollar libremente toda la gama de habilidades humanas. De la misma manera, el consumismo oculta las necesidades auténticas tras necesidades ficticias. La compra de una mercancía satisface raramente una verdadera carencia. Procura una satisfacción momentánea; luego, el deseo que la mercancía había generado se traslada a otra vidriera.

Las necesidades auténticas, constitutivas de nuestro ser, no pueden ser satisfechas en el régimen económico actual, razón por la cual se convierten en catalizador de muchos movimientos de liberación. “La necesidad es revolucionaria en esencia”, dice André Gorz (4). Al buscar satisfacerla, los individuos terminan tarde o temprano cuestionando el sistema.

El laberinto del mercado

Las necesidades cualitativas tienen una evolución histórica. Viajar, por ejemplo, permite que el individuo se cultive y se abra a la alteridad. Hasta mediados del siglo XX, sólo viajaban las élites. Desde entonces, esta actividad se ha democratizado. Se podría definir el progreso social por el surgimiento de necesidades cada vez más enriquecedoras y sofisticadas, y accesibles para cada vez más gente.

Pero en el camino aparecen a veces aspectos nefastos. El transporte aéreo que ofrecen las aerolíneas de bajo costo se vuelve asequible para las clases populares, a la vez que emite una enorme cantidad de gases de efecto invernadero, destruyendo el equilibrio de las zonas donde los turistas van masivamente a ver… a otros turistas mirando lo que hay que ver. Viajar se ha convertido en una necesidad auténtica; habrá sin embargo que inventar nuevas formas de trasladarse que se adapten al mundo del futuro.

Si bien el progreso social induce a veces a efectos perversos, algunas necesidades originalmente nefastas, a la inversa, pueden con el tiempo volverse viables. Hoy en día, tener un smartphone supone una necesidad egoísta. Esos teléfonos contienen “minerales de sangre” –tungsteno, tantalio, estaño y oro en particular–, cuya extracción provoca conflictos armados y mucha contaminación. Sin embargo, el problema no es el aparato en sí mismo. Creando un smartphone “ético” –el “fairphone” pareciera ser una primera idea de esto (5)–, no habría razón para eliminar este objeto de las sociedades futuras. Sobre todo porque permite nuevas formas de sociabilidad, a través del acceso permanente a las redes sociales, o de la cámara de fotos con el que está equipado. Es probable que el narcisismo que promueve y la neurosis que provoca en sus usuarios no sean inevitables. En este sentido, no hay que descartar que el smartphone, por medio de algunos de sus usos, pueda transformarse progresivamente en una necesidad cualitativa, como pasara anteriormente con los viajes.

Según André Gorz, el lema de la sociedad capitalista es: “Lo que es bueno para todos no vale nada. Serás alguien respetable sólo si tenés algo ‘mejor’ que lo que tienen los demás” (6). Al que se puede contraponer un lema ecologista: “Sólo es digno para vos lo que es bueno para todos. Lo único que merece ser producido es lo que no privilegia ni rebaja a nadie”. Para Gorz, una necesidad cualitativa tiene la particularidad de no dar lugar a la “distinción”.

En el régimen capitalista, el consumo reviste efectivamente una dimensión ostentatoria. Comprar el último modelo de un auto equivale a exhibir un estatus social (real o supuesto). Pero un buen día, dicho modelo pasa de moda y su poder distintivo se derrumba, provocando la necesidad de comprar otra cosa. Esta huida hacia adelante inherente a la economía de mercado obliga a las empresas que compiten entre sí a estar produciendo siempre mercadería nueva.

¿Cómo se puede romper con esta lógica de distinción productivista? Por ejemplo, alargando el tiempo de vida de los objetos. La ONG Amigos de la Tierra lanzó una petición para exigir que la garantía de los productos de dos años –una obligación inscrita en el derecho europeo– se extienda a diez años (7). Más del 80% de los productos en garantía es reparado; ese porcentaje cae, no obstante, a menos del 40% vencido el plazo. Moraleja: cuanto más dura la garantía, más duran los objetos; y más disminuye la venta y por ende la producción de mercadería vendida, limitando de paso las lógicas de distinción, basadas a menudo en el efecto de lo novedoso. La garantía es la lucha de clases aplicada al tiempo de vida de los objetos.

¿Quién determina el carácter legítimo o no de una necesidad? Aquí aparece un riesgo que Ágnes Heller llama “dictadura de las necesidades” (8), como la que prevaleció en la URSS. Si una burocracia de autoproclamados expertos decide cuáles son las necesidades “auténticas” y, por consiguiente, define las opciones de su producción y consumo, es poco probable que éstas sean razonables y legítimas. Para que la población acepte la transición ecológica, tiene que haber adhesión a las decisiones que ésta supone. Confeccionar una lista de necesidades auténticas no tiene nada de obvio y supone una deliberación colectiva continua. Se trata por lo tanto de establecer un mecanismo que venga de abajo, en el que se definan democráticamente cuáles son las necesidades razonables.

Es difícil imaginar cómo sería tal mecanismo. Esbozar sus límites es una tarea candente de nuestro tiempo, de la que depende la construcción de una sociedad justa y viable. El poder público tiene sin duda un papel importante que jugar, por ejemplo, fijando impuestos a las necesidades triviales para democratizar las necesidades auténticas, regulando las posibilidades de elección de los consumidores. Pero aún falta poder convencer de la trivialidad de muchas necesidades; para eso, es necesario un dispositivo que esté lo más cerca posible de la gente. Se trata de sacar al consumidor de la relación romántica que mantiene con la mercancía y reorientar su libido consumandi hacia otros deseos.

La transición ecológica nos incita a crear una democracia directa, más deliberativa que representativa. La adaptación de las sociedades a la crisis ambiental supone una reorganización radical de la vida cotidiana de la población. Ahora bien, esto no podrá llevarse a cabo si no se implica a la gente, si no se recurre a sus conocimientos y habilidades, y sin transformar al mismo tiempo las subjetividades consumistas. Hay que llegar por lo tanto a una nueva “crítica de la vida cotidiana”; una crítica elaborada colectivamente. 

 

1. Asociación NegaWatt, Manifeste NégaWatt. En route pour la transition énergétique !, Actes Sud, colección “Babel Essai”, Arles, 2015 (1ª edición: 2012).
2. André Gorz, Stratégie ouvrière et néocapitalisme, Seuil, París, 1964, y Ágnes Heller, La Théorie des besoins chez Marx, 10/18, París, 1978.
3. Véase Marc Lettau, “Face à la pollution lumineuse en Suisse, les adeptes de l’obscurité réagissent”, Revue suisse, Berna, octubre de 2016.
4. André Gorz, La Morale de l’histoire, Seuil, París, 1959.
5. Véase Emmanuel Raoul, “El largo camino hacia un teléfono justo”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, marzo de 2016.
6. Véase André Gorz, “Leur écologie et la nôtre”, Le Monde diplomatique, París, abril de 2010.
7. “Signez la pétition ‘Garantie 10 ans maintenant'” (“Firmá la petición ‘Garantía de 10 años ya'”), 24 de octubre de 2016, www.amisdelaterre.org
8. Véase Ferenc Feher, Ágnes Heller y György Markus, Dictatorship over Needs, St. Martin’s Press, New York, 1983

*Profesor de Sociología. Autor de La naturaleza es un campo de batalla, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2016.
Traducción: Victoria Cozzo.

 

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