En marzo de 2008, Naciones Unidas reconoció que el calentamiento global es un problema concerniente a los derechos humanos. La amenaza de inundación de las zonas costeras por efecto de la elevación del nivel del mar, las alteraciones en la intensidad y periodicidad de las lluvias y los consecuentes ciclos de sequía intensa o de anegación de las tierras de labor, entre otros peligros latentes, se tornan en un verdadero desafío para la continuidad de la vida en el planeta.
El uso en gran escala de combustibles fósiles como eje central de la matriz energética, iniciado con la quema masiva de carbón desde los comienzos mismos de la revolución industrial, y el posterior paso a la “era del petróleo” desde finales del siglo XIX, dio lugar a la saturación de nuestra atmósfera con gases de efecto invernadero. Este hecho, de sobra conocido, es, sin embargo, débilmente enfrentado, en razón de que su corrección pone en entredicho los principios del sistema que nos rige. La explicación es simple: hasta el momento, el capital no encuentra una fuente energética que, en relación con su potencia por unidad de peso y volumen, sea más barata. Por tanto, trasladarse hacía una matriz energética diferente –cuando aún cuenta con reservas de petróleo–, representa cuestionar la ganancia y la “eficiencia” como los valores más importantes de una lógica social dominada por el lucro. En este caso, de lo que se trataría es de reconocer que en la asignación de recursos y la elección de técnicas los intereses monetarios dejan de ser la razón primordial para las decisiones.
Ahora bien, dentro de los derechos humanos el fundante es el derecho a la vida, y ésta sin alimentos es un imposible, por lo que debe llamarse la atención acerca de los efectos de la cada vez más estrecha relación entre industria alimentaria y combustibles fósiles, que si bien es reconocida en algunos círculos críticos aún no despierta el interés que realmente amerita. Tal dependencia no sólo proviene de la maquinización del proceso, pues el problema no se reduce únicamente al gasóleo que queman los tractores y las “combinadas”, sino que pasa por hechos como que un kilogramo de abono nitrogenado requiere 1,8 litros de hidrocarburo para su producción, y que este tipo de abono, cuya demanda alcanzó su cenit en la década de los ochenta del siglo pasado en los países desarrollados, tiene un uso creciente en las naciones de la periferia, y en los llamados países emergentes como China e India que suman casi un tercio de la población mundial. Si a esto sumamos el creciente peso de los alimentos importados en la dieta de los diferentes países, debemos concluir que la mayoría de productos agrícolas son trasladados entre enormes distancias hasta su consumo final, cuya parte fundamental del costo también puede medirse en litros de combustible.
Esta creciente importancia del comercio internacional en la industria alimentaria dio lugar al inicio del estudio del costo energético de transportar alimentos, acuñándose la medida de “kilómetros alimentarios”, que estima la media que recorren entre el campo y el plato. Los norteamericanos, pioneros en este tipo de estudios, estimaron para su país una distancia de aproximadamente 2.300 kilómetros de recorrido, radicando en estos recorridos la causa de alrededor del 20 por ciento de la generación de gases de efecto invernadero lo que, como reacción, motivó el surgimiento de grupos que promueven los consumos locales, conocidos como “localivoros”, de los que quizá el más conocido es el de la “dieta de las cien millas”. Que los precios de los productos agropecuarios varíen de forma acompasada con los del combustible fósil, no debe, entonces, extrañarnos. De allí que con el incremento del precio promedio de los hidrocarburos desde 2008, el de los alimentos haya tocado cotas antes no vistas.
La sujeción del sector primario al uso intensivo de petróleo no es el único aspecto irracional en la obtención de las materias básicas, y por tanto en la producción de alimentos. La centralización de una producción que depende aún en grado importante de los aspectos meteorológicos representa, igualmente, un gran riesgo. Si observamos los principales cereales, podemos percibir hasta donde llega ese grado de concentración y centralización. En el caso del trigo, el 71% del producto lo generan once países, de los cuales cinco: China (17%), India (12%), EE.UU (10%), Rusia (8%) y Canadá (4%) cubren poco más de la mitad del total mundial, correspondiéndole otro 20%, al grupo compuesto por Australia, Francia, Alemania, Turquía y Ucrania.
La situación del maíz no es nada diferente, el 80% de su producción está concentrada en 10 países: EE.UU (40%); China (20%); Brasil (6%); Méjico (3%) y, sumados, Argentina, Francia, India, Indonesia, Italia y Suráfrica otro 11% (menos del 2% en promedio para este conjunto que logran clasificar entre los principales). Y en cuanto al arroz, está concentrada en siete países asiáticos que producen el 82% del total mundial: China (30%); India (22%); Indonesia (8,5%); Bangladesh (7%); Vietnam (5,5%); Tailandia (4,5%); y Birmania y Filipinas cada uno con 2,3% (1).
En estas condiciones no es difícil imaginar las fatales consecuencias que tendría en el interconectado e interdependiente mundo de hoy, que en uno de los países señalados sucediera una sequía como la acaecida entre 1932-1939 en el este norteamericano, conocida por su efecto como “cuenco de polvo” (Dust Bowl, por su nombre en inglés), que afectó 400 mil kilómetros cuadrados y expulsó a 3 millones de agricultores de sus granjas. Ciertamente que las consecuencias sobre las personas, inmortalizadas dramáticamente por John Steinbeck en su novela Las uvas de la ira, palidecerían ante lo que hoy podemos prever que sucedería.
Los impulsores de las producciones en gran escala de materia orgánica, parecen olvidar la singularidad de que tratan con seres vivos. En el caso de la carne, por ejemplo, el crecimiento acelerado de los animales a través de la utilización de hormonas y el uso masivo de antibióticos como mecanismo de control de las enfermedades infectocontagiosas, además del maltrato que representan, terminan afectando la salud humana. Esto, sin contar el trato cruel que significa el hacinamiento, las mutilaciones y la casi total inmovilidad a la que son sometidos los animales en una explotación intensiva regida por los principios de la industrialización. En el caso de las plantas, los monocultivos a gran escala son altamente vulnerables a especies predadoras que pueden reproducirse de manera exponencial si la planta cultivada les sirve de alimento, pues, la simplificación del ecosistema rompe el equilibrio ofrecido por la biodiversidad, donde los mecanismos de reproducción de una especie determinada se ajustan con los de control para el mantenimiento del equilibrio del todo.
De otro lado, la reproducción animal industrializada recurre cada vez más al consumo de los llamados concentrados, de los cuales las harinas de soja transgénica son uno de los principales insumos, enlazando de esta forma una agricultura petróleo-dependiente con el sector ganadero, lo que cierra un círculo vicioso que además de obligarnos a quemar combustible fósil para movilizarnos, virtualmente nos fuerza a que también nos alimentemos de él. Además, sembrar cereales para engordar animales que sirvan de alimento a los humanos, es altamente ineficiente. Se estima que 20 kilos de grano son los requeridos para producir un kilo de carne, lo que explica que más de un tercio de la cosecha de cereales termine consumida por el ganado. Pero, lo peor del caso es que la dieta que impone este tipo de estructura alimentaria está saturando de grasas y carbohidratos los cuerpos de las personas cuyo ingreso les permite ingerir alimentos en cantidades que sobrepasan la subsistencia. Y si tenemos en cuenta que el sistema económico, simultáneamente, niega a casi mil millones de personas lo mínimo para esa subsistencia, podemos concluir, como corolario de la irracionalidad, que la forma social de producir, distribuir y consumir alimentos en el capitalismo atenta no sólo contra quienes no tienen como acceder a ellos, sino también contra los que están en condiciones de hacerlo.
Parece asunto de enajenados que un sistema económico que sostiene como su emblema la eficiencia, gaste 7,4 calorías para producir una para el consumo humano. El instituto Post-Carbón de los Estados Unidos llega a ese valor al considerar todo el tránsito del alimento desde la granja hasta el plato del consumidor, pues en la producción de la caloría mencionada se han gastado 1,6 en el cultivo, 1,2 en el procesamiento, 0,5 en el empaquetado, 1,0 en el transporte, 0,3 en la venta minorista y 2,3 en el almacenamiento y la preparación casera (2).
Los procesos asociados al consumo final también han sido mercantilizados en gran escala, sumando estados intermedios que buscan reducir las actividades del consumidor en la preparación de sus alimentos. El lavado, empaquetado, pre-cocción, o preparación en forma de comida rápida, ganan un terreno significativo, que aún no parece encontrar límite (3). Alargar la cadena de circulación de la comida tiene como propósito “agregar valor”, es decir encarecer los productos a sus destinatarios, hasta el punto que del precio de una caja de cereales, por citar un ejemplo, se estima que el 7% corresponde al valor pagado al agricultor, mientras que los costos de procesamiento, embalaje y transporte representan el 36%, y la ganancia de la empresa el 44%, correspondiéndole el resto al margen del comerciante minorista (4). Esto obliga a tomar conciencia del significado ambiental y económico de la actual estructura de la oferta de alimentos, y por tanto a cuestionar de forma enérgica la aplicación indiferenciada del principio de la ganancia cuando se trata de la obtención de los elementos fundamentales de nuestra subsistencia.
No es menos preocupante saber que el actual modelo agropecuario, además de petróleo-dependiente también es intensivo en el uso de agua. La producción de un kilogramo de cereal demanda un metro cúbico de ese recurso fundamental, y en la destilación y fermentación de un litro de etanol son consumidos entre 30 y 37 litros, en una pequeña muestra que explica por qué la agricultura a gran escala consume entre el 65 y el 70% de toda el agua utilizada en el planeta. Para la satisfacción de la dieta diaria los cálculos nos dicen que en la actualidad son necesarios tres mil litros de agua líquida transformada en vapor, que si los multiplicamos por los más de 7.000 millones de habitantes que tiene el planeta, nos dan una idea de la dimensión del consumo al que nos enfrentamos. Se estima que hacía el año 2050 la cantidad total de agua evaporada en la producción de cultivos estará entre 12.000 y 13.000 km3, casi el doble de los actuales 7.130 km3, elevándose aún más el porcentaje de agua destinado a la agricultura (5).
Y dado que los problemas de escasez de agua, tal y como lo señala la “Evaluación de los ecosistemas del milenio” (6), son una realidad a la que ya nos enfrentamos, pues entre el 5 y el 25 por ciento del uso de agua dulce supera los límites de la sostenibilidad, mientras que entre el 15 y el 35 por ciento del agua utilizada para riego supera las tasas de suministro (7), surge la innegable necesidad de replantear el problema de la producción de alimentos y materias primas, desafío ante el cual está en juego el futuro de la humanidad.
Una realidad que debemos encarar con total decisión. En diciembre de este año se reunirá en Lima-Perú la Conferencia de las Partes sobre el cambio climático (COP20), que tiene por objeto buscar financiación para reducir los gases de efecto invernadero y promover una agenda de compromisos para mitigar tal cambio. Debe elaborar un borrador del acuerdo global que sustituya a partir de 2020 el protocolo de Kyoto –cuya suscripción está prevista para la COP21 de 2015 en París-, esperándose esta vez que los compromisos sean realmente vinculantes y obliguen a las partes a tomar en serio un tema en el que se nos va la vida.
Paralelamente a la COP20, sesionará el encuentro “Voces por el clima”, donde participarán representantes de los movimientos sociales, los mismos que debatirán en torno a cinco temas: bosques, conservación y pueblos originarios; montañas, glaciares y agua; océanos; ciudades sostenibles, y energía, con la esperanza que en el mundo los diferentes pueblos asuman la veeduría de transformaciones reales que conduzcan a la salvaguarda del planeta.
El cuestionamiento al modelo de sociedad basado en el consumismo exacerbado empieza a generalizarse, indicándonos que las condiciones para propiciar un cambio hacía una sociedad sostenible y equitativa son propicias. Es pues, el tiempo de los movimientos sociales, de cuya imaginación y atrevimiento depende detener la absurda carrera que nos está llevando al precipicio.
1 Ver los informes de la FAO “El estado mundial de la agricultura y la alimentación”.
2 Post Carbón Institute, La transición alimentaria y agrícola: hacia un sistema alimentario post-carbono, Sebastopol, USA, Primavera, 2009.
3 “Así como el ascenso de la agricultura de gran volumen y bajo coste marcó el nacimiento de la economía moderna de la alimentación, esta industria alimentaria dominada por Nestlé representa la siguiente etapa de la evolución de dicha economía […]. En 1867, cuando se fundó Nestlé, la mayoría de las calorías que servían de alimento a los seres humanos se transformaba a mano, en el hogar o en tiendas locales, y el hogar medio dedicaba a la elaboración de las comidas la mitad de sus horas trabajadas. Desde entonces, en muchos hogares del mundo, los consumidores han reducido ese tiempo de forma espectacular, básicamente cediendo la “subcontrata” de esa tarea a empresas como Nestlé, Uniliver, Kraft, Tyson, Kellog, Danone y otras decenas de miles” (Roberts Paul, El hambre que viene: la crisis alimentaria y sus consecuencias, Ediciones B, Barcelona, España, 2008
4 Roberts Paul, ibid.
5 Instituto Internacional del Manejo del Agua, Evaluación exhaustiva del manejo del agua en agricultura 2007. Agua para la alimentación, agua para la vida. Londres: Earthscan y Colombo.
6 Naciones Unidas, Evaluación de los ecosistemas del milenio, Informe de Síntesis, Washington, USA, 2005.
7 Instituto Internacional del Manejo del Agua, op. cit.
*Economista, profesor universitario. Integrante del Consejo editorial de Le Monde diplomatique, edición Colombia.