Histórico: Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y el Gobierno de Juan Manuel Santos anunciaron el comienzo –a partir del 8 de octubre en Oslo– de las negociaciones de paz, después de un diálogo iniciado en secreto. Por primera vez, después de varios años, parece haber suficientes evidencias acumuladas para creer que en esta ocasión puedan tener éxito. Especialmente por parte del Estado.
Después de cincuenta años de una guerra civil feroz, y un número incalculable de negociaciones infructuosas, el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) convinieron en darle de nuevo una oportunidad a la paz. El 27 de agosto, el Presidente Juan Manuel Santos anunció su intención de renovar el diálogo con la guerrilla y confiar la mediación a los gobiernos de Venezuela, de Chile, de Noruega y de Cuba. Este giro repentino –que rompe con la política de escalada militar seguida durante diez años, primero bajo la presidencia de Álvaro Uribe, después bajo la de Santos, que fue su Ministro de Defensa–, no deja de sorprender.
Al menos dos factores concurrieron al cambio. En primer lugar, los dos beligerantes tomaron conciencia de que ni uno ni otro estaba en condiciones de ganar esta guerra. Aun cuando los rebeldes sufrieron importantes reveses durante los dos gobiernos de Uribe (2002-2010), desde 2008 en adelante reconstituyen lo esencial de sus fuerzas. La pérdida de varios de sus dirigentes, eliminados en ataques aéreos, no impidió a las farc iniciar una contraofensiva que, desde hace cuatro años, conjuga minas antipersonales, tiradores de elite y ataques con bombas. Según un informe reciente del Congreso colombiano, la guerrilla disponía en 2011 de una “presencia significativa” en un tercio de las municipalidades del país (1). Frente a esta situación, los militares multiplicaron los raids de comandos y las tentativas de infiltración. Es verdad que a partir de estas nuevas decisiones tácticas la lucha resultó menos visible de lo que era hace diez años, pero no atenuó el sacrificio infligido a la población. Si hay un punto en el cual los dos campos adversarios están de acuerdo –aunque no lo proclamen a los cuatro vientos–, es que ninguno podrá imponerse al otro.
Pero la señal de distensión dada por Bogotá se explica sobre todo por el perfil del presidente Santos, que no pertenece de ningún modo a la misma elite que su predecesor, eminente representante de la oligarquía provincial. Después de la muerte de su padre, ganadero ejecutado por las farc durante una tentativa de secuestro en 1983, Uribe vendió los terrenos familiares para financiar su carrera política, sin cortar jamás los lazos que lo unían a la aristocracia rural. Defensor encarnizado de los intereses de los grandes propietarios terratenientes, mantenía además estrechas relaciones con ciertos barones de la droga. En 1991, la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA) clasificaba al futuro hombre fuerte del país entre los colaboradores del cartel de Medellín –ciudad donde nació y de la cual fue alcalde durante un tiempo–, y lo describió como un “amigo íntimo de Pablo Escobar” (2). Su nombramiento como director de aviación civil a principios de los años 1980 coincidió con un alza excepcional del número de aviones autorizados a despegar y de nuevas pistas de aterrizaje. Una antigua amante de Escobar, Virginia Vallejo, confesaba respecto de este asunto en 2007: “Pablo solía decir que, si no fuera por este muchacho bendito [Uribe], tendríamos que estar nadando hasta Miami para llevar la droga a los gringos (3)”.
Ruptura en el corazón de la élite
Aunque siempre haya negado estas acusaciones, el presidente Uribe mantenía además buenas relaciones con grupos paramilitares. ¿Es casualidad que su antiguo jefe de campaña y ex director de los servicios secretos, Jorge Noguera, haya sido condenado a veinticinco años de prisión en 2011 por haber ayudado a las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) –la principal organización paramilitar de extrema derecha del país– a infiltrar la administración que él dirigía?
Uribe no se molestó nunca en ocultar su filosofía política. Aunque admitía que las desigualdades sociales, vertiginosas en su país, no eran ajenas a la guerra civil, consideraba que era necesario terminar primero con esta antes de ocuparse eventualmente de aquellas. “Sin la paz, no hay inversiones. Y sin inversiones, no hay recursos fiscales que permitan al gobierno invertir en el bienestar del pueblo”, explicaba el Presidente en 2004 (4). Una manera elocuente de afirmar al mismo tiempo su falta de interés por una política redistributiva –que en Colombia pasa necesariamente por una reforma agraria– y su lealtad al neoliberalismo.
Sin embargo, esta obsesión por el recurso a la fuerza llevó a Uribe al poder gracias a una ruptura dentro de la elite colombiana. El ex campesino de Medellín, que se opuso al nombramiento de Horacio Serpa –hombre perteneciente al círculo favorable a las negociaciones de paz con las farc– golpeó la puerta del Partido Liberal y presentó su propia candidatura a las elecciones presidenciales de 2002, las que ganó con la etiqueta de “independiente”. Luego, en vista de su reelección en 2006, creó su propia formación, el Partido Social de Unidad Nacional (el partido de la “U”), poniendo así fin al sistema bipartidista que reinaba en Colombia desde hacía un siglo. La renovación de la cúpula del Estado se manifestó por la formación de un gobierno de “recién llegados”, en su mayoría provenientes del sector privado.
Como condición previa a cualquier negociación con los rebeldes, Uribe exigía que depusieran primero las armas –condición sin duda inaceptable para los dos movimientos de guerrilla presentes en el país, las farc y el Ejército de Liberación Nacional (eln), teniendo en cuenta las exacciones perpetradas por los militares colombianos y los paramilitares de extrema derecha que les servían de refuerzo (5). En el curso de los veinte años que precedieron la presidencia de Álvaro Uribe, la guerra civil dio lugar a tres tentativas de negociaciones de paz –entre 1982 y 1985, 1990 y 1992, 1999 y 2002. Todas fracasaron. En el último caso, la responsabilidad del fracaso recayó especialmente sobre Estados Unidos –cuyo “Plan Colombia”, que supuestamente financiaba la lucha contra los traficantes de droga, servía en realidad como maquinaria de guerra contra las guerrillas– y sobre las elites colombianas, que mostraban poca diligencia en llevar a buen término las tratativas de paz.
Santos constituye el representante más fiel de estas elites. Su tío abuelo Eduardo fue presidente de la República entre 1938 y 1942, mientras que su primo Francisco ocupó el sillón de Vicepresidente cuando Uribe estaba en el poder. Los Santos atesoran las ganancias de un poder construido a lo largo del último siglo: El Tiempo, el único diario de difusión nacional, perteneció a la familia desde 1913 hasta 2007. El padre del actual presidente lo dirigió durante veinticinco años.
Formado en la ortodoxia económica de la Universidad de Harvard y en la London School of Economics (LSE), Santos tenía solo veintiún años cuando consiguió su primer empleo en el Gobierno como delegado de Colombia en la Organización Internacional del Café en Londres. Promovido a Ministro de Comercio Exterior en 1991, empezó entonces para el joven heredero una seguidilla de carteras que lo conducirían hasta el puesto de Ministro de Defensa en el gobierno de Uribe.
Producto natural del sistema político, el triunfo de Santos en la elección presidencial de junio de 2010, presentado como la garantía de la “continuidad”, marcó sin embargo un cambio notable. El nuevo presidente se identifica con una elite urbana, cosmopolita y de pretensiones transnacionales cuyas preocupaciones no convergen siempre con las de los grandes propietarios terratenientes. Presta menos oído a los reclamos de los caciques y de sus aliados paramilitares. Los intereses que representa lo inclinan más bien a obrar por la integración de su país en el proceso de unión latinoamericana.
Contrariamente a los grandes propietarios terratenientes, el sector de la exportación se aviene a emprender una política redistributiva. Tal vez sea esto lo que le permitió a Santos promulgar en junio de 2011 la ley “histórica” que prevé restituir sus tierras a dos millones de colombianos desplazados en el curso de los últimos veinticinco años por causa de la guerra civil (6).
Uribe se había propuesto ligar la suerte de Colombia a la de Estados Unidos, insistiendo fuertemente en la adopción de un Tratado de Libre Comercio con Washington. Su sucesor persigue otras prioridades: la integración latinoamericana (en la cual trabaja arduamente) o la expansión internacional de Colombia, segunda economía de América del Sur (antes que Argentina), en particular a través de su participación en el grupo de los CIVETS (Colombia, Indonesia, Vietnam, Egipto, Turquía y Sudáfrica) que, a imagen de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y más recientemente Sudáfrica), busca romper con la imagen de un mundo unipolar asegurándose el interés de los inversores.
El nuevo Presidente se distingue también por su habilidad para sofocar los conflictos políticos internos, tradicionalmente exacerbados en Colombia. En lugar de tirar leña al fuego, como le gustaba hacer a Uribe, su sucesor prefiere seducir a la oposición y elegir entre sus adversarios políticos a distintos miembros de su gobierno. Todos los grandes partidos políticos –con excepción del Polo Democrático Alternativo de izquierda– son ahora admitidos en las altas esferas del poder.
Este clima más distendido no parece gustarle a Uribe, en contra ahora de su antiguo protegido. Prueba de ello es su reacción ante el nombramiento por parte de Santos de un miembro de la oposición como Ministro de Trabajo: una decisión “hipócrita” que da “señal de hostilidad contra el uribismo” tronó el ex presidente, que se volvió en la actualidad el más feroz adversario de su sucesor (7).
Mediación de Chile y Venezuela
La ruptura entre los dos hombres señala también el quiebre de la antigua mayoría gubernamental. La alianza entre la gran burguesía rural y los medios de negocios de Bogotá se acabó. No obstante, y a pesar de la nueva orientación emprendida por Santos, la política colombiana permanece inalterada en varios puntos, en especial en lo que concierne al curso neoliberal de la economía.
A primera vista, el divorcio entre la Presidencia y los grandes propietarios terratenientes no augura nada bueno a las negociaciones de paz. Estas sólo tienen chance de llegar a buen término si todas las partes aceptan sentarse a la misma mesa, sobre todo en lo relacionado con la espinosa cuestión de la reforma agraria, que es la amenaza roja para los poderosos amigos de Uribe. No obstante las posiciones comienzan a moverse. Santos integró a su equipo de negociadores a dos generales retirados que sostuvieron durante mucho tiempo la línea dura en la guerra contra las farc. El obstáculo de la oligarquía rural parece menos insuperable desde que la mayoría de los otros sectores económicos tiene apuro por ver que la guerra se termine (8). Según un estudio de la Fundación Ideas para la Paz, realizado a partir de treinta y dos conferencias con jefes de empresa de las grandes ciudades del país, “la mayoría de los decisores económicos estima que la negociación constituye la salida más segura y más deseable para el conflicto armado en Colombia” (9).
Las negociaciones futuras se presentan bajo mejores auspicios que las tentativas anteriores, porque estas últimas se han desarrollado a la sombra de las operaciones militares estadounidenses. En los años 1980 fue la Guerra Fría, en los años 1990 la guerra antidroga, la guerra contra el terrorismo en los años 2000. En un momento en que estas líneas de frente se desdibujan, por lo menos en Colombia, y que la influencia de Washington declina junto con ellas, las oportunidades de concluir un acuerdo de paz nunca parecieron tan tangibles.
La mediación confiada a los Jefes de Estado de Chile y de Venezuela podría jugar un rol determinante. Sebastián Piñera y Hugo Chávez serán sin duda escuchados porque uno y otro encarnan los dos extremos del abanico político latinoamericano. Esto es verdad, sobre todo para el Presidente bolivariano, que dispone de lazos privilegiados con las farc, sin que por ello apruebe la estrategia de la lucha armada, fuente de infinitos problemas para Venezuela (como la afluencia de millones de refugiados colombianos o la desestabilización de la zona fronteriza).
Puesto que la renuncia a las armas ya no es condición previa para las negociaciones, una eventual ruptura del cese del fuego no pondría en peligro el proceso entero. En las conversaciones anteriores, la menor insinuación de fuego por parte de uno u otro de los beligerantes servía de excusa para abandonar la mesa y alimentar la espiral guerrera.
La alternancia a la cabeza del Estado colombiano, que no expresa ya casi más que un desplazamiento de la relación de fuerzas dentro del minúsculo perímetro de las elites dirigentes, podría pues poner fin a una de las guerras civiles más largas y más sangrientas de la historia. Pequeños cambios, enormes consecuencias.
1 “Alertan que más de 330 municipios tienen fuerte presencia de las farc”, El Espectador, Bogotá, 28-4-11.
2 “U. S. Intelligence Listed Colombian President Uribe Among “Important Colombian NarcoTraffickers” In 1991″, National Security Archive, 2-8-04.
3 Luis Hernández Navarro, “Álvaro Uribe, señor de las sombras y Los Pinos”, La Jornada, México, 18-3-08.
4 “Uribe defends security policies”, BBC News, Londres, 18-11-04.
5 Véase en particular, Iván Cepeda Castro y Claudia Girón Ortiz, “Vida y muerte de la Unión Patriótica Colombiana: Miles de militantes asesinados”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, mayo de 2005.
6 “Santos signs “historic” Victims’law”, Colombia Reports, 11-6-11, www.colombiareports.com
7 “Tensions between Uribe and Santos rise”, Colombia Reports, 1-11-11.
8 Véase el artículo inédito de Loîc Ramirez en www.eldiplo.org
9 “Líderes empresariales hablan de la paz con las farc”, Fundación Ideas para la Paz, agosto de 2012, www.ideaspaz.org
*Sociólogo, autor de Changing Venezuela by taking power. The history and policies of the Chávez government (Verso Press, Londres, 2007).
Traducción: Florencia Giménez Zapiola