La dinámica en que ya entró Colombia, alrededor del proceso de negociación política del conflicto armado que por décadas ha marcado su dinámica social, con especial relieve en sus zonas rurales, ha llevado a sectores del establecimiento, de la política de los más variados matices, y de la academia, a hablar de “posconflicto”. A mostrar la problematicidad de este concepto está dedicado este artículo.
¿Es posible –y deseable– una sociedad sin conflicto? Este interrogante está a la hora del día en Colombia, pues desde hace unos años, a partir de instaurada la mesa de diálogos con las Farc en La Habana, se habla que el país está entrando en la era del posconflicto. Error de profundas consecuencias para nuestra sociedad, incrustada en una conflictividad social de larga trayectoria, que trasciende la lucha armada, y cuyas bases estructurales no se verán afectadas por la deseada firma de un acuerdo entre las partes. En estricto sentido, esta idea es inadecuada en nuestro actual contexto, por las siguientes dos razones:
1) el concepto de “posconflicto” es supremamente desafortunado para caracterizar un determinado estado de la sociedad” y, 2) en este sentido, el proceso de paz puede convertirse en la “crónica de un fracaso anunciado” al ser una paz formal concebida como ausencia de guerra, en especial, porque tal y como lo ha planteado el Gobierno al no negociar el modelo económico desconoce abiertamente una de las causas estructurales e históricas del conflicto en Colombia: “la constitución social aristocrática”, la que domina no sólo la política y la organización social vigente en buena parte de nuestra historia nacional, sino la economía. Veamos cada una de ellas:
Sobre la idea de “pos-conflicto”
Según cuenta Hesiodo, en Los trabajos y los días: “Los humanos vivían entonces como los dioses, libre el corazón de preocupaciones, lejos del trabajo y del dolor […] Todos los bienes les pertenecían. El campo fértil les ofrecía por sí mismo una abundante alimentación que consumían a placer”. Lo que pone de presente Hesiodo es la llamada “Edad de oro” que tiene toda cultura, es decir, esa época feliz, como el Edén, que parece ser un “arquetipo” en el sentido de Jung. En el caso griego es Mecone, donde los seres humanos viven con los dioses, no envejecen, no pasan hambre, no se conoce el dolor ni el sufrimiento –estando sustraídos de las necesidades materiales–; donde sólo conocen la felicidad y “están en la gloria” (1). Es decir, la Edad de oro es una época previa a la historia, previa al tiempo mismo y sustraída al devenir, es la edad de un “idilio primordial” (2).
Entonces, lo que la idea de posconflicto evoca es Esta edad de oro. Es, en verdad, una idea escatológica, de instaurar en un presente un pasado perfecto y luminoso de paz absoluta y ausencia de conflicto. Y en el caso colombiano, esto ya no es posible, sencillamente porque tenemos una “cultura de la violencia” reproducida históricamente, por lo tanto, no podemos volver a “restaurar” una especie de tiempo perdido de paz que nunca ha existido. Para el caso colombiano no cabe el adagio de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Más bien, con Ernesto Sábato, podemos decir: no todo tiempo pasado fue mejor porque el presente me parece “tan horrible como el pasado” (3).
Así las cosas, hablar de “posconflicto” ofrece la idea de una sociedad sin oposiciones, sin disidencias, sin desacuerdos, sin antagonismos. Lo cual no es posible si somos realistas. No existe tal sociedad de ovejas, o sociedades angelicales. Más bien, esa abstracción que llamamos sociológicamente sociedad es, como decía Georg Simmel, como un matrimonio, llena de “disgustos, disentimientos y polémicas” (4), con los cuales la vida se torna soportable, vivible y, de hecho, menos tediosa. Esto quiere decir, que las sociedades están atravesadas por el conflicto, las luchas y los antagonismos. Sencillamente porque una sociedad no es una homogeneidad, porque toda socidad es una “suma” de ideas, creencias, valores, intereses y cosmovisiones diferentes, que tiene que con-vivir.
De hecho, como sabe la sociología, el conflicto y el antagonismo son necesarios. No sólo es la fuente de la política, sino que le infunde vida a la sociedad. Paradójicamente, el conflicto y la lucha cumplen una función integradora, pues crean y generan relaciones entre grupos y sectores de la sociedad. Sólo a partir de ahí surgen búsquedas de reconocimientos y, por lo tanto, posibilidades de negociaciones, de transacciones, de acuerdos, desacuerdos, etcétera. El conflicto es, pues, saludable para una sociedad, y su inexistencia o eliminación es impensable para una sociedad. Durkheim sabía, por ejemplo, que el delito es fundamental porque hace avanzar a la moral misma y al derecho (5). Y por esa razón, podemos decir nosotros, no es posible extirpar del todo el derecho penal y su esencia punitiva. La convivencia social requiere fortalecer la ética a partir de un uso responsable de la libertad y la autorresponsabilidad social.
Podemos concluir diciendo con Estanislao Zuleta: “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz” (6).
La Constitución social aristocrática como causa histórico-estructural del conflicto
Lo que pretendo argumentar aquí es que “la constitución social aristocrática” es la causante de parte de nuestro conflicto, es decir, que es en parte, la causa histórica de nuestra violencia. La pregunta es, ¿cuáles son los fundamentos intelectuales que permitieron la formación de las aristocracias en Colombia (y también en América Latina)?
Sobre el particular, el filósofo argentino Alejandro Korn sugirió, en su libro Influencias filosóficas en la evolución nacional de 1912-1914, que las leyes de indias con que España gobernó América tenían como fundamento filosófico el modelo aristotélico tomista. Esto es claro si comprendemos que: “A través de la escolástica y hasta el siglo XVII dominó en la organización social la idea aristotélica de la Económica, es decir, del saber y del principio de dominación que son propios del ‘señor de la casa’, del pater familias. Este principio aristotélico que, como comprueba Brunner, ya se encontraba formulado en Homero, no se limita al mundo humano sino que penetra todo el cosmos. El alma, que es el principio de la vida, da vida al cuerpo. Y de allí se deducen equiparaciones: lo que el alma es para el cuerpo, lo es el rey o dominador en el Estado y el pater familias en la casa. […]. Gracias a la difusión del aristotelismo escolástico en Europa, y especialmente, a su dominación exclusiva en España, la sociedad se organizó según la analogía del alma en el cuerpo, esto es, lo que Dios es para el macrocosmos, lo es el hombre de Estado en el Estado, y el paterfamilias en la “casa grande”, que no conocía la diferencia entre hogar, taller o empresa, porque la casa grande lo abarcaba todo” (7).
Es decir, que las aristocracias nuestras se formaron gracias a un fundamento intelectual presente en Aristóteles y Santo Tomás. En efecto, Tomás dice en La monarquía: “el rey ocupa en su reino el lugar que el alma ocupa en el cuerpo y Dios en el mundo” (8). De ahí que: así como el paterfamilias gobierna el oikos en Aristóteles (junto con sus fincas y sus esclavos), así como el alma gobierna el cuerpo y Dios gobierna el mundo, el rey debe gobernar su reino. Es lo que se ha llamado “el gobierno de la casa”. Ese gobernar es un “paradigma de gestión” (9). Consecuentemente, el mundo debe gobernarse con la ley humana que es reflejo de la ley divina con la que Dios gobierna el mundo. Y si bien en Aristóteles y Santo Tomás el fin de la política es el bien común, este modelo es formalmente aristocrático, vertical y jerárquico.
Cuando ese modelo arriba a América con la Invasión, el encomendero gobierna la encomienda y a los indígenas, tal como se gobierna una casa; luego el encomendero es reemplazado por el hacendatario que gobierna la hacienda como su “casa grande”. En nuestra historia, y esto puede fundamentarse con la obra, por ejemplo, de Fernando Guillén Martínez y Orlando Fals Borda (10), los encomenderos y los hacendados pasaron a formar una clase aristocrática que detentó todos los privilegios sociales, una clase inmune al cambio. Sólo ellos y su prole pudieron acceder a la educación, pero además monopolizaron el poder económico y político. Ellos se convirtieron con el tiempo en los terratenientes que acapararon la tierra, usándola como trampolín para mantener y reproducir sus privilegios, a la vez que impedían la movilidad social de las clases más bajas o subalternas. Son los grandes hacendados y ganaderos de hoy, los mismos que determinan que la tierra quede al servicio de la explotación transnacional neoliberal de nuestros recursos naturales y mineros.
Por otro lado esa aristocracia, la mayoría de las veces blanca, racista y clasista, creó un cúmulo de costumbres políticas que podemos resumir así:
– El ejercicio de la autoridad paternalista por parte del patrón sobre sus subordinados.
– El desarrollo de una actitud autoritaria, efecto de la precaria posesión de un status, en el conjunto de los subordinados.
– El nacimiento de una solidaridad adscripticia y hereditaria entre los miembros de la asociación hacendataria, proyectada luego a toda la sociedad y sus instituciones.
La utilización del mimetismo y la adulación como únicas herramientas eficaces para la movilidad social, que llega a tener como metas la obtención individual de las exenciones y privilegios.
La concepción de la autoridad como derecho señorial y no como un mandato social para la obtención de servicios sociales” (11).
En pocas palabras, la encomienda originó el modelo social de la hacienda donde el hacendado fue también el pater familias que gobernó la “casa grande”, tal como se gobierna un hogar. Así se explica el autoritarismo carismático de Álvaro Uribe quien entre los años 2002-2010 gobernó a Colombia tal como administraba su hacienda El Ubérrimo. Fue el mismo modelo de las haciendas cafeteras a finales del siglo pasado y a comienzos del siglo XX; y de las haciendas ganaderas. Ese modelo explica, igualmente, el poder social, político y económico de los terratenientes nuestros en la costa Caribe, en el Cauca y en otras regiones.
Fue con la encomienda y con la hacienda como se forjó el funcionamiento de la aristocrática sociedad colombiana y del actuar de los partidos políticos tradicionales: el nepotismo, el caciquismo, el mimetismo, las lealtades personales, el mantenimiento del status quo, la lucha por el poder y los privilegios, el formalismo, en pocas palabras, gran parte de las fuentes de la actual corrupción política las encontramos insertas en la estructura social aristocrática formada en la Colonia, gracias al modelo aristotélico-tomista instaurado en América Latina y que a pesar de la lucha igualitaria y humanista de Fray Bartolomé de las Casas y, antes de él, de Fray Antón de Montesinos, triunfó en la práctica histórica en nuestra organización social: no hay que olvidar que lo instaurado fue la visión aristotélica pro-esclavista de Juan Ginés de Sepúlveda que consideraba a los indios tan inferiores a los españoles como los monos y las mujeres lo eran a los varones.
A manera de síntesis sobre este apartado, podemos decir, en primer lugar, que las estructuras heredadas de la encomienda y de la hacienda permiten explicar un problema fundamental de la sociedad colombiana: la apropiación de la tierra por esa clase aristocrática. En segundo lugar, el parasitismo de la aristocracia latinoamericana. De ahí que en Colombia el enriquecimiento sin causa termine convertido en una virtud civil. En tercer lugar, la “estructura social aristocrática” que se formó entre nosotros, o el “estado señorial”, al ser una formación social vertical, excluyente, parasitaria, constituye en sí misma una estructurada atravesada por la violencia. La encomienda y la hacienda fueron instituciones violentas que intentaron por todos los medios frenar la democratización social y económica del pueblo colombiano. Y en la lucha contra tal democratización utilizaron los privilegios raciales para perpetuar sus prebendas. Y más grave aún: la aristocracia colombiana y latinoamericana utilizaron la educación y la universidad para reproducir las diferencias de clase de la sociedad.
Una sociedad así sólo puede estar poseída por la frustración social y la frustración valida los medios para alcanzar lo que otros adquieren de manera lícita y, también, de manera fraudulenta. Lo que importa es subir (ascender socialmente), sin importar a quien se lleva por delante. Es, pues, el “darwinismo social” como modelo de competencia social.
¿Pos-conflicto y paz social?
Como queda dicho, no es previsible un posconflicto en Colombia. Puede que la guerrilla se desmovilice, entregue las armas, pueda hacer política en la competencia democrática, etcétera, sin embargo, mientras no haya reformas estructurales no habrá paz social.
Es necesario insistir. La paz no es la mera ausencia de guerra o de violencia, una verdadera paz implica, entre otros desarrollos, la realización de, primero, la carta de derechos humanos (civiles, políticos, económicos y culturales) y, segundo, la realización de los derechos de los pueblos plasmados en la Declaración Universal de los derechos de los pueblos, creada en Argel en 1976 que en su artículo 11 dice: “Todo pueblo tiene el derecho a darse el sistema económico y social que elija y a buscar su propia vía de desarrollo económico, con toda libertad y sin injerencia exterior”. Todo ello en el marco de una democracia como empoderamiento popular, participativo y creativo, donde la población participe en la solución de sus propios problemas.
Por eso no se entiende ¿cómo puede haber posconflicto en Colombia, si el Gobierno no quiere negociar un modelo económico abiertamente neoliberal –porque éste no es negociable, según repite el gobierno Santos– que atenta contra los pueblos, la diversidad cultural, la diversidad ecológica, el medio ambiente; cuando ese modelo mata la vida y le exige al Estado recortes pensionales y reformas tributarias para ingresar a la Ocde (Organización para la Cooperación y el desarrollo económico); cómo puede haber paz con justicia social cuando no se quiere revisar un modelo económico que es ampliamente anti-social y que impide el desarrollo de la pluridimensionalidad humana; cómo puede haber posconflicto cuando el Gobierno simula, es decir, cuando es rastacuero y tramoyero, y pretende presentarse ante la comunidad internacional como “desarrollado” simplemente para que se invierta en él y de paso lo asalten y lo expolien?
Así las cosas, si no reconocemos las causas histórico-estructurales, si no revisamos el modelo económico, entre otras cosas, nuestro proceso de paz no será más que la crónica de un esfuerzo fallido y de una ilusión traicionada.
** Intervención presentada en el marco del XII Congreso de la Revista Optantes “Iglesia, voces y memoria. Palabras de paz hacia el posconflicto”, realizado en la Universidad Santo Tomás, Bogotá, los días 13 a 14 de Agosto de 2015.
1 Vernant, Jean-Pierre, El universo, los dioses y los hombres, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 58
2 Cioran, E. Historia y utopía, Barcelona, Tusquets, 2012, pp. 139-141.
3 Sábato, Ernesto. El túnel, Bogotá, Seix Barral, 1984, p. 11.
4 Simmel, G., Sociología: estudios sobre las formas de socialización, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 302
5 Durkheim, É., Las reglas del método sociológico, Navarra, Ediciones Folio, 1999, p. 95..
6 Zuleta, Estanislao. Colombia: violencia, democracia y derechos humanos, Bogotá, Ariel, 2015, p. 31
7 Gutiérrez Girardot, R. El intelectual y la historia, Caracas, La Nave Va, 2001, p. 121
8 Santo Tomás, La monarquía, Barcelona, Altaya, 1994, p. 63.
9 Agamben, G. El reino y la gloria, Valencia, Pre-textos, 2008, p. 33.
10 Fals, O., Historia de la cuestión agraria en Colombia, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1994.
11 Guillén, M.F., El poder político en Colombia, Bogotá, Planeta, 1996, p. 231
*Profesor Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Santo Tomás. damianpachon@gmail.com