Las protestas sociales que se extienden por los países en crisis dejan en claro que las políticas de austeridad no pueden aplicarse sin métodos autoritarios. Entonces, los recortes sociales van de la mano de la suspensión de libertades fundamentales y del avance de discursos de extrema derecha.
La revuelta de los estudiantes de Quebec vuelve a demostrarlo: las políticas de austeridad ya no pueden implementarse sin métodos autoritarios. Cuando el gobierno liberal (centrista) de Jean Charest decidió aumentar el precio de las matrículas universitarias en un 75% durante un período de cinco años, más de un tercio de los estudiantes de esa región canadiense se declaró en huelga. El 18 de mayo, en una sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional de Quebec se suspendieron los derechos de asociación y manifestación. Secuencia fatal: la amputación de una conquista democrática (en este caso, el acceso a la educación superior) llevó rápidamente a la suspensión de una libertad fundamental.
Esta radicalización se observa en otras partes del mundo. En Francia, la derrota de la coalición conservadora –luego de una campaña durante la cual se enunciaron todos los tópicos de la extrema derecha– en modo alguno condujo a dicha fuerza a cambiar su discurso frente a un electorado centrista que decidió no votar por ella. Por el contrario, los herederos de Nicolas Sarkozy siguen privilegiando las posturas más reaccionarias –hostilidad hacia los inmigrantes, oposición a una presunta laxitud frente a la delincuencia, lucha contra el fraude social–, con la esperanza de arrebatarle al Frente Nacional un electorado popular que supuestamente se reconoce en el retrato de “trabajador que no quiere que alguien que no trabaja gane más que él” (1).
Menos de un mes después de la asunción de Obama, Estados Unidos atravesó un cambio político similar. Lejos de los mea culpa, el Partido Republicano imitó al Tea Party, truculento y paranoico, pero sobre todo experto en el arte de presentar a sus oponentes como un puñado de esnobs de izquierda, tecnócratas pagados de sí mismos y capaces solamente de molestar a los productores de la riqueza para seguir favoreciendo a los “asistidos” y los fracasados. “Todos tuvimos algún vecino, o escuchado el caso de alguien que vivía por encima de sus posibilidades, y nos preguntamos por qué teníamos que pagar por sus gastos”, señalaron los autores del “Manifiesto del Tea Party” (2). Apenas derrotada, la derecha republicana no se molestó en recuperar el centro, donde, al parecer, se dirimen las elecciones. Y recobró sus fuerzas sustituyendo el pragmatismo gris de los líderes en desbandada por las aspiraciones de sus activistas más radicales.
Este imaginario de derecha es poderoso. No puede combatirse con sermones, ni modificando marginalmente el itinerario económico y financiero, cuyo anunciado fracaso multiplicará las situaciones de angustia, de desesperación, de pánico. Para no hablar de los efectos políticos deletéreos de un resentimiento político que apunte al blanco equivocado. El colapso de los dos principales partidos griegos, corresponsables de la quiebra del país y el martirio infligido a su pueblo, así como el inesperado surgimiento de una formación de izquierda, Syriza, decidida a cuestionar el pago de una deuda parcialmente ilegítima (ver artículo en página 16), muestran que no es imposible salir del atolladero. La condición es dar pruebas de audacia e imaginación. En ese mismo sentido luchan los estudiantes de Quebec.
1 Discurso de Nicolas Sarkozy en Saint-Cyr sur Loire, 23-4-12.
2 Citado por Thomas Frank, Pity the Billionaire: The Hard-Times Swindle and the Unlikely Comeback of the Right, Metropolitan Books, Nueva York, 2012.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Mariana Saúl