Henry Paulson, secretario del tesoro de los Estados Unidos, cuenta en sus memorias que el martes 18 de septiembre de 2008, reunido con parlamentarios norteamericanos para tomar medidas extremas frente a la crisis del sistema financiero global, éstos le preguntaron sobre el tipo de medidas que era necesario tomar para conjurar la crisis. Paulson había sido deliberadamente vago respecto a la magnitud de la intervención estatal pero lo suficientemente enfático sobre la inevitabilidad de esa intervención para salvar el sistema financiero global del colapso. La situación no daba espera y era necesario que se le diera carta blanca para actuar. Los parlamentarios preguntaron por lo que podía ocurrir si no le otorgaba esa carta blanca. Paulson les contestó: “Que Dios nos ayude a todos”.

Paulson y su equipo habían ideado el Programa de Alivio de Activos Depreciados (TARP, Troubled Assets Relief Program) por un valor de 700.000 millones de dólares para comprar los llamados “activos tóxicos” de los bancos. Este programa de salvación fue calificado por el Premio Nobel Joseph Stiglitz de intervención estatal para “el bienestar empresarial”. El pánico frente a la posibilidad de un colapso permitió que demócratas y republicanos aprobaran el programa sin la incomodidad de una supervisión y revisión judicial.

El libro de Paulson tiene por título Al borde del abismo (1). Ignacio Ramonet caracterizó los acontecimientos vividos durante ese septiembre como la clausura del proyecto neoliberal iniciado en la presidencia de Ronald Reagan. En octubre de 2008, con el título “La crisis del siglo” escribió: “Se termina el período abierto en 1981 con la fórmula de Ronald Reagan: El Estado no es la solución, es el problema”. Durante 30 años, los fundamentalistas del mercado repitieron que éste siempre tenía razón, que la globalización era sinónimo de felicidad y que el capitalismo financiero edificaba el paraíso terrenal para todos. Se equivocaron” (2).

¿Qué nuevo proceso se inicia a partir de ese cierre? Los acontecimientos políticos de los tres últimos años muestran una poderosa ola de luchas en Europa, Estados Unidos, Canadá, algunas naciones árabes y Latinoamérica. El curso de los acontecimientos es irregular y no hay nada concluido. En el horizonte se reconocen nuevas confrontaciones y las mayorías activas proclaman que son el 99 por ciento contra el 1 por ciento de banqueros, políticos, especuladores y burócratas corruptos. La lógica de la concentración y la centralización intrínseca al modo de producción capitalista se ha puesto en evidencia y se ha traducido en esa consigna política.

En la conceptualización de estas luchas políticas, es dominante la tesis de una rebelión de las clases medias. A partir de esa formulación, la élite global viene proclamando la necesidad de superar el conflicto por la vía de una nueva asimilación de esas clases medias. ¿Pero son los periodistas, abogados, ingenieros, tecnólogos, médicos, maestros, estudiantes mujeres y hombres en la calle, en las plazas y en las redes sociales, una clase media? No se trata, en sentido contrario, de una emergente clase trabajadora ilustrada ahora significativa.

En la década de los 50 y los 60 del siglo XX, Marcuse llamó la atención acerca de las transformaciones culturales desencadenadas por las revoluciones científicas y tecnológicas en la composición de las clases sociales del capitalismo maduro y en la creación de las premisas histórico-culturales para la superación de la sociedad capitalista. En junio de 1967, en la Universidad Libre de Berlín, en El final de la utopía Marcuse propuso una tesis: “Las posibilidades de una sociedad humana y de su mundo circundante no son ya imaginables como continuación de las viejas, no se pueden representar en el mismo continuo histórico sino que presuponen una ruptura precisamente con el continuo histórico, presuponen la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y las actuales sociedades no libres, la diferencia que, según Marx, hace de toda la historia transcurrida la prehistoria de la humanidad” (3).

En relación con el grupo social orientador de esa tarea, Marcuse planteó: “Sobre la cuestión de la técnica y del poder o dominio, no hay duda de que la posición de los especialistas se hace cada vez más importante con el progreso de la técnica. En esto veo un signo favorable para nosotros, no desfavorable. Pues cada vez importa más la cuestión de quiénes son los especialistas, si lo son de la guerra o de la paz. Si son especialistas de la explotación intensiva o especialistas que desean lo contrario. Y creo que la intelectualidad tiene en este punto la tarea de hacer que los especialistas sean distintos de los de hoy, que sean especialistas de la liberación” (4).

Luego de 20 años (1989) y ya no desde la perspectiva de Marx sino de la de Peter Drucker, a quien se proclamó en Norteamérica como “el fundador de la ciencia de la administración”, se concreta la idea del trabajador ilustrado. Dice Drucker: “Saber es poder” es un viejo dicho… y por primera vez encierra una verdad. Los trabajadores ilustrados en conjunto serán los ‘gobernantes’. También tendrán que ser los ‘líderes” (5).

Ahora, en los actos y acciones del 99 por ciento de la sociedad trabajadora contra el 1 por ciento de la oligarquía financiera global, los trabajadores ilustrados pueden transformar la indignación actual en un proyecto de superación del capitalismo y de creación de repúblicas sociales que hagan realidad la justicia ambiental y la justicia social en el planeta Tierra.

1   Paulson H., On the brink. New York, 2010, p. 261.

2   Ramonet I., “La crisis del siglo”. Le Monde edición Colombia. 2012, p. 41.

3   Marcuse H., El final de la utopía. Ed. Planeta, 1986, p. 7.

4   ídem, p. 128.

5   Drucker P., Las nuevas realidades, Ed. Norma, 1989, p. 228.

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