Escrito por Serge Halimi
Mendozza, La paz nuevas misiones, 170 x 110 cm (Cortesía del autor)
Pocos presidentes estadounidenses despertaron tanto entusiasmo. Pero en el balance, queda la sensación de una ocasión desperdiciada. En sus Memorias, Obama ofrece algunas claves de esta decepción, ¿y acaso también de la actual audacia de su ex vicepresidente?
Las obras de los dirigentes políticos que repasan su recorrido después de haber desilusionado merecen ser leídas por aquellos que desean hacer las cosas mejor que ellos. Cuando se ven obligados a admitir la desilusión que suscitaron, la imputan a menudo al candor de sus partidarios, al furor de sus adversarios, a la complejidad del mundo, a un juego político que los obligó a prometer más de lo que podían cumplir. Pero incluso una presidencia decepcionante conlleva alguna realización de la cual se gusta presumir. No es casualidad que el primer volumen de las Memorias de Barack Obama concluya con el relato detallado de la persecución y ejecución de Osama Ben Laden (1).
Pero el autor, que ya debe estar pensando en el capítulo que concluirá su segundo volumen, no puede ir demasiado lejos en la presentación eufemística de su balance. Porque su presidencia, iniciada con entusiasmo el 20 de enero de 2009, después de un tsunami electoral y bajo los auspicios del “Sí, se puede”, concluyó ocho años más tarde con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Sin dudas más grave aun para Obama: ya no queda mucho de sus años de ejercicio del poder en la memoria colectiva, al punto que uno de los presidentes más inteligentes y brillantes de su país parece haber marcado la historia en menor medida que su sucesor inmediato, sin embargo menos dotado que él.
En nuestra compañía, el autor parece observar su recorrido y sus realizaciones. Y, con nosotros, se interroga: ¿qué quería entonces ese Barack Obama? El poder, sin duda. Militante comunitario, decidió entrar en política para no tener que seguir contentándose con hacerse cargo de las consecuencias de decisiones ajenas. Luego, se convenció de que un parlamentario minoritario de un Estado del Midwest sería menos poderoso que un representante del Congreso. Después, una vez elegido senador por Illinois, volvió su mirada hacia la Casa Blanca. Contra todo pronóstico, le ganó a Hillary Clinton en las primarias demócratas antes de suceder a George W. Bush al término de una campaña vibrante y alegre. Casi siempre tomó la decisión correcta –entre ellas, aquella muy valiente de oponerse, desde el otoño boreal de 2002, a la guerra de Irak– en el momento justo. Y la suerte le sonrió: la crisis financiera de septiembre de 2008 descalificó a los republicanos algunas semanas antes de la elección general. Obama se convirtió en el primer presidente afroamericano de la historia de Estados Unidos.
La economía de “rehén”
¿Misión cumplida y fin del recorrido? Estamos tentados a pensarlo; por lo demás, sus objetivos parecen borrosos y quedarán de hecho como letra muerta: cambiar la manera de hacer política, subsanar las divisiones del país, incitar a los jóvenes a servir al interés general. Una vez electo, el hombre que justificaba su ambición voraz por la voluntad de que “el cambio llegue más rápido” no dejará de teorizar la idea de que el cambio toma su tiempo. Al principio de sus Memorias, rememorando el joven militante comunitario que fue, Obama se enternece: “Era como Don Quijote sin Sancho Panza”. En la Casa Blanca, de ese caballero enmendador de injusticias no quedará más que la elegante figura.
El capítulo en el cual Obama justifica la elección de sus colaboradores más cercanos parece resumir su presidencia de antemano: no será cuestión de aprovechar la crisis económica y financiera para transformar el sistema, como lo hizo Franklin Roosevelt, sino de repararlo. Las cosas ya están muy mal, parece decirse el nuevo Presidente; no voy además a llamar gente que quiera poner todo patas para arriba. Rahm Emanuel, su jefe de Gabinete, ¿apoyó a Hillary Clinton, era cercano a Wall Street, iba al Foro Económico Mundial de Davos? Sí, pero “con una economía mundial en caída libre, mi tarea número uno no era la de refundar el orden económico mundial. Había que evitar un desastre de mayor envergadura. Para eso, necesitaba gente que haya manejado crisis y que fuera capaz de calmar mercados presos del pánico –gente a la cual, por definición, se le podían reprochar los pecados del pasado–”. El mismo razonamiento le impidió convocar un secretario de Finanzas sin relaciones con el establishment capitalista. Cualquier otro que no fuera Timothy Geithner “habría necesitado meses antes de comprender tan bien como él la crisis financiera y entablar relaciones con los actores de las finanzas internacionales; ahora bien, ese tiempo, yo no lo tenía”.
La impopularidad del plan de rescate de los bancos puesto en marcha por el nuevo equipo fue resultado de la decisión de confiar a los responsables del desastre la tarea de remediarlo. Obama llega a expresar su exasperación ante la ausencia de “gratitud” de los banqueros que “rescató del fuego” cuando miles de estadounidenses quebraron sin que el Estado los auxilie. “Es inútil disimular la evidencia –admite–, los principales responsables de los infortunios económicos del país siguieron siendo fabulosamente ricos. Escaparon de todo procedimiento judicial porque las leyes vigentes consideraban que la desconcertante irresponsabilidad y deshonestidad de los consejos de administración o de las salas de los mercados eran menos punibles que el robo de un adolescente en un supermercado.” Pero, aun en este caso, alega que no tenía elección: los banqueros tenían a la economía como “rehén” y llevaban “cinturones con explosivos”. Igualmente, Obama admite que llegó a lamentar no haber sido “más osado los primeros meses” de su mandato. Es posible que esto explique la relativa audacia actual del hombre que fue su vicepresidente durante ocho años.
Años perdidos
La comparación entre ellos es aun más tentadora en el caso de la guerra en Afganistán. En 2009, Obama eligió conservar al secretario de Defensa de su predecesor, Robert Gates, “un republicano, un halcón, un adalid de las intervenciones internacionales”, porque… “sabía cómo funcionaba el Pentágono y dónde estaban las trampas en las que no había que caer”. Casi enseguida observaba que los jefes militares querían darle el brazo a torcer haciendo públicas sus preferencias respecto a Afganistán antes de que haya tomado una decisión. Exasperado, los convocó a la Casa Blanca, los llamó al orden, pero se inclinó ante sus recomendaciones ya que envió tropas adicionales. Si Joseph Biden se atiene a la decisión que acaba de anunciar, será necesario esperar al 11 de septiembre próximo para que ninguna tropa se encuentre ya in situ. Doce años perdidos.
Un libro anterior de Obama, publicado en 2006, se titulaba La audacia de la esperanza (2). Éste esbozaba un horizonte menos entusiasta pero más conforme con lo que fue su presidencia: “¿Sirve describir al mundo tal como debería ser cuando los esfuerzos desplegados para que esto suceda están destinados a no ser suficientes?”.
1. Barack Obama, Una tierra prometida, Debate, 2020.
2. Barack Obama, La audacia de la esperanza, Debolsillo, 2018.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Micaela Houston