I
Yinzi había ido simplemente a comprar unas cervezas. A su regreso, con tanta certeza como si las botellas que tenía en la mano hubiesen explotado sin ruido, el universo se había derrumbado. La tienda, una casucha blanca de tres cuerpos al final de la calle que bordea el río, vendía cigarrillos, bebidas, caramelos, galletas y una variedad bastante tentadora de esos snacks que se comen para hacer bajar el alcohol. Ahí también se encontraban los elementos de cocina y las camas del dueño y su familia. Según Jinbang, el amigo gracias al cual había conseguido el trabajo, el agua que corría brillante y límpida a sus pies era la que bebían todos los pequineses, incluidos los dirigentes del Estado.
Con las botellas en la mano, desde la orilla, se tomó un tiempo para admirar la capital, río abajo. Los vidrios de su bosque de rascacielos brillaban a tal punto que resultaba enceguecedor, parecía un incendio forestal. Fue mientras contemplaba sus llamaradas cuando ocurrió. Era marzo, la temporada en que los sauces de las riberas susurran su dulzura primaveral. El sol nimbaba sus hojas de un fino y cándido color verde. Llegados en auto, en parejas, los habitantes de la ciudad se sentaban al borde del agua. Había en particular una estudiante de secundario, de unos 17 o 18 años que, sentada sobre un hombre bien entrado en la cuarentena, lo cubría con los besos que una niña mimosa le habría prodigado a su padre. Sí, era primavera: todos hablaban de amor y se hacían la corte. Después del cruel invierno, la ciudad despertaba y de ella emanaba una suave luz, el deseo de un renacer.
Vigilando con el rabillo del ojo los jugueteos de la pareja, estaba admirando los edificios de Pekín cuando, bajo sus pies, y con un ruido sordo, la tierra tembló. Inmediatamente, giró la cabeza y observó que el agua, que corría calma, se había inclinado ligeramente, un poco como dentro de un balde, cuando lo desplazamos. En la orilla, los enamorados desarmaron su abrazo y miraron, estupefactos. Luego, seguros de que no era nada importante, retomaron sus besos; las manos que habían cesado de acariciar retomaron donde habían quedado.
El mundo había vuelto a parecerse a sí mismo.
Nada en el suburbio había cambiado.
El ruido húmedo de los besos le hacía pensar en una mano tratando de pellizcar un globo. De algún modo, esto le provocaba una comezón, un picor en todo el cuerpo. La sensación de que se había producido un accidente lo había atravesado, a pesar de todo, como el viento que se cuela por la grieta de un muro. A toda velocidad, había girado la cabeza, atravesado con la mirada los pocos cientos de metros que lo separaban de la obra y observado que, arriba del edificio que acababan de terminar, se levantaban un humo y un polvo de un color amarillo grisáceo. Por un instante, antes de disiparse, la nube se inmovilizó en el aire; por un instante, Yinzi se estremeció, luego recuperó la calma. Nada grave, probablemente se había desplomado una pila de ladrillos.
Debería de haber visto, pero el instante había pasado.
Sin apurarse, atravesó el campo de trigo y se deslizó por un agujero del alambrado. Al cabo de unos metros, se detuvo, estupefacto. No era una pila de ladrillos. Era el andamio, y dos pisos de paredes. En el lugar no quedaba nadie, salvo unos charcos de sangre que impregnaban el aire con su olor tibio y fresco. El camión que transportaba a los heridos rodaba hacia la puerta sur. Algunas personas lo perseguían corriendo, otras las empujaban en cuanto estas intentaban subirse, cubriéndolas de insultos.
Por más que trataban de gritar más fuerte que el camión, el ruido del motor ahogaba sus voces.
Bajo el cráneo de Yinzi, algo tronó, brotó una bruma de sangre. Cuando logró salir del estupor que lo petrificaba, con toda la velocidad de sus piernas, corrió al lugar del accidente: debajo del inmenso montículo de escombros, ladrillos y bolsas de cemento teñidas de rojo, quedaba un brazo, que había sido olvidado. Sobre el suelo manchado se recortaba, púrpura, una mano a la que la sangre había dejado de alimentar. Sin embargo, en la muñeca semienterrada, las venas aún latían. Y los dedos se crispaban, lentamente, pero con fuerza, en un gesto que parecía estarle destinado. Como si intentaran, con sus últimas fuerzas, hacerle una seña.
Conmocionado por verlos aún con vida, todavía moviéndose, tuvo la impresión de que iban a fallarle las piernas y las botellas que llevaba se le cayeron. Se rompieron, la cerveza se derramó sobre el charco de sangre. Como sobre una alfombra roja, eclosionaron flores, pétalos de espuma escarlata junto a los cuales se quedó paralizado. El líquido tuvo que alcanzar sus pies para que lentamente su cerebro volviera a ponerse en funcionamiento y para que se decidiera a galopar hacia el sur para informar a la gente del camión que se habían olvidado un brazo. El vehículo había cruzado la puerta, Yinzi se encontró solo con el silencio y ese gran vacío del mediodía, extenso y tranquilo.
II
No pegó un ojo en toda la noche.
Volvía a ver una y otra vez el brazo olvidado debajo de la pared derrumbada y esos dedos, que se movían como llamándolo. ¿A quién pertenecían? Habían quedado ahí abandonados, su dueño era ahora manco, un inválido. Si tan solo, a pesar del pánico, el horror y el caos que se había generado, lo hubiesen descubierto a tiempo… Pero no. Nadie lo había visto, nadie se había dado cuenta de su presencia. Ese miembro ensangrentado lo atormentaba. Sobre todo porque le parecía haber visto, en el dedo mayor, un anillo. Y había recordado que Jinbang llevaba uno, de cobre dorado. Al caer la noche, lo habían informado de la llegada de los heridos al hospital. Uno de ellos, sin embargo, en un estado tan grave que su sangre había inundado el remolque. Pintado de rojo la camilla. Inundado las baldosas de la sala de emergencias.
El edificio que estaban construyendo estaba destinado a alojar a los empleados de una administración. Ellos, hospedados en unas casetas, estaban forzados a amontonarse en la cama común. Como Jinbang era uno de los heridos, el lugar al lado de Yinzi estaba vacío. Y, quién sabe por qué, el otro vecino no se había acercado. Como si lo evitara, se había quedado pegado contra los demás, mirando hacia el otro lado. Yinzi, pues, habría podido dormir como en pleno campo. Sin embargo, le resultaba imposible. Ese brazo roto y olvidado, la mano en el extremo de ese brazo y el anillo en su dedo lo obnubilaban. Y es que Jinbang, para darse aires de elegante, ostentaba ese anillo dorado en invierno como en verano. Después de haber observado la partida del camión, Yinzi había ido a buscar un diario viejo y había sido al cubrir el brazo cuando le había parecido ver un anillo. Tenía que asegurarse. Se levantó y volvió a la obra, donde, con la luz de un encendedor, lo encontró, impávido, bajo su manto de papel. Sí, el anillo de cobre estaba ahí, en el dedo mayor. Se le heló el corazón, y bajo el shock, casi tuvo que sentarse en medio de los ladrillos.
Ahora estaba seguro, el brazo pertenecía a Jinbang.
Pero una cosa estaba clara: nunca más colgaría de su hombro. Brotando de la tierra, un remolino de aire frío se infiltró por la planta de sus pies y trepó por sus piernas y su busto… Una borrasca lo había invadido, hasta el cuello, hasta la punta del cráneo, donde la piel empezó a picarle.
No tenía miedo, tenía frío.
Frente a él, abandonado, el brazo de Jinbang.
Tras un instante de estupor, volvió a buscar una bolsa de papel limpia, de esas donde ponían el cemento, para embalar el miembro, y fue a llevarlo a un bosquecillo apartado, donde lo cubrió prolijamente con ramas. Todo ese tiempo, la obra permaneció tan silenciosa como un cementerio. A su regreso, Yinzi no sabía cómo había podido hacerlo. No es que hubiese sentido asco, pero había realizado cada gesto mirando para otro lado, sosteniendo la cosa con el brazo extendido, un poco como en su infancia, cuando en invierno jugaba a cruzar las calles con una candela de hielo. Sin embargo, una vez de regreso en el dormitorio y la cama común, seguía sin poder conciliar el sueño, le resultaba imposible olvidar que Jinbang era ahora manco, que iría con una manga vacía, por siempre ondulante.
Y pensar que el día anterior, cuando aún se movía, había corrido atrás del camión gritando para avisarles… Pero estaba demasiado lejos, los obreros reunidos bajo el pórtico lo habían mirado como si estuviera loco. Entonces, había esperado a que se encaminaran en silencio al comedor para acercarse al hombre: “Habría que llevar ese brazo al hospital…”. El otro le había arrojado una mirada: “Harías mejor en ir a cenar”. No se había vuelto a hablar del tema, y ahora que estaba muerto, ya no tenía ningún interés.
Sin embargo, pertenecía a Jinbang. Durante toda la noche, este habitó sus pensamientos. Era porque había echado raíces y se expandía ahí que no había logrado pegar un ojo. Por la mañana, cuando se levantó, la cabeza le pesaba como un bloque de piedra sobre los hombros. El hombre llamó para que pasaran a la mesa y les advirtió que después tendrían que retomar el trabajo. Luego salió. Pero un minuto después estaba de regreso y llamaba aparte a Yinzi:
–¿Recogiste el brazo ese?
Lleno de esperanza, Yinzi asintió con la cabeza.
–Está bien. No sería bueno que perturbara a los demás.
Los obreros comieron. Y volvieron a la obra como si hubiesen olvidado todo. Como si nada hubiese pasado. Conformándose con hacer desaparecer la sangre bajo algunas paladas de arena que luego pisotearon una y otra vez mientras traían cemento y reconstruían el andamio. El torno elevador crujía como un rechinar de dientes en los oídos de Yinzi, pero volvió a agarrar la carretilla para transportar los ladrillos del depósito hasta la obra. Cinco bolsas por viaje, es decir, quinientas libras que empujar a lo largo de unos pocos cientos de metros. Cuando pasaba por el lugar donde la arena escondía la sangre, daba un rodeo.
Sin embargo, a fuerza de pasar una y otra vez por ahí, los otros ya habían dejado huellas que en algunos casos tenían varias pulgadas de profundidad. Un peón al que se le había volcado la carretilla levantó, al recoger su contenido, un poco de la arena manchada de sangre que fue arrojada a la hormigonera y usada para revestir el muro. Yinzi casi le hace un comentario y después, quién sabe por qué, se quedó mirándolo. Tenía la sensación de que, dijera lo que dijera, nada sería adecuado.
¿Por qué? No lo sabía.
Por suerte, había escondido el brazo en el bosque la noche anterior. En realidad, solo se trataba de un vivero, con álamos que tenían troncos como brazos que estallaban de blancura y una vegetación de la que emanaba un agradable perfume primaveral. Cada vez que pasaba por delante, le echaba una mirada. Bajo las ramas, el papel madera de la bolsa había adquirido el rojo agrisado de la piel humana. Unos viajes, luego algunos más, el mediodía y la hora de almorzar se acercaban. De pronto el hombre del día anterior, que había ido al hospital, se le acercó para anunciarle en voz baja:
–Jinbang ha muerto. Había perdido demasiada sangre.
Yinzi se quedó ahí parado, incapaz de despegar su mirada de la pila de ramas frondosas, con un blanco en la cabeza donde no subsistía otra cosa que el brazo negruzco y violáceo. Atontado, clavó largamente la mirada en el vacío antes de volver al dormitorio. Ahí, otros –pero ¿quién de los que lo habían precedido?– habían abierto el equipaje de Jinbang. Una valija de cuero al último grito de la moda, con caracteres extranjeros impresos. Su ropa elegante, que se ponía en cuanto salía del trabajo para ir a mirar vidrieras o visitar a su familia, había desaparecido, así como sus zapatos impecablemente lustrados. En cuanto al resto, si faltaba otra cosa, dinero, no tenía la más mínima idea. Las prendas viejas, los calzones y las medias, tirados sobre la cama la habían convertido en una pila de basura. Como quien no quiere la cosa, la gente entraba, buscaba su bol y salía en dirección al comedor.
Yinzi se quedó un momento frente a la cama. El sol del mediodía, que a través de la puerta le caía sobre la cabeza y el hombro, proyectaba su sombra en el lugar exacto donde Jinbang ponía los pies cuando dormía. Una vez más, se quedó pasmado, luego, cuando todos abandonaron el lugar, volvió la cabeza hacia el comedor. Los golpes contra los boles hacían una música.
III
“Quiero ir al hospital a verlo por última vez.”
“¡Déjenme pasar la noche con él en la morgue!”
“No puedo perderme la cremación. Éramos del mismo pueblo y él fue quien me hizo venir aquí. ¡Si antes de ayer no me hubiese mandado a comprar cervezas, tal vez el que habría quedado aplastado y perdido el brazo hubiera sido yo!”
Pero sin entender por qué, las cosas pasaron rápido, tan rápido como los autos en la autopista que bordea la obra. Tres días después, Jinbang era cremado y las cenizas enviadas a su familia en Henán. Sin embargo, el día de la cremación –o sea ayer–, Yinzi fue a ver al hombre: “Queda un brazo”, le dijo. Como el otro lo miraba con un aire extraño, insistió: “¡Es realmente su brazo! Si van a incinerarlo, mejor que esté entero.” Los ojos que lo miraban habían cambiado, leyó en ellos animosidad, algo que le significaba que era un cretino, incapaz de apreciar los favores que le hacían. En ese momento, al pie del andamio, mientras que a su alrededor reinaba un silencio confuso, había tomado la decisión.
Era una decisión difícil, tan pesada como si hubiese tenido que realizar un conciliábulo secreto. Luego no habló más. Trabajaba, comía y cuando pasaba frente al bosque no miraba más en su dirección. Solo cuando nadie prestaba atención se arriesgaba a echar un vistazo furtivo. En primavera, la naturaleza cambia a toda velocidad: tres días atrás, el vivero aún no era más que troncos blancos, erguidos, cuyas escasas ramas, frágiles y delicadas, se teñían de un jade pálido puntuado por minúsculos brotes amarillo suave. Ahora, todo era de un verde profundo, con ramas cubiertas de hojas y amentos que desbordaban de luminosa ternura. Incluso aquellas que había roto para esconder el brazo lo habían ahogado bajo sus brotes nacientes.
En su corazón también era primavera. Su resolución había germinado y crecía. Ya no rumiaba más esa historia del edificio derrumbado y el brazo olvidado. Como si nada hubiese pasado, transportaba los ladrillos, ponía toda su energía en amontonar la arena y se deslomaba debajo del andamio. Para dar la sensación de que era un pajarito simple y feliz, a veces incluso canturreaba. El hombre había observado su esfuerzo y, de vez en cuando, cuando se cruzaba con él, le daba un golpecito en el hombro. O, cuando la jornada había terminado, le acariciaba afectuosamente el cabello. Dos días después, Yinzi fue a buscarlo y, fingiendo que se lo cruzaba por casualidad, como si nada, pasó frente a él con una sonrisa y luego volvió sobre sus pasos como si acabara de recordar algo:
–Quisiera ir a comprarme un traje al pueblo, ¿podría adelantarme el dinero?
–¿Con 100 yuanes te alcanza?
–¿No podría darme 200? Me gustaría comprar algo bueno, algo que esté a la moda.
Con el dinero en el bolsillo, en medio de la noche, Yinzi se eclipsó. Cuando los otros estuvieron profundamente dormidos, agarró su bolso y se escapó al bosquecito. Ahí, envolvió el brazo –así como también un poco de tierra y hojas– en un gran trozo de plástico, luego en varias bolsas, cerró todo herméticamente y lo colocó en el fondo de su bolso. Después, echó un vistazo hacia la izquierda, un vistazo hacia la derecha, y abandonó en lugar. Bordeando el canal de agua potable, caminó hasta la capital. Antes de armar su paquete, cuando había limpiado el brazo de las ramas que lo ocultaban, había tenido la intención de examinarlo. Pero en el instante en el que se había inclinado sobre él, un olor lo había detenido. Tal vez era el del brazo en descomposición, o el del papel podrido de su envoltorio, incluso el de las hierbas secas del invierno cuando se impregnan de la humedad de las noches de primavera. De cualquier modo, se había elevado en el aire frío del ambiente una pestilencia que lo había shockeado y se había apresurado a embalarlo.
IV
Dos días después, todo su dinero había desaparecido en gastos de viaje, pero estaba en su pueblo, en el oeste de Henán. Preocupado por la idea de que los guardas pudieran descubrir lo que transportaba, no había tomado el tren, sino el autobús, y había cambiado de vehículo tres veces.
Era justo mediodía cuando llegó al pueblo. El sol era de un rojo dorado y, en su calor, daba la impresión de que las montañas, los campos y las casas se cocían a fuego lento. Esto era al sur de Pekín, y la primavera se había instalado con bombos y platillos. Unos tras otros, las sóforas, los olmos, los albaricoqueros y los durazneros habían florecido, invadiendo las calles con el perfume de sus flores. Apenas penetró, percibió un alboroto. En alguna casa celebraban algo. En una curva, efectivamente, se topó con unas veinte mesas instaladas en la zona oeste del pueblo y cubiertas de pollos grillados, pescados cocidos al vapor, alcohol y cigarrillos. De ellas emanaba un aroma a carne y la fragancia, igual de fuerte, del aguardiente que corría como un humor colérico. Aparentemente, los padres de Jinbang eran los anfitriones y, suponiendo la razón del ágape, Yinzi dudó un instante antes de ir de un paso vivo a participar de los festejos.
En cuanto lo vieron, llovieron las exclamaciones:
–¡Yinzi! ¿Has vuelto?
–¿Jinbang murió y tú regresas con nosotros?
–¡Deja tu bolso y ven a tomar una copa! Acabamos de enterrarlo. Su familia quería agradecer al pueblo.
Así pues, las cenizas se le habían adelantado y ya estaban enterradas. Con la sensación de haberse perdido algo, de haber llegado demasiado tarde, un instante más, dudó. Después, mezclándose con la multitud, pasando entre las miradas y las mesas, sin soltar su bolso, fue directo a la casa de Jinbang. Gracias al difunto, la casa había sido la primera del pueblo en tener dos pisos. En el patio, para la recepción, la gente iba y venía en todas las direcciones. Cuando, con cierta agresividad, llegó a pararse frente a la puerta, mezclada a la sorpresa, pudo olfatear una sospecha de animosidad. Todos debían suponer lo que les traía y pensar que habría podido elegir otro momento. Las miradas clavadas en él le resultaban extremadamente duras, esas personas lo empujaban afuera con los ojos. Fue directo al salón. En fila, el padre, los hermanos y las cuñadas lo siguieron. Cerraron la puerta detrás de sí y formaron un círculo a su alrededor. Lo miraban fijamente, de reojo echaban vistazos al viejo bolso y se preguntaban qué tenía para decirles y qué había traído de Pekín.
“¿Ya enterraron a Jinbang? Uno de sus brazos no fue cremado.”
“Él me consiguió la oportunidad en Pekín, era lo mínimo que podía hacer.”
“Por supuesto, puede ser caro, pero no hay que fijarse en el gasto, su brazo debe ser enterrado con él.”
Ninguno de ellos tenía ganas de volver a abrir la tumba. Una sepultura tan fresca, sería de mal augurio. Y ni hablar del incordio de forzar el ataúd, además estarían obligados a invitar de nuevo al pueblo, qué despilfarro. Yinzi, le dijeron, con toda esta gente dándose un banquete, no es momento. Deshazte en algún lado de tu bolso y del brazo, verifiquemos primero que efectivamente sea el suyo y volveremos a hablar en otro momento. Imagínate si lo inhumáramos con él y allá se encontrara teniendo tres. ¿No crees que se enojaría con nosotros? Yinzi salió de ahí sombrío, balanceando el bolso como un paquete de cereales húmedos que no nos podemos decidir ni a tirar ni a consumir. De pronto, sintió hambre, estaba agotado, cuánto le habría gustado instalarse en una de esas largas mesas, comer algo y descansar. El sol, que se trasladaba al oeste, era tan fuerte que estaba empapado de sudor, agobiado. Los demás estaban entretenidos en sus ocupaciones, en pequeños grupos comían, tomaban y bromeaban. Los gritos de los jugadores de morra (1) retumbaban como truenos. Los niños, con un bol o una pata de pollo en la mano, se escabullían entre las mesas y las piernas de los adultos como pájaros en un bosque de árboles enanos.
Durante un momento, en medio del alboroto, se detuvo en la era. Luego decidió ir él mismo a enterrar el brazo. Después de pedir prestada una pala, se dirigió al cementerio, detrás del pueblo. No estaba muy lejos, medio li (2) más adelante encontró la tumba: un montículo amarillo rodeado de coronas de flores blancas que no habían terminado de consumirse. Rodeado de huellas de pasos y brotes de trigo pisoteados, de envoltorios de petardos y cenizas de incienso. Encima de las sepulturas volaban cuervos. El campo estaba desierto, pero en las alturas, en la ladera de la colina, un pastor vigilaba a las bolas de algodón blanco que parecían sus ovejas. El pueblo, sus clamores alcoholizados y sus juegos se volvían inciertos, irreales incluso.
Después de apoyar el bolso cerca del montículo de tierra fresca, miró hacia el cielo: era un día transparente al que se podría haber encontrado un parecido, por su limpidez, con los vidrios de Pekín que resplandecían al sol. Su fuerte luz enceguecía, tan vivaz que parecía una multitud de tubos de vidrio alineados, apretados unos junto a otros en el aire. Le dieron ganas de abrir el bolso para ver qué había pasado con el brazo. Cuando lo había embalado, le había parecido sentir un olor a descomposición. Ahora que habían pasado dos días y que la temperatura había subido, era posible que apestara a carroña, que emanara un terrible olor a podredumbre que asaltaría su nariz, e incluso que el anillo de cobre se deslizara de la carne putrefacta. Yinzi reflexionó, vaciló. Al final, retiró la ropa que lo envolvía y, efectivamente, lo invadieron fuertes emanaciones. Pero no olían a podrido, más bien le hacían pensar en la hierba y el sol. Lo sacó de sus envoltorios de plástico. Por primera vez, como si fuera un tesoro, iba a examinarlo concienzudamente. Era pleno día, no se le ocurrió la posibilidad de tener miedo. Solo debía tener cuidado de que no se le cayera y de posarlo delicadamente. Uno por uno, retiró los cordeles, los envoltorios, y cuando llegó al plástico, se quedó un momento perplejo.
Dentro del rollo, el calor de la primavera había hecho germinar un pequeño álamo. Un brote grueso como un palito, con una tierna corteza gris pálido ornada con algunas hojas de un amarillo luminoso que despedía un perfume vegetal. El brazo no era más un brazo, sino un mantillo fértil y generoso.
Tras un instante de reflexión, plantó el esqueje delante de la tumba.
La noche se instaló, la luna se levantó y el pueblo se durmió. En la casa de Jinbang, también, volvió poco a poco la calma. Pero cuando reinó el silencio, un miembro de su familia fue a pedirle a Yinzi que saliera, que tenía que hablar con él. ¿Venía a reclamar el brazo, seguramente? No. La muerte de Jinbang les había aportado mucho dinero, el doble de lo que ellos exigían. Sin embargo, luego de repartirlo entre los miembros de la familia, no representaba gran cosa. Entonces se había acordado del anillo que usaba en el dedo. Por supuesto, seguramente no se trataba más que de cobre o enchapado. Pero bueno, en suma, si el brazo que había traído era el izquierdo, tenía que devolvérselo; aunque no sea de oro, un anillo es un anillo.
Entre Yinzi, en el umbral, y su interlocutor, la luna se derramó con un susurro. El otro lo miraba fijamente. Le confirmó que sí, tenía un anillo. Pero que ahora estaba en la tumba, seguramente descompuesto y convertido en un pequeño árbol.
El hombre se alejó. Yinzi cerró la puerta y fue a acostarse.
1 Juego muy antiguo en el que los jugadores extienden la mano al mismo tiempo mostrando uno o varios dedos y tratan de acertar el número de dedos mostrados.
2 Un Li es igual a aproximadamente quinientos de metros.