Una apología a la negatividad del amor

por Jair Villano*

I

La película Her (2013) aparenta situarse en un futuro, pero en realidad nos habla del imperativo técnico-científico del presente. La máquina suple los vaivenes, las dubitaciones, los conflictos, los silencios, los dolores y las melancolías que comprenden el otro. El dispositivo opera como el mecanismo que provee confort. Así, el amor transmuta de poiesis, incerteza y magia inútil a simple, seguro y eficaz producto.


Es difícil definir el amor. Las palabras, aunque acarician el consuelo, jamás están a la altura, o superan el sentir del amador. Aventurarse a una etimología tampoco es suficiente: el sujeto amoroso está convencido de que su narrativa es neonata, la simbiosis constante, las intensidades sensitivas, la dialéctica que se recuesta sobre el hechizo redefine la vida y el mundo; de suerte que lo común deviene distinto, y acaso lo distinto maravilloso.


No nos pondremos de acuerdo en las acepciones del amor. La poeta dice: “Esta palabra no es suficiente pero tendrá que bastarnos/ Es una sola/ vocal en este silencio/ metálico” (1). Pero en cambio es conveniente sugerir una oposición a la forma en que el amor opera en la cultura del nihilismo pasivo (2). El amor no en tanto esencia, sino en tanto decadencia. O mejor: el amor como otra operación de mercadeo y consumo.


Las formas de dominación ejercidas en el ámbito político y social por parte de los dispositivos del neoliberalismo son las culpables de la fragilidad que agobia y arredra al individuo moderno. Las relaciones sentimentales deben proveer acciones y sensaciones de comodidad, según el imperativo conductual.

Hoy más que nunca somos víctimas del idealismo amoroso. Deseamos la inmediatez del efecto amor, y no la calma de su búsqueda; depositamos en el otro esperanzas ajenas al sin sentido que nos carcome; el narcisismo fomentado por el régimen actual nos previene de los fragores que invaden las personalidades del otro en tanto otro, como complejidad reflejada en existencia, y no como mercancía de consumo sentimental.


La negatividad del amor en su expresión y despliegue es síntoma de la estructural dominación a través del imperativo optimista. Según este paradigma, hay que huirle al dolor: el amor, como idealismo, no debe doler, pero duele, y por eso su pena se intensifica. Zaratustra es elocuente: “¿Habeís dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh amigos míos, entonces dijisteis sí también a todo dolor. Todas las cosas están encadenadas, trabadas, enamoradas” (3).


El enquistamiento de este paradigma de modelo existencial explica la sospecha y el reproche que genera el doliente amoroso. En el siglo pasado Freud ya hablaba de una desestimación del duelo: “A pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo” (4).


El sufriente no genera gratitud, sino reproches. Sufrir por amor en una cultura que aparenta ser libre y a la que se le ha enquistado que todo es posible (#puedestodo) es innecesario: es ridículo y estorboso. Así, el sufriente es un débil.


La debilidad que genera la crisis, tan presente en la obra de Nietzsche, es denostada. Se evita su aceptación. Más aún: su diálogo, su búsqueda, las incógnitas y reflexiones que genera su consumación. La venganza de la que hablaba Zaratustra, en tanto superación del yo y el yo que surge de las cenizas, queda anulada. El placer del displacer desaparece: “El dolor es también placer, la maldición es también bendición, la noche es también sol, –idos o aprenderís: un sabio también es un necio” (5).


El pesimismo de la fuerza es posterior al pesimismo de la debilidad. Nietzsche empieza tomando a Schopenauer como maestro. Y luego, tras encontrar un exceso de esterilidad en su fatalidad, decide interpelarlo. De forma que para la elaboración del nihilismo de la fuerza ha tenido que transitar por un pesimismo lábil.
¿Qué ocurre, entonces, cuando se impide la marcha fervorosa y vehemente de la debilidad (del dolor, de la angustia, de la crisis)? ¿Qué pasa cuando se obstaculiza la sospecha por el eterno retorno de lo mismo?


Ocurre que hoy deseamos el confort del amor, no el amor. En “Her” el enamorado es escuchado y entendido, pero él no escucha ni entiende. Hablamos de un sujeto ensimismado y narciso, cuya atención es para y sobre sí mismo.


Los cuerpos que busca el protagonista no son explorados, anhelados e interpretados, se reducen a un objeto de consumo. En “Her”, como en la vida actual, el sexo es un actividad de consumo, no de Erotismo. No se acude al otro en tanto otro, sino al cuerpo del otro en tanto necesidad de saciar un placer. Se cancela el reconocimiento de su ser. Por eso resulta más cómodo acudir a un sistema operativo, pues este, a diferencia del humano, carece de perplejidad, olor, respiración, sudor; el sistema operativo se somete a los deseos de su cliente.

Octavio Paz dice:

“El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a una alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo –sin forma visible que entra por los sentidos– no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo. A la persona entera” (6).

El cuerpo, más allá de ser un consumo, es una exploración. Barthes propone un arte de conocerlo:

“A veces una idea se apodera de mí: me pongo a escrutar largamente el cuerpo amado (como el narrador ante el sueño de Albertine). Escrutar quiere decir explorar: exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo). Esta operación se realiza de una manera fría y asombrada; estoy calmo, atento, como si me encontrara ante un insecto extraño del que bruscamente ya no tengo miedo” (7).

Así, desconocer el átopos del otro es renunciar a su esencia, y a la peligrosidad esencial del amor, esto es, a la belleza inequívoca de su carácter ambulatorio: de emociones que nacen y desaparecen, de nadas que se erigen en todos, y todos que desembocan en nadas. A la expresión prístina que perturba aspiraciones emocionales, que desmantela y arrebata afirmaciones, que renueva con su aroma el trasegar más ordinario, y reviste de divinidad el paisaje más anodino.


II


En el amor podemos presenciar la sombra de un eterno retorno: algo, que supera ese algo, pero algo que surge, fenece; y se repite. El sufrimiento desembarazado de las frustraciones abre la posibilidad de la experiencia; el sujeto amoroso del siglo XXI al idealizar el amor como confort se priva, así, de la posibilidad de la experiencia.
La experiencia, huelga decirlo, duele. El eterno retorno nietzscheano, como explica Heidegger, es: “vida-sufrimiento-círculo” (8).

En un magnífico ensayo Gurméndez explica la relación entre amor y pensamiento, y propone ideas como esta:

“El que ama necesita, exige conocer al otro, no compadecerle. Pero el conocimiento tampoco es amor, si el conocer es distante, racional y objetivo. El verdadero conocimiento lleva implícita una pasión dolorosa por saber del otro, una necesidad de aproximarse entre zarzas quemantes, hasta llegar a tocar el corazón de su realidad. Entonces se alcanza la sabiduría amorosa, el saber de amor, cima de este proceso. Pero una vez conseguida la verdad del otro ser, el amor no termina en el conocimiento, sino que comienza su verdadera historia porque ya no sólo es pensar y conocer” (9).

Puesto que se evita el saber del otro –ese dolor necesario–, el ensimismamiento del individuo se intensifica más, el narcisismo acentúa y forja convicciones y prevenciones amparadas en la fatalidad del pasado.


Ciertamente, el atenuante que podría explicar el anhelo del confort amoroso es la devastación sentimental de una frustrada relación. Es decir, es el temor a repetir el averno –la aniquilación del yo que se constituyó en estado de enamoramiento–, lo que obsta la posibilidad de un nuevo nacimiento.

III

Freud contempla el insomnio como síntoma del duelo, pero no atisba que gracias a su ensañamiento hoy las industrias farmacéuticas ofrecen paliativos para padecimientos cuya estribación es metafísica. El dolor de César Vallejo sirve de ejemplo:

“Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente” (10).

Es un dolor al que la cultura del remedio y el optimismo le priva su expresión y narrativa. No tiene tratamiento. A las farmacéuticas no les interesa deparar su naturaleza, su etiología, su metafísica. La industria promete un “efectivo alivio del dolor”.


Con este dolor pasa lo mismo que con el desamor: al carecer de interacción social, y de eficaz solución, se desconsideran las expresiones temperamentales que pueden suscitar en los dolientes. Un sujeto que padece estas adversidades es un enfermo sin el “rápido alivio del dolor” que garantizan las transnacionales químicas. Paradójicamente, el insomnio generado por sufrimientos sin explicaciones, y por el duelo contemplado por Freud, enriquece a las transnacionales del sueño.


La cultura de la positividad, que exige metas de crecimiento y éxito –y rechaza el fracaso–, fomenta individuos insomnes: seres que no descansan debido a un extensivo horario laboral, a una explotación voluntaria, o a la falta del instrumento que impide el alcance del paradigma material de existencia.


Pero sería injusto no señalar que sufrir por amor es una enfermedad demeritada por la cultura: se desestima su facultad de desquiciamiento y las ingeniosas formas para hacer terribles e insoportables el paso de los días; el enquistamiento machista contribuye en su infravaloración: el hombre víctima del patriarcado es despreciado, burlado y señalado como débil y perdedor. Así, el doliente amoroso deviene doblemente víctima: del amor, y de una cultura que lo rechaza y estigmatiza.


IV


Dado que somos la sociedad del optimismo y el triunfo, hoy el miedo al fracaso y la negatividad nos invade. Pero el amor es una pugna sentimental necesaria para la vitalidad de la existencia.


Una de las virtudes de la pena es su capacidad para generar pensamiento. Introspección del ser sufriente que se interroga por sus fallas y desaciertos, que dialoga a través del yo despojado con el yo, solitario y despoblado, que habita de nuevo y renueva su visión del mundo. Ráfagas de instantes que pertenecen a un pasado que para evocar es preciso meditar aspirando a la anulación subjetiva.


En literatura los casos son muchos. Acaso Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, ilustra de manera mirífica lo significativo que es el desamor ya no solo para el individuo, sino para el artista de las palabras.


Si bien en los siete volúmenes hay apreciaciones sobre el amor y la inseguridad amorosa, es en El tiempo recobrado donde Marcel logra saldar su deuda existencial, y por eso su meditación es honda y detallada, va de un aspecto a otro, de ahí logra disertar lo que implicó la relación con esa muchacha que lo enamora y lo decepciona: Albertine.

Dice Marcel:

“En toda obra de arte se puede reconocer a aquellos a los que el artista más ha odiado y, por desgracia, incluso a las que más ha amado. Estas últimas no han hecho más que posar para el escritor en el momento mismo en que, muy a pesar suyo, más le hacían sufrir. Cuando amaba a Albertine, me había dado perfecta cuenta de que ella no me amaba, y me había visto obligado a resignarme a que sólo me hiciera conocer lo que significa experimentar el dolor, el amor, e incluso, al principio, la felicidad” (11).

Sin la pena amorosa se pone en riesgo la expresión literaria. El artista necesita del sufrimiento de la decepción para dirigir y ponderar sus palabras en función de una estética de la existencia.


El confort del amor del siglo XXI reduce la introspección personal que necesitamos los individuos como individuos ajenos a nosotros mismos. A fin de cuentas, y a riesgo de proponer una definición, el amor es ser uno mismo con otro, en otro, a pesar de otro, y en armonía y colisión con otro. Es depositar y desalojar mucho de lo que se es en otro ser, acaso con algunas inclinaciones similares, pero sin duda distinto.


El amor, en definitiva, es mucho más que aquella liviandad técnico científica de la película de Spike Jonze. Es un enigma maravilloso y devastador del que Nietzsche escribiría: “Lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal” (12).


El amor, por fortuna, está por encima de cualquier prevención. Su aparición no es garantía de perduración, pero sí de manto y gravitación de la alegría que contagia los días con su aliento de agua infinita y su danza de colores. La certeza que asegura el fin de su marcha es necesaria: la negatividad inherente a su tropiezo suscita la interacción y el encuentro con la nada que, la cultura del ruido y la información, hoy tiene enmudecida.

1. Poema de Margaret Atwood.
2. Para ampliar esta idea sugiero leer “Algoritmos, big data e inteligencia artificial. ¿Un nihilismo anunciado”. En línea: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=8175082
3. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza editorial, 1993, p. 428.
4. En línea: https://usal-psicopatoinfanto.webnode.com.ar/_files/200000162-b8ac3b98dd/freud.%20Duelo%20y%20Melancolia.pdf
5. Nietzsche, op. cit.
6. Paz, Octavio, La llama doble, Seix Barral, Barcelona, 1994, p. 33.
7. Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso. Siglo Veintiuno Editores, Ciudad de México, 1993, p. 60.
8. Heidegger, Martin, Conferencias y artículos. Ediciones del Serbal, Barcelona, p. 92
9. Gurméndez, Carlos, Estudios sobre el amor, Editorial Anthropos, Barcelona, 1991, p. 118.
10. Vallejo, César, Poesía completa, Oveja Negra, Bogotá, 1993, p. 150.
11. Proust, Marcel, A la busca del tiempo perdido, Vol 3, Valdemar, Madrid, 2004, p. 780.
12. Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Alianza editorial, Madrid, 1985, p. 107.

*Escritor, crítico de literatura, docente universitario.

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