Una generación

 

La reciente muerte de Gabriel García Márquez retrotrae nuestra mirada a diversidad de temas, entre ellos memoria, violencia, impunidad, identidad, unos y otros retomados de manera reiterada por sus personajes a lo largo de su obra; pero también hacia una generación que en esta ocasión no está limitada por el hecho biológico.

 

No es para menos. Con el Premio Nobel deja de existir uno de los últimos exponentes de una generación de artistas e intelectuales, aquella que vivió el acrecentamiento de la violencia oficial en nuestro país, y que con decisión recreó, plasmó y denunció lo que percibía. Letras, plástica, teatro, y de manera tardía el cine, fueron los recursos utilizados para exponer sus ideas y prolongarle a la sociedad los dolores despertados por todo aquello que enlutaba a la mayoría.

 

Eran otros tiempos, cuando el artista, y en general todo intelectual de origen común –y unos pocos con ancestros acaudalados–, no dudaban de su compromiso social, sin miramientos, deseando una realidad distinta para el país que habitaban. Su acción estaba favorecida por los aires que recorrían el mundo, los que traían consigo esperanza y renovación con propuestas de ruptura en cada uno de los campos de las artes y de la acción política. Algunas de esas propuestas que rompían con lo heredado, provenientes en su mayoría de Europa, tuvieron recepción tardía entre nosotros: el monopolio de la cultura por parte de las élites, el poder de la Iglesia, la exclusión y la pobreza económica, así lo determinaron. No es extraño, por tanto, el tratamiento que recibiera la obra de algunos de ellos, e incluso los propios artistas, señalados, negados, maldecidos, torturados, obligados al exilio. Entre estos no puede pasar sin memoria el nombre de FelizaBursztyn, sometida a tortura, como fue norma en el gobierno de Turbay Ayala, obligada en 1981 al exilio –camino al que también llevaron a García Márquez, a quien ahora pretenden constituir en referente institucional–, para morir bajo profunda depresión a menos de un semestre de su salida forzada del país (1).

 

Las rupturas no fueron pocas; por ejemplo, al reivindicar el cuerpo y la mujer, hasta entonces totalmente negados, desconocidos, enclaustrados, bien por su supuesta inferioridad, bien por el supuesto pecado que cargaban. También rompían con el azul y el rojo, monopolio de los elementos legitimadores de una tradición republicana que centraba el poder en Bogotá y en unas cuantas familias. Pero también con la estética oficial, donde no cabía lo negro ni lo mestizo, así como común o popular (pequeño, obeso, informal, “mal hablado”, etcétera).

 

El tema inicial que rondará la obra de esta generación será el 9 de abril y sus ecos prolongados. Allí están, entre otros, García Márquez (La mala hora), Eduardo Caballero Calderón (El Cristo de espaldas, Siervo sin tierra), José Antonio Osorio Lizarazo (El día del odio), Manuel Zapata Olivella (Calle 10), Jorge Zalamea (El gran BurundúnBurundá ha muerto), Arturo Alape (Noche de pájaros, Las muertes de Tirofijo, Diario de un guerrillero, Guadalupe años sin cuenta –en coautoría con el Teatro La Candelaria, quien luego la lleva a escena). En la plástica también quedan testimonios: Alipio Jaramillo (9 de abril, Masacre, Autodefensas), Débora Arango (Masacre 9 de abril, La salida de Laureano), Pedro Nel Gómez (Le incendiaron el rancho), Alejandro Obregón (Masacre 10 de abril). Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara y Enrique Grau también fijarán su mirada sobre la violencia extendida desde aquella época.

 

En estos escritos hay testimonio, denuncia, pero también memoria, la que en obras como La casa grande (Álvaro Cepeda Samudio) y Cien años de Soledad (Gabriel García Márquez) centran su pluma en la Masacre de las Bananeras, suceso de profunda significación nacional que marca con todo esplendor la sumisión que la justicia tendría respecto del poder y éste con respecto a las multinacionales.

 

Desde la sociología también se retomará el suceso que partió en dos la historia nacional, y, con La Violenciaen Colombia, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Germán Guzmán marcarán con letra indeleble el inmenso crimen cometido sobre miles de familias campesinas por parte de la institucionalidad. Investigadores como Raúl Alameda y Luis Emiro Valencia también realizarán su aporte a la memoria y a la comprensión de la identidad nacional.

 

Aparecerán también otros temas que concitarán la atención de los artistas plásticos, como la protesta estudiantil, la cual motiva el testimonio de Édgar Negret (Monumento al estudiante), Ignacio Gómez Jaramillo (Colombia llora a un estudiante), Débora Arango (Huelga de estudiantes).

 

Esta generación de escritores, artistas plásticos, investigadores, dejará marca indeleble en el país. Muchos de ellos integraron la revista Mito, en la cual García Márquez publicó por primera vez. En esta generación también están inscritos Jorge Gaitán Durán (La revolución invisible) y Álvaro Mutis. Y en las ciencias sociales Estanislao Zuleta, Mario Arrubla, Jorge Villegas. En el cine quedan cintas de grata recordación como las de Julio Luzardo (El río de las tumbas) y el documental de Pepe y Carlos Sánchez sobre la resistencia de Marquetalia. En el teatro emergerán creadores como Enrique Buenaventura y Santiago García. Hasta aquí algunos de los nombres y obras de estas generación, la que logró que la memoria perdurara, pero como no se trata de escribir una genealogía nos excusarán por las omisiones quienes lean esta nota.

 

Caminos yuxtapuestos. Otra parte de la misma generación, situada en la orilla opuesta, en el poder, pugnó por lo contrario y hasta ahora logró distorsionar la raíz de cada uno de los hechos representados, esculpidos, pintados, recreados en las letras. Están relacionados en ella nombres como Carlos Lleras Restrepo, Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay Ayala, Belisario Betancur, Álvaro Gómez Hurtado, Misael Pastrana Borrero, con sus cohortes de ministros, secretarios, asesores y militares; la Iglesia, con sus cardenales y obispos, así como empresarios y terratenientes beneficiarios de las medidas tomadas en el alto gobierno.

 

Tenemos aquí toda una pléyade de apellidos enquistados y que, como oligarquía, impide que la sociedad haga el duelo necesario de sus muertos y desaparecidos, pero también de sus bienes y sueños, usurpados a fuerza de fusil. Una sociedad cargada de dolor que no logra que sus penas y sus rabias encuentren cauce, así como unas nuevas condiciones de vida, en dignidad. El luto es constante.

 

La impunidad y la historia manipulada logran desdibujar responsabilidades, por ejemplo, en sucesos cruciales para nuestra historia reciente como es el narcotráfico, tratado de manera manipuladora por los libretistas y productores de la televisión local (‘buenos’ y ‘malos’), lo que les permite exculpar al establecimiento de toda responsabilidad en el desangre prologando en el campo, y ahora en zonas suburbanas y urbanas, todo propiciado en sus más crudas y crueles manifestaciones por una política imperial que encuentra campo abonado por la ausencia en Colombia de un proyecto auténticamente propio. Esa historia, contada de esa manera a las nuevas generaciones nacionales, termina por desvirtuar la realidad y complejizar cualquier intento de reconciliación nacional.

 

De esa generación, autores intelectuales y materiales del inmenso desangre nacional, sin excepción, sus principales representantes han muerto en la tranquilidad de sus hogares, enterrados con honores. La impunidad es regla y pretenden extenderla en el tiempo.

 

Ahora, a propósito de los llamados diálogos de La Habana, ambas generaciones, a través del debate sobre el origen del conflicto, causas y propiciadores, se confrontan de nuevo. De parte del establecimiento, retomando una dinámica continental, se instituye el Centro de la Memoria. Un primer acercamiento a esta parte de la historia nacional, con prolongaciones hasta nuestro tiempo, pretende situar al Estado como víctima y no como victimario, intento de historia oficial desplegada con anterioridad por el Frente Nacional y del cual surge una falsa reconciliación que en nada contribuyó a saldar la deuda histórica del establecimiento con las víctimas. El dolor, el duelo, pervive en miles de hogares hasta nuestros días; y quienes acumularon riqueza a partir de su dolor prologan su impunidad. En sus brazas aún toma vida, alcanza algún grado de legitimidad o encuentra fortaleza l olencia que por varias décadas ha marcado el destino del país. ¿Si la violencia perdura en forma constante y los usufructuarios del poder y la riqueza son las mismas familias, acaso los dos fenómenos, su raíz, expresión y explicación encuentran acá luces? ¿Acaso los investigadores y académicos de las últimas décadas, al desconocer en sus publicaciones este entretejido, no contribuyen al florecimiento de una cultura del ocultamiento?

 

Para este debate, que durará años, donde las artimañas del poder florecerán desde lo jurídico, mediático, educativo, y un sinnúmero de otros mecanismos, la sociedad ofendida cuenta, entre otros, con el testimonio del arte, cuyo poder reside en el potencial de romper el monopolio de la verdad establecida –la del poder dominante– para definir lo que es real (2).

 

Una generación con dos caras. ¿Puede el establecimiento ser juez y parte, como pretenden con sus comisiones de verdad y memoria?, o ¿dónde están los sujetos de esta memoria que permitirá a la sociedad colombiana hacer duelo de un luto de más de 60 años, prolongado con nuevos dolores en el transcurso de estas décadas?

 

1   Con FelizaBursztyn no sólo castigaron su pensamiento rebelde y su condición de mujer sino asimismo su arte transgresor (unas esculturas móviles que representaban camas movidas al ritmo del acto sexual), con el cual escandalizó a una sociedad pacata.  Su muerte, sin duda, es otro crimen de Estado.

2   Marcuse, Herbert, enArte y violencia en Colombia desde 1948. Museo de Arte Moderno, Grupo Editorial Norma, 1999, p. 143.

 

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