El tema del funcionamiento de la Rama Judicial está siempre a la orden del día en Colombia. En la actual legislatura, heredada de la anterior, donde se discute un proyecto que la reforma –incluyendo 28 modificaciones de la Constitución Nacional– no es la excepción. El proyecto, pese a lo abultado de su exposición de motivos en el momento de ser presentado ante las altas cortes (270 páginas), es menor y adjetivo. De ser aprobada, no todo será igual; será peor.
El 13 de septiembre de 2010, en una extensa exposición de motivos (270 págs.), el Gobierno presentó ante las altas cortes el proyecto de acto legislativo reformatorio de la Justicia. El escrito cita como sustento argumentativo varias intervenciones del presidente Juan Manuel Santos, cuyos razones de mayor fuerza dialéctica indican que la reforma que pone a consideración de los altos dignatarios de la justicia no es una reforma improvisada, que es el fruto de meses, de años de trabajo, de observación, de consultas, en la que se reúne la inteligencia de magistrados, ex magistrados, juristas, académicos y ONG, quienes a la vez realizaron múltiples consultas entre la comunidad y la academia y otros sectores. Y agrega dos poderosos antecedentes más: que en ese proyecto se halla contenida la propuesta jurídica de la campaña de él –de Juan Manuel Santos– y la de Germán Vargas Lleras, como candidatos presidenciales. Es decir, hasta aquí estaría el sumun de la inteligencia humana para hacerles justicia a los colombianos.
Sin embargo, los argumentos de la exposición de motivos continúan, y en su introducción señala que “el buen funcionamiento de la justicia es fundamental para la legitimidad y supervivencia del Estado”. Y, agrega: “La justicia, en cualquier sociedad, debe garantizar la solución pacífica de las controversias que en ella surgen y, al mismo tiempo, convertirse en garante real de los derechos de los individuos. Cuando el sistema judicial opera en forma correcta, no sólo se promueve el desarrollo y la competitividad sino que se disfrutan las garantías vitales necesarias para la convivencia” (1).
Al proyecto presentado por el Gobierno es preciso adicionar el que por su cuenta presentó a las cámaras legislativas el Consejo de Estado. Con esos antecedentes, los dos proyectos iniciaron sus trámites en el período legislativo que se abrió el 20 de julio del año pasado.
No es la gran reforma que el país necesita
No desconocemos ese inmenso trabajo. Es más, nos preguntamos: ¿Cuántas horas-hombre se gastaron para redactar sólo la exposición de motivos? Y agregamos otra pregunta: ¿La misma cantidad de horas de trabajo, o más, que se gastaron en redactar la exposición de motivos fueron utilizadas para imaginar, pensar y crear el proyecto de reforma que el Gobierno presentó al Congreso? Nos hacemos esas preguntas porque, transcurridos 20 años de la expedición de la última Constitución Política, como resultado del consenso de casi todos los sectores de la sociedad colombiana, y después de haber sido roto el equilibrio establecido por el constituyente de 1991, mediante el acto legislativo número 02 de 2004, que estableció la reelección inmediata del entonces presidente Uribe, lo procedente hubiera sido revisar toda la estructura del Estado y redefinir las grandes magistraturas. Pese a ese trabajo descomunal, de que nos da cuenta la exposición de motivos, conviene reconocer que esta reforma no es de gran calado, de grandes dimensiones, sino una reforma menor y adjetiva.
Además de los múltiples aspectos descriptivos, tres conceptos sobresalen en la exposición de motivos: legitimidad del Estado, supervivencia del mismo, y desarrollo de la sociedad. Desgraciadamente, hay que decirlo sin ambages: en el pasado reciente, Colombia llegó al más alto grado de ilegitimidad del Estado porque, en concepto de la propia Fiscalía General de la Nación, algunas de las más altas autoridades se concertaron para delinquir, razón por la cual hoy esos dignatarios se hallan privados de la libertad o huyendo de la justicia. Que la rectitud de la justicia promueve el desarrollo de la sociedad, y que las acciones torticeras la destruyen y ponen en riesgo la supervivencia del Estado, como lo dice sabiamente el sustento medular del proyecto de reforma que presenta el Gobierno, son principios de ciencia política que hace 2.800 años nos enseñó Hesíodo en el siguiente texto: “Si hay sentencias rectas y por nada de lo justo se apartan, florece la ciudad y los pueblos florecen, hay lana en los rebaños y miel en los panales […]. Cuando hay sentencias torcidas, a un tiempo llegan el hambre y la peste; y perecen los hombres, y las mujeres dejan de parir, y las casas se caen, y la ciudad se destruye” (2). Claro, las reformas solicitadas por el Gobierno al Congreso en el proyecto que estamos estudiando son la negación de los tres conceptos medulares de la exposición de motivos: acentúa la ilegitimidad del Estado, apenas sí supervive por inercia e impide el desarrollo de la sociedad.
Las reformas propuestas
Los dos proyectos –el del Gobierno y el del Consejo de Estado– señalan 28 modificaciones a la Constitución Política de 1991, sin ninguna trascendencia, como ya se dijo, excepto uno: la supresión del Consejo Superior de la Judicatura. Los demás no son exactamente de la narrativa de El gatopardo, para que todo siga igual, sino peor. Así, pues, aunque nada va a suceder en esta reforma, de esos 28 puntos, en esta nota sólo nos referiremos a tres, por ser los más polémicos: Consejo Superior de la Judicatura, doble instancia para juzgar a congresistas y sistemas de control.
Supresión del Consejo Superior de la Judicatura
En el proyecto presentado por el Gobierno desaparece el Consejo Superior de la Judicatura. La decisión de suprimir este organismo lo explica ampliamente el Gobierno en la Exposición de Motivos, llegando a la conclusión de que no cumplió con ninguno de los objetivos. Sin embargo, el Gobierno no mencionó en su alegato los motivos que nuestra sociedad ha percibido. Los diferentes sectores de la sociedad colombiana, sin haber adelantado un trabajo de campo ni haber realizado estudios estadísticos, percibe que el organismo denominado Consejo Superior de la Judicatura no entendió su misión. Sin haber cumplido con los objetivos señalados en la Constitución de 1991, incurrió al menos en estas falencias: en primer lugar, el aparato burocrático, tanto en la capital de la República como en los departamentos, se comió buena parte del presupuesto de la Rama Judicial; en segundo lugar, en vez de hacer eficiente y diligente la escogencia de jueces y magistrados, los procesos se volvieron lentos y con alta dosis de prácticas clientelistas; en tercer lugar, asumió funciones que no le otorgó la Constitución Política, como crear una jurisdicción de tutela que jamás contempló la Asamblea Nacional Constituyente.
Para entender mejor el problema, tenemos que hacernos esta pregunta: ¿Para qué fue creado el Consejo Superior de la Judicatura? Este organismo fue creado para dos cosas o funciones: 1ª. Para gerenciar la Rama Judicial. 2ª. Para vigilar la conducta oficial de los servidores de la Rama, es decir, para adelantar los procesos disciplinarios e imponer las sanciones a que hubiese lugar.
El Consejo Superior de la Judicatura falló en la primera función porque el constituyente de 1991 se quedó corto al poner a gerenciar una enorme empresa, como es la justicia de un país, donde se necesita tener la visión de ese país, desde diferentes ángulos –lo económico, lo social, lo cultural, lo tecnológico–, a un colectivo de abogados que, si bien pueden tener el conocimiento profesional de su oficio, no tienen por qué dominar los saberes puramente técnicos de la conducción de una empresa. Y aunque ese colectivo de abogados se apoye en técnicos en cada una de las áreas que necesita una gerencia, no es lo mismo que se sepa un oficio a que le cuenten cómo es ese oficio. No podemos desconocer ese principio científico de la división del trabajo. De otra parte, quizá también fallamos en la escogencia de esos profesionales del Derecho, que en estos 20 años han tratado de gerenciar la Rama Judicial. Si se falló, ahora que el Gobierno propone crear un aparato nuevo, tenemos que decirlo desde el principio para que no se incurra en los mismos errores. Tenemos que buscar que la Rama Judicial tenga una gerencia y que esa gerencia esté dirigida por gerentes, por profesionales que se hayan formado para ese oficio.
Por su parte, es preciso advertir que falló la función disciplinaria que se le asignó al Consejo Superior de la Judicatura. No era falta de control y vigilancia a los funcionarios y empleados de la Rama Judicial lo que hacía falta, sino gerencia de sus recursos y de su personal. ¿Por qué no le hacía falta el control disciplinario? Porque ese control, esa vigilancia, con el suficiente rigor, la suficiente calidad profesional, incluso con una cultura y un saber de la investigación, venía ejerciéndolo la Procuraduría General de la Nación por intermedio de su Procuraduría Delegada para la Vigilancia Judicial. Las grandes investigaciones por la actuación irregular de jueces en concierto con abogados y funcionarios de la Caja Nacional de Previsión, de Colpuertos y de otros organismos oficiales, para defraudar el Estado, las adelantó en su momento la Procuraduría General de la Nación.
Sin embargo, la falla no estuvo en haberle dado esa función disciplinaria a una sala del Consejo Superior de la Judicatura, denominada precisamente así: Sala Disciplinaria. La falla estuvo en que esta Sala no se dedicó precisamente a vigilar la conducta oficial de los servidores públicos de la Rama Judicial, a adelantar los respectivos procesos disciplinarios e imponer las correspondientes sanciones, como lo prescribe la norma constitucional, sino que cogió un camino jurídico-político distinto. Asumió la condición de juez ordinario, con supuestos saberes en todas las áreas del Derecho, y comenzó a revocar las sentencias de las demás jurisdicciones. Incluso hubo un momento en que llegó a declarar inexequibles normas legales bajo el pretexto de aplicar la excepción de inconstitucionalidad. Y, claro, asumida esa función en la cúpula, en la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, la arbitrariedad se replicó en su instancia inferior, en los Consejos Seccionales de la Judicatura.
Lo más lamentable, lo más incoherente, para un Estado de Derecho, es que esa arbitrariedad asumida por la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura haya sido aceptada a ciencia y paciencia por todas las autoridades. Ninguna autoridad, ni siquiera la Procuraduría General de la Nación, guiada por tres principios (la guarda y promoción de los derechos humanos, la protección del interés público y la vigilancia de la conducta oficial de quienes desempeñan funciones públicas), según lo prescribe el artículo 118 de Constitución, ni la propia Corte Constitucional, a la cual se le han encargado la integridad y la supremacía de la Carta Fundamental, se levantaron para decir: un momento, ustedes, señores Magistrados de la Sala Jurisdiccional Disciplinaria, están violando la Constitución. Ustedes no son jueces penales para revocar las sentencias de la Sala Penal de la Corte Suprema, de los Tribunales Superiores, de los Jueces, y dejar libres a los criminales. Eso de verdad es una pena, una vergüenza, un dolor para todo ciudadano de un Estado que en su definición se proclama ajustado al Derecho (art. 1º de la Const. Pol.).
¿Qué hacer, entonces? Lo que desde hace 50 años reclaman la sociedad colombiana y la Rama Judicial: crear una gerencia para esa rama del poder público. Pero hacerlo sin mezquindad, sin egoísmo, con generosidad en la conducta de los profesionales que laboran en esa difícil misión de aplicar justicia (jueces, magistrados y fiscales) y en las arcas del Estado. Y desde el punto de vista de su operatividad, hacerlo de manera sencilla, sin complicar las cosas y utilizando el sentido común. ¿Para qué crear dos salas en la gerencia de la gran empresa que es la justicia: como principio, como función y como estructura? Es darle una estructura igual a la de cualquier empresa del mundo. Incluso pudiéramos copiar las variables necesarias, la empresa de la banca central colombiana: el Banco de la República. Así, pues, la Rama Judicial debe tener un Gerente y una Junta Directiva. En esa Junta Directiva deben tener asiento la cúpula de la Rama, el Gobierno y la Academia. ¿Por qué estos estamentos? Todos son obvios: por razones de oficio, de presupuesto y evolución del Derecho.
Doble instancia para juzgar a congresistas
La Corte Suprema de Justicia tiene hoy la facultad de investigar y juzgar a los miembros del Congreso. El proyecto del Gobierno le suprime la atribución de investigar y se la otorga a la Fiscalía. Sin embargo, lo que ha observado la sociedad colombiana durante los últimos 20 años es que la función de investigar a los legisladores ha sido exitosa, por lo que no se ve la razón para suprimirle tal atribución. Por el contrario, se la debiera fortalecer y darle más apoyo, si fuere necesario, con recursos financieros y equipo humano.
Si se pretende crear la doble instancia para el juzgamiento penal de los miembros del Congreso, se debe hacer en forma coherente, natural y racional, sin artificios. ¿Cómo es de modo natural y sin artificios? Si lo que los miembros del Congreso necesitan es una segunda instancia con amplias garantías, nada más importante que de esta conozca en pleno la corporación que en Colombia realiza la función judicial ordinaria en su máximo grado. Así, pues, que de la primera instancia conozca la Sala Penal y que de la segunda instancia se ocupe la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia.
El proyecto establece que, para que la Corte Suprema pueda juzgar a los congresistas y otros dignatarios del Estado, sea necesario que previamente haya investigado y acusado la Fiscalía General, la Vicefiscalía o los delegados de la unidad de fiscalías ante la Corte Suprema. Al respecto, habrá que preguntar: ¿Si la Corte Suprema lo ha hecho bien y con excelentes resultados, para qué quitarle esa función? Lo coherente es que la función de investigación y juzgamiento de los congresistas continúe en cabeza de ese alto tribunal.
Sistemas de control
El proyecto del Gobierno presenta tres reformas a los sistemas de control en lo que tiene que ver con su postulación y su elección. Sin embargo, aquí tampoco se plantean las grandes reformas que el país necesita, como pueden ser la elección popular del Procurador General de la Nación y un Tribunal de Cuentas en vez de Contraloría General de la República, como existen en otros países. Las propuestas del Gobierno son asuntos puramente adjetivos. Al respecto, conviene señalar que Colombia lo que más tiene son sistemas de control. Obedece esa proliferación a dos razones:
En primer lugar, a la generalización de la corrupción en las tres últimas décadas del siglo XX, época en que se debatió la necesidad de una reforma constitucional, que –como se sabe finalmente– se dio en 1991.
En segundo lugar, a la desconfianza mutua que se reflejó en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente. En efecto, cada delegatario llegó a ese cuerpo constituyente con articulado propio y no se fue a dormir tranquilo el miércoles 3 de julio de 1991 a medianoche, hasta ver aprobado en segundo debate su proyecto. Esto, desde el punto de vista social, político e individual, es muy participativo e incluyente, la más íntima satisfacción de ver realizado un propósito, y para muchos un proyecto de vida. Pero desde el punto de vista objetivo y real de nuestra sociedad, refleja una profunda desconfianza de todos los estamentos sociales y políticos representados en el cuerpo constituyente que redactó la Constitución. Nuestra sociedad, desde hace cuatro décadas, se ha convertido en un campo minado –ojalá esto fuese sólo una figura literaria– donde todos desconfiamos de todos y nadie cree en nadie, hasta el punto de que las distintas instituciones –fuerza pública, justicia, iglesias, cámaras legislativas, universidades, clubes deportivos– y el propio Estado pierden legitimidad. Entonces, cada estamento, para asegurarse que el otro sí va a cumplirle, propone un sistema de control.
No es que la mutua desconfianza haya hecho presencia en Colombia en los años 90 del siglo XX. Como lo hemos dicho, ya venía incubándose en la sociedad desde la segunda mitad de esa centuria, y por eso los diversos sistemas de control que hoy se hallan establecidos en la Constitución se reflejaban en la jurisprudencia y también en el Derecho positivo. Son tantos esos sistemas de control señalados en la Constitución de 1991, que –si intentamos enunciarlos y describirlos– seguramente se nos quedan algunos por fuera. Sin embargo, todos son clasificables en dos grandes sistemas: control interno y control externo.
Una vez revisada la normatividad relacionada con los sistemas de control, sacamos como conclusión que, en relación con la justicia, el control interno disciplinario de los funcionarios y empleados de la Rama Judicial deberá ejercerlo cada unidad judicial, como lo prescribe el artículo 209 de la Constitución y lo desarrolla el Código Único Disciplinario. Es recoger todos los saberes y las experiencias que había antes de la Constitución de 1991, y que fueron perfeccionados con el conjunto de principios consagrados en ese estatuto y desarrollados en las normas legales. Y el control externo disciplinario para los funcionarios y empleados del organismo judicial, en todas las instancias y niveles, debe ejercerlo la Procuraduría General de la Nación utilizando el poder disciplinario preferente para aquellos servidores públicos que carezcan de fuero constitucional, y que el superior jerárquico no ejerza el control interno disciplinario o lo desempeñe de manera deficiente, o ejerciendo la vigilancia superior en los casos de los servidores públicos con fuero constitucional. Ambas categorías –la vigilancia superior para los aforados– y el poder disciplinario preferente –para quienes tienen control disciplinario interno– están autorizadas en el numeral 6 del artículo 277 de la Constitución Política.
El trámite
Surtida la primera vuelta, el proyecto no mejoró, como era de esperarse, sino todo lo contrario: empeoró por la decadencia universal –de la que algo nos toca– del bien público. De la pérdida de este valor universal se derivan dos consecuencias que se reflejaron, sin pudor alguno, en las diferentes reuniones, de las que el público se enteró. La primera consecuencia es el desconocimiento, a sabiendas o no, de lo que deben ser la estructura del Estado y la función de sus grandes magistraturas –legislativa, ejecutiva, judicial, disciplinaria. La segunda consecuencia es la lucha a muerte que cada uno de los organismos implicados en la reforma libró, libra y librará para acrecentar su poder, con criterio de interés particular. De imponerse esa voracidad, cualquier cosa puede suceder. El trasfondo de esa lucha mezquina de intereses tras el poder, que otorga el aparato judicial del Estado en la actual coyuntura, es impedir que se conozca la verdad en relación con los grandes crímenes cometidos durante las dos últimas décadas. Así las cosas, lo mejor que pudiera suceder es que se hunda la reforma y que el Gobierno integre una comisión que, con criterio de bien público o interés general, aterrice la reforma judicial de la que el país está urgido.
1 De la Exposición de Motivos del Proyecto presentado por el Gobierno.
2 Hesíodo. Los trabajos y los días. México. Universidad Nacional Autónoma de México, 1986, p. 8.
* Integrante del Consejo de Redacción, Le Monde diplomatique, edición Colombia.