4. Cómo puede cambiar ahora el curso de la historia (pasada)
Entonces, ¿qué nos ha enseñado en realidad la investigación arqueológica y antropológica desde la época de Rousseau?
Bueno, lo primero es que preguntar sobre los “orígenes de la desigualdad social” puede ser un lugar equivocado para comenzar. Cierto, antes del comienzo de lo que se llama el Paleolítico superior, no tenemos idea real de cómo era la vida social de la mayoría de los humanos. Gran parte de nuestra evidencia comprende fragmentos dispersos de piedra trabajada, hueso y algunos otros materiales duraderos. Coexistieron diferentes especies de homínidos; no está claro si se podría aplicar alguna analogía etnográfica. Las cosas solo comienzan a tener algún tipo de enfoque en el propio Paleolítico superior, que comienza hace unos 45 000 años y abarca el pico de la glaciación y el enfriamiento global (hace cerca de 20 000 años) conocido como el Último Máximo Glacial. Esta última gran Edad de Hielo fue seguida por el inicio de condiciones más cálidas y el retroceso gradual de las capas de hielo, lo que condujo a nuestra época geológica actual, el Holoceno. Siguieron condiciones más suaves, que crearon el escenario para que el Homo sapiens, que ya había colonizado gran parte del Viejo Mundo, completara su marcha hacia el Nuevo Mundo y llegara a las costas del sur de las Américas hace unos 15 000 años.
Entonces, ¿qué sabemos, en realidad, sobre este período de la historia humana? Gran parte de la evidencia sustancial más antigua de organización social humana en el Paleolítico se deriva de Europa, donde nuestra especie se estableció junto con el Homo neanderthalensis, antes de la extinción de este último alrededor del 40 000 a.C. (es probable que la concentración de datos en esta parte del mundo refleje un sesgo histórico de la investigación arqueológica, en lugar de algo inusual en la propia Europa). En ese momento, y durante el Último Máximo Glacial, las partes habitables en la Europa de la Edad de Hielo se parecían más al Parque Serengueti en Tanzania que a cualquier hábitat europeo actual. Al sur de las capas de hielo, entre la tundra y las costas boscosas del Mediterráneo, el continente estaba dividido en estepas y valles ricos en caza, los cuales eran atravesados por manadas migratorias de ciervos, bisontes y mamuts lanudos en las distintas estaciones. Los prehistoriadores han señalado durante algunas décadas, con escaso efecto aparente, que los grupos humanos que habitaban estos entornos no tenían nada en común con las bandas de cazadores-recolectores maravillosamente simples e igualitarias que todavía se imaginan de forma rutinaria como nuestros ancestros remotos.
Para empezar, está la indiscutible existencia de elaborados entierros, que se remontan a las profundidades de la Edad del Hielo. Algunos de ellos, como las tumbas de Sungir, al este de Moscú, de 25 000 años de antigüedad, se conocen desde hace muchas décadas y tienen una merecida fama. Felipe Fernández-Armesto, quien reseñó La creación de la desigualdad para The Wall Street Journal[2], expresa un asombro razonable por su omisión: “Aunque saben que el principio hereditario es anterior a la agricultura, el señor Flannery y la señora Marcus no pueden deshacerse del todo de la ilusión rousseauniana de que comenzó con una vida sedentaria. Por lo tanto, describen un mundo sin poder heredado hasta aproximadamente el 15 000 a.C mientras ignoran uno de los sitios arqueológicos más importantes para este propósito”. Excavada en el permafrost debajo del asentamiento paleolítico en Sungir estaba la tumba de un hombre de mediana edad enterrado, como observa Fernández-Armesto, con “impresionantes signos de honor: brazaletes de marfil de mamut pulido, una diadema o tocado de dientes de zorro y cerca de 3000 cuentas de marfil talladas y pulidas con gran esmero”. Y a unos metros de distancia, en una tumba idéntica, “yacen dos niños, de unos 10 y 13 años respectivamente, adornados con obsequios funerarios comparables, incluidas, en el caso del mayor, unas 5000 cuentas tan finas como las del adulto (aunque ligeramente más pequeñas) y una enorme lanza tallada en marfil”.
Tales hallazgos parecen no tener un lugar significativo en ninguno de los libros considerados hasta ahora. Minimizarlos, o reducirlos a notas al pie, podría ser más fácil de perdonar si Sungir fuera un hallazgo aislado; mas no lo es. Actualmente, se atestiguan entierros que son comparables en su riqueza en abrigos rocosos y asentamientos al aire libre del Paleolítico superior en gran parte de la Eurasia occidental, desde el Don hasta Dordoña. Entre ellos encontramos, por ejemplo, la “Dama de Saint-Germain-la-Rivière” de 16 000 años de antigüedad, ataviada con adornos hechos con dientes de ciervos jóvenes cazados a 300 km de distancia, en el País Vasco español; y los entierros de la costa de Liguria, tan antiguos como Sungir, incluido “Il Principe”, un joven cuyas insignias incluían un cetro de pedernal exótico, bastones de astas de alce y un tocado adornado de conchas perforadas y dientes de ciervo. Tales hallazgos plantean estimulantes desafíos de interpretación. ¿Tiene razón Fernández-Armesto al decir que estas son pruebas de “poder heredado”? ¿Cuál era el estatus de tales individuos durante su vida?
No menos intrigante es la evidencia, esporádica pero convincente, de arquitectura monumental, que se remonta al Último Máximo Glacial. La idea de que uno podría medir la “monumentalidad” en términos absolutos es, por supuesto, tan tonta como la idea de cuantificar los gastos de la Edad de Hielo en dólares y centavos. Es un concepto relativo, que sólo tiene sentido dentro de una escala particular de valores y experiencias previas. El Pleistoceno no tiene equivalentes directos en escala a las Pirámides de Giza o el Coliseo Romano. Pero sí tiene edificios que, según los estándares de la época, solo podrían haber sido considerados obras públicas, lo que implica un diseño sofisticado y la coordinación del trabajo a una escala impresionante. Entre ellos se encuentran las sorprendentes “casas de mamut” construidas con pieles estiradas sobre un marco de colmillos, cuyos ejemplos, que datan de hace unos 15 000 años, se pueden encontrar a lo largo de un transecto de la franja glacial que se extiende desde la actual Cracovia hasta Kiev.
Aún más asombrosos son los templos de piedra de Göbekli Tepe, excavados hace más de veinte años en la frontera entre Turquía y Siria, y que aún son objeto de un vehemente debate científico. Datan de hace unos 11 000 años, al final de la última Edad de Hielo, y comprenden al menos veinte recintos megalíticos elevados por encima de los flancos ahora yermos de la llanura de Harran. Cada uno estaba formado por pilares de piedra caliza de más de 5 metros de altura y con un peso de hasta una tonelada (respetable según los estándares de Stonehenge, y unos 6000 años antes). Casi todos los pilares de Göbekli Tepe son notables obras de arte, con tallas en relieve de amenazadores animales que se proyectan desde la superficie, mostrando con fiereza sus genitales masculinos. Aparecen aves rapaces esculpidas junto con imágenes de cabezas humanas cortadas. Las tallas dan fe de las habilidades escultóricas, sin duda perfeccionadas en un material más flexible como es la madera (una vez ampliamente disponible en las estribaciones de las montañas Tauro), antes de ser plasmadas en el lecho de roca de Harran. Curiosamente, y a pesar de su tamaño, cada una de estas estructuras masivas tuvo una vida útil relativamente corta, que terminó con una gran fiesta y el rápido relleno de sus paredes: jerarquías elevadas al cielo, que fueron derribadas en poco tiempo. Y los protagonistas de este espectáculo prehistórico de fiesta, construcción y destrucción eran, hasta donde sabemos, cazadores-recolectores que vivían solo de recursos silvestres.
Entonces, ¿qué vamos a hacer con todo esto? Una respuesta académica ha sido abandonar por completo la idea de una Edad de Oro igualitaria y concluir que el interés propio racional y la acumulación de poder son las fuerzas perdurables detrás del desarrollo social humano. Pero en realidad esto tampoco funciona. La evidencia de la desigualdad institucional en las sociedades de la Edad del Hielo, ya sea en forma de grandes entierros o edificios monumentales, no es más que esporádica. De hecho, los entierros aparecen con siglos de diferencia y, a menudo, a cientos de kilómetros de distancia. Incluso si atribuimos esto a la fragmentación de la evidencia, todavía tenemos que preguntarnos por qué la evidencia es tan fragmentaria: después de todo, si alguno de estos “príncipes” de la Edad de Hielo se hubiera comportado como, digamos, príncipes de la Edad de Bronce, también encontraríamos fortificaciones, almacenes, palacios, todos los adornos habituales de los Estados emergentes. En cambio, durante decenas de miles de años, vemos monumentos y entierros magníficos, pero poco más que indique el crecimiento de sociedades estratificadas. Luego hay otros factores aún más extraños, como el hecho de que la mayoría de los entierros “principescos” están relacionados a individuos con llamativas anomalías físicas, que hoy serían considerados gigantes, jorobados o enanos.
Una mirada más amplia a la evidencia arqueológica sugiere una clave para resolver el dilema. Se encuentra en los ritmos estacionales de la vida social prehistórica. La mayoría de los yacimientos paleolíticos discutidos hasta ahora están asociados a evidencia de períodos anuales o bienales de agregación, vinculados a las migraciones de manadas de animales de caza, ya sean mamuts lanudos, bisontes esteparios, renos o (en el caso de Göbekli Tepe) gacelas, así como corridas cíclicas de peces y cosechas de nueces. En épocas menos favorables del año, al menos algunos de nuestros antepasados de la Edad de Hielo sin duda vivían y se alimentaban en pequeñas bandas. Pero hay una abrumadora evidencia que muestra que en otras épocas se congregaron en masa dentro del tipo de “microciudades” que se encuentran en Dolní Věstonice, en la cuenca de Moravia al sur de Brno, para darse festines con la superabundancia de recursos silvestres, y participar en rituales complejos, ambiciosas empresas artísticas y el comercio de minerales, conchas marinas y pieles de animales a distancias sorprendentes. Los equivalentes en Europa occidental de estos sitios de agregación estacional serían los grandes abrigos rocosos del Périgord francés y la costa cantábrica, con sus famosas pinturas y tallas, que de manera similar formaban parte de una ronda anual de congregación y dispersión.
Tales patrones estacionales de la vida social perduraron mucho después de que la “invención de la agricultura” supuestamente lo cambiara todo. Nueva evidencia muestra que las alternancias de este tipo pueden ser clave para comprender los famosos monumentos neolíticos de la llanura de Salisbury, y no solo en términos de simbolismo calendárico. Resulta que Stonehenge fue solo la última de una larga secuencia de estructuras rituales, erigidas tanto en madera como en piedra, cuando la gente convergía en la llanura desde rincones remotos de las Islas Británicas, en épocas significativas del año. Una cuidadosa excavación ha demostrado que muchas de estas estructuras, ahora interpretadas de forma verosímil como monumentos a los progenitores de poderosas dinastías neolíticas, fueron desmanteladas solo unas pocas generaciones después de su construcción. Y lo que es aún más sorprendente, esta práctica de erigir y desmantelar grandes monumentos coincide con un período en el que los pueblos de Gran Bretaña, pese a haber adoptado la economía agrícola neolítica de la Europa continental, parecen haberle dado la espalda al menos a un aspecto crucial: alrededor del 3300 a.C., abandonaron la agricultura de cereales y volvieron a la recolección de avellanas como fuente de alimento básico. Es probable que los constructores de Stonehenge no fueran recolectores ni granjeros, sino algo intermedio, ya que mantuvieron sus rebaños de ganado, con los que se daban un festín estacional en las cercanas murallas de Durrington. Durante la temporada festiva, cuando se reunían en gran número, existía algo parecido a una corte real, la cual se disolvía durante la mayor parte del año, cuando esas mismas personas se dispersaban por toda la isla.
¿Por qué son importantes estas variaciones estacionales? Porque revelan que, desde el principio, los seres humanos estaban experimentando de forma consciente con diferentes posibilidades sociales. Los antropólogos describen sociedades de este tipo como poseedoras de una “morfología doble”. Marcel Mauss, a principios del siglo XX, observó que los inuit circumpolares, “y también muchas otras sociedades … tienen dos estructuras sociales, una en verano y otra en invierno, y que en paralelo tienen dos sistemas de ley y religión”. En los meses de verano, los inuit se dispersaban en pequeñas bandas patriarcales en busca de peces de agua dulce, caribúes y renos, cada uno bajo la autoridad de un solo anciano. La propiedad estaba marcada posesivamente y los patriarcas ejercían un poder coercitivo, a veces incluso tiránico, sobre sus parientes. Pero en los largos meses de invierno, cuando las focas y las morsas acudían en masa a la costa ártica y los inuit se reunían para construir grandes casas de reunión de madera, costilla de ballena y piedra, aparecía otra estructura social totalmente diferente. Durante esos meses, prevalecieron las virtudes de la igualdad, el altruismo y la vida colectiva; la riqueza fue compartida; maridos y mujeres intercambiaban parejas bajo la égida de Sedna, la diosa de las focas.
Otro ejemplo fueron los cazadores-recolectores indígenas de la costa noroeste de Canadá, para quienes el invierno, no el verano, fue el momento en que la sociedad cristalizó su forma más desigual, y de manera espectacular. Palacios construidos con tablones cobraban vida a lo largo de las costas de la Columbia Británica, los herederos nobles se rodeaban de plebeyos y esclavos, y celebraban grandes banquetes conocidos como potlatch. Sin embargo, estas cortes aristocráticas se separaban para el trabajo de verano de la temporada de pesca, y volvían a formaciones de clanes más pequeñas, todavía estratificadas, pero con una estructura completamente diferente y menos formal. En este caso, las personas adoptaban diferentes nombres en verano e invierno, convirtiéndose literalmente en otra persona, según la época del año.
Quizás lo más sorprendente, en términos de reversiones políticas, fueron las prácticas estacionales de las confederaciones tribales del siglo XIX en las Grandes Llanuras de Estados Unidos: agricultores ocasionales que habían adoptado una vida de caza nómada. A fines del verano, grupos pequeños y muy móviles de Cheyenne y Lakota se congregaban en grandes asentamientos para hacer los preparativos logísticos para la caza del búfalo. En esta época tan delicada del año designaron una fuerza policial que ejercía plenos poderes coercitivos, incluido el derecho a encarcelar, azotar o multar a cualquier infractor que pusiera en peligro el proceso. Sin embargo, como observó el antropólogo Robert Lowie, este “autoritarismo inequívoco” operaba sobre una base estrictamente estacional y temporal, dando paso a formas de organización más “anárquicas” una vez que se completaba la temporada de caza y los rituales colectivos que la seguían.
La academia no siempre avanza. A veces se desliza hacia atrás. Hace cien años, la mayoría de los antropólogos entendían que aquellos que viven principalmente de recursos silvestres no están, por lo general, restringidos a pequeñas “bandas”. Esa idea es en realidad un producto de la década de 1960, cuando los bosquimanos del Kalahari y los pigmeos mbuti se convirtieron en la imagen preferida de la humanidad primordial tanto para las audiencias de televisión como para los investigadores. Como resultado, hemos visto un retorno de las etapas evolutivas, no tan diferentes de la tradición de la Ilustración escocesa: en esto se inspira Fukuyama, por ejemplo, cuando escribe sobre la sociedad evolucionando constantemente de “bandas” a “tribus”, luego a “jefaturas”, y por último, al tipo de “Estados” complejos y estratificados en los que vivimos hoy, por lo general definidos por su monopolio del “uso legítimo de la fuerza coercitiva”. Sin embargo, según esta lógica, los Cheyenne o Lakota habrían tenido que estar “evolucionando” de bandas directamente a Estados cada noviembre, y luego “involucionando” en la primavera. La mayoría de los antropólogos ahora reconocen que estas categorías son irremediablemente inadecuadas, pero nadie ha propuesto una forma alternativa de pensar sobre la historia mundial en términos más amplios.
De manera bastante independiente, la evidencia arqueológica sugiere que, en los ambientes altamente estacionales de la última Edad de Hielo, nuestros ancestros remotos se comportaban de manera muy similar: fluctuaban entre arreglos sociales alternativos, que permitían el surgimiento de estructuras autoritarias durante ciertas épocas del año, con la condición de que no fueran duraderas; en el entendimiento de que ningún orden social particular jamás fue fijo o inmutable. Dentro de la misma población, uno podría vivir a veces en lo que parece, desde la distancia, como una banda, a veces una tribu y, a veces, una sociedad con muchas de las características que ahora identificamos con los Estados. Con tal flexibilidad institucional viene la capacidad de salir de los límites de cualquier estructura social dada y reflexionar; tanto para hacer como para deshacer los mundos políticos en los que vivimos. Por lo menos, esto explica los “príncipes” y “princesas” de la última Edad de Hielo, que parecen aparecer, en un aislamiento tan magnífico, como personajes de algún tipo de cuento de hadas o drama de disfraces. Tal vez eran así. Si reinaron, tal vez fue, como los reyes y reinas de Stonehenge, solo por una temporada.
5. Es hora de repensar
Los autores modernos tienden a utilizar la prehistoria como lienzo para resolver problemas filosóficos: ¿los humanos son fundamentalmente buenos o malos, cooperativos o competitivos, igualitarios o jerárquicos? Como resultado, también tienden a escribir como si durante el 95% de la historia de nuestra especie, las sociedades humanas hubieran sido todas muy parecidas. Pero incluso 40 000 años es un período de tiempo muy, muy largo. Parece probable, y la evidencia lo confirma, que esos mismos humanos pioneros que colonizaron gran parte del planeta también experimentaran con una enorme variedad de arreglos sociales. Como solía señalar Claude Lévi-Strauss, los primeros Homo sapiens no solo eran iguales a los humanos modernos en términos físicos, sino que también eran nuestros pares intelectuales. De hecho, es probable que la mayoría fueran más conscientes del potencial de la sociedad de lo que lo está la gente hoy en día, y cambiaran entre diferentes formas de organización cada año. En lugar de vagar en una inocencia primordial, hasta que el genio de la desigualdad fuera liberado de alguna manera, nuestros ancestros prehistóricos parecen haber controlado la lámpara con éxito de forma regular, confinando la desigualdad a dramas de disfraces rituales, construyendo dioses y reinos como lo hicieron con sus monumentos, luego desmontando todo nuevamente.
Si es así, entonces la verdadera pregunta no es “¿cuáles son los orígenes de la desigualdad social?”, sino que, al haber vivido gran parte de nuestra historia yendo y viniendo entre diferentes sistemas políticos, “¿cómo es que nos quedamos tan atascados?”. Todo esto está muy lejos de la noción de sociedades prehistóricas que derivan ciegamente hacia las cadenas institucionales que las atan. También está lejos de las tristes profecías de Fukuyama, Diamond, Morris y Scheidel, donde cualquier forma “compleja” de organización social necesaria significa que pequeñas élites se hacen cargo de los recursos clave y comienzan a pisotear a todos los demás. La mayoría de las ciencias sociales tratan estos sombríos pronósticos como verdades evidentes. Pero es claro que son infundadas. Entonces, es razonable preguntarnos, ¿qué otras verdades preciadas deben ser arrojadas ahora al montón de polvo de la historia?
Un buen número, en realidad. Allá por los años 70, el brillante arqueólogo de Cambridge David Clarke predijo que, con la investigación moderna, casi todos los aspectos del viejo edificio de la evolución humana, “las explicaciones del desarrollo del hombre moderno, la domesticación, la metalurgia, la urbanización y la civilización, pueden en perspectiva emerger como trampas semánticas y espejismos metafísicos”. Parece que tenía razón. La información ahora está llegando de todos los rincones del mundo, basada en un cuidadoso trabajo de campo empírico, técnicas avanzadas de reconstrucción climática, datación cronométrica y análisis científicos de restos orgánicos. Los investigadores están examinando material etnográfico e histórico bajo una nueva luz. Y casi toda esta nueva investigación va en contra de la narrativa familiar de la historia mundial. Aun así, los descubrimientos más notables quedan confinados al trabajo de los especialistas, o tienen que ser desentrañados leyendo entre líneas las publicaciones científicas. Concluyamos, entonces, con algunos titulares propios: solo un puñado, para dar una idea de cómo se ve la nueva historia mundial emergente.
La primera bomba de nuestra lista se refiere a los orígenes y la difusión de la agricultura. Ya no hay ningún sustento para la opinión de que marcó una transición importante en las sociedades humanas. En aquellas partes del mundo donde los animales y las plantas fueron domesticados por primera vez, en realidad no hubo un “cambio” perceptible del recolector paleolítico al agricultor neolítico. La “transición” de vivir de recursos silvestres a una vida basada en la producción de alimentos tomó, por lo general, alrededor de tres mil años. Si bien la agricultura posibilitó concentraciones de riqueza más desiguales, en la mayoría de los casos esto solo comenzó a suceder milenios después de su creación. En el tiempo intermedio, la gente en áreas tan lejanas como la Amazonía y la Media Luna Fértil del Medio Oriente estaban experimentando con los cultivos, “jugando a la agricultura” si se desea, cambiando año a año entre modos de producción, al igual que intercambiaban sus estructuras sociales. Además, la “extensión de la agricultura” a áreas secundarias, como Europa, tan a menudo descrita en términos triunfalistas como el comienzo de una inevitable disminución de la caza y la recolección, resultó ser un proceso muy tenue, que a veces fracasó, lo que llevó al colapso demográfico para los agricultores, no para los recolectores.
Es claro que ya no tiene sentido usar frases como “la revolución agrícola” cuando se trata de procesos de una duración y complejidad tan desmesuradas. Como no existió un estado parecido al Edén, desde el cual los primeros agricultores pudieran dar sus primeros pasos en el camino de la desigualdad, tiene aún menos sentido hablar de la agricultura como el origen del rango o de la propiedad privada. En todo caso, es entre esas poblaciones (los pueblos del “Mesolítico”) que rechazaron la agricultura durante los siglos cálidos del Holoceno temprano, donde encontramos que la estratificación se afianza; al menos, si tenemos en cuenta los entierros opulentos, la guerra depredadora y los edificios monumentales. Por lo menos en algunos casos, como en el Medio Oriente, los primeros agricultores parecen haber desarrollado de manera consciente formas alternativas de comunidad, para acompañar su forma de vida más intensiva en mano de obra. Estas sociedades neolíticas parecen sorprendentemente igualitarias en comparación con sus vecinos cazadores-recolectores, con un aumento dramático en la importancia económica y social de las mujeres, lo que se refleja en su arte y vida ritual (compárense aquí las figurillas femeninas de Jericó o Çatalhöyük con las esculturas hiper-masculinas de Göbekli Tepe).
Otro bombazo: la “civilización” no viene en un paquete. Las primeras ciudades del mundo no surgieron en un puñado de lugares, junto con sistemas de gobierno centralizado y control burocrático. Ahora sabemos que por ejemplo en China, hacia el 2500 a. C., existían asentamientos de 300 hectáreas o más en los tramos inferiores del río Amarillo, más de mil años antes de la fundación de la primera dinastía real (Shang). Al otro lado del Pacífico, y más o menos al mismo tiempo, se han descubierto centros ceremoniales de sorprendente magnitud en el valle del río Supe en Perú, en especial en el sitio de Caral: restos enigmáticos de plazas hundidas y plataformas monumentales, cuatro milenios más antiguas que el Imperio Inca. Tales descubrimientos recientes indican cuán poco se sabe en realidad sobre la distribución y el origen de las primeras ciudades y cuánto más antiguas pueden ser estas ciudades que los sistemas de gobierno autoritario y administración escrita que alguna vez se supuso necesarios para su fundación. Y en los núcleos de urbanización (Mesopotamia, el valle del Indo, la cuenca de México) hay cada vez más pruebas de que las primeras ciudades se organizaron sobre líneas conscientemente igualitarias, y los consejos municipales conservaron una autonomía significativa del gobierno central. En los dos primeros casos, las ciudades con infraestructuras cívicas sofisticadas florecieron durante más de medio milenio sin rastro de entierros o monumentos reales, sin ejércitos permanentes u otros medios de coerción a gran escala, sin indicio de control burocrático directo sobre la vida de la mayoría de los ciudadanos.
A pesar de Jared Diamond, no parece haber evidencia de que las estructuras de gobierno descendentes sean la consecuencia necesaria de la organización a gran escala. A pesar de Walter Scheidel, no es cierto que las clases dominantes, una vez establecidas, no puedan ser eliminadas excepto por una catástrofe general. Para tomar solo un ejemplo bien documentado: alrededor del año 200 d.C, la ciudad de Teotihuacán en el Valle de México, con una población de 120 000 habitantes (una de las más grandes del mundo en ese momento), parece haber sufrido una profunda transformación, dando la espalda a los templos piramidales y al sacrificio humano, y reconstruyéndose como una vasta colección de cómodas villas, casi todas de un tamaño similar. Permaneció así durante quizás 400 años. Incluso en la época de Cortés, el centro de México todavía albergaba ciudades como Tlaxcala, dirigidas por un consejo electo cuyos miembros eran azotados cada cierto tiempo por sus electores para recordarles quién estaba a cargo en última instancia.
Todas las piezas están ahí para crear una historia mundial completamente diferente. En su mayor parte, estamos demasiado cegados por nuestros prejuicios para ver las implicaciones. Por ejemplo, hoy en día casi todo el mundo insiste en que la democracia participativa, o la igualdad social, puede funcionar en una pequeña comunidad o grupo de activistas, pero no puede “ampliarse” a algo como una ciudad, una región o un Estado-nación. Pero la evidencia ante nuestros ojos, si elegimos mirarla, sugiere lo contrario. En términos históricos, las ciudades igualitarias, incluso las confederaciones regionales son bastante comunes, mientras que las familias y los hogares igualitarios no lo son. Una vez emitido el veredicto histórico, veremos que la pérdida más dolorosa de las libertades humanas comenzó a pequeña escala —en el nivel de las relaciones de género, los grupos de edad y la servidumbre doméstica— el tipo de relaciones que contienen a la vez la mayor intimidad y las formas más profundas de violencia estructural. Si en verdad queremos entender cómo se volvió aceptable por primera vez que algunos convirtieran la riqueza en poder y que a otros se les dijera que sus necesidades y sus vidas no cuentan, es aquí donde debemos mirar. Predecimos que es aquí también donde tendrá que llevarse a cabo el trabajo más difícil de crear una sociedad libre.
Notas
- ‘To Each Age Its Inequality’ de Ian Morris. New York Times, 9 de julio de 2015. Ver: https://www.nytimes.com/2015/07/10/opinion/to-each-age-its-inequality.html
- ‘It’s Good To Have a King’ de Felipe Fernández-Armesto. Wall Street Journal, 10 de mayo de 2012. Ver: https://www.wsj.com/articles/SB10001424052702304363104577389944241796150
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