Descripción:
Es lugar común que la novela histórica contemporánea contradice la verdad establecida para proponer las verdades, en plural, y en contradicción con las conveniencias del poder. El escritor argentino Tomás Eloy Martínez lo afirmaba ya en 1986: “La nueva novela latinoamericana propone la esencial ambigüedad de todo acontecimiento real, la posibilidad de que la historia se desmienta infatigablemente a sí misma. Es, como ya he dicho, un duelo de versiones narrativas, una apuesta decisiva sobre quién prevalecerá (como verdad histórica) en la memoria del lector” (1). Tampoco es novedad afirmar que son ciudadanos comunes y corrientes los que protagonizan dichas revisiones. La estudiosa vasca Biruté Ciplijauskaité explica precisamente que la novela histórica resurgió en los años cincuenta protagonizada por miembros de minorías y seres marginales, abrevando en el inconsciente colectivo y creando, desde la imaginación, mundos abiertos en los que prefiere desarrollar psicologías individuales, paso final en una posible evolución del subgénero. La cito: “Los autores románticos aún creen en y crean héroes; Balzac propone estudiar los grandes movimientos de masas y sus causas socio-económicas; Unamuno insiste en los hechos de la vida cotidiana; los autores actuales se orientan hacia movimientos interiores en la conciencia individual” (2). En su recuento menciona como protagonistas de tal renovación a Marguerite Yourcenar y sus Memorias de Adriano de 1951, escrita en primera persona para reforzar el carácter íntimo del relato (la nueva novela histórica europea recurre con frecuencia a la primera persona, particularmente cuando la practican las mujeres), y a Bertold Brecht, quien usa la perspectiva múltiple en su novela póstuma Los asuntos del señor Julio César de 1958, sobre otro emperador romano, mucho más célebre, por demás, en la que incluso voces y costumbres contemporáneas relativizan y desmienten la versión oficial.
En En esta borrasca formidable ese personaje común es absolutamente extraordinario. Apenas mayor de veinte años, virgen, hijo de padre desconocido y la cocinera de un convento de Santa Rosa de Osos, jorobado, con la cadera estropeada, de perfecta dentadura en su feo rostro de zambo, este antioqueño que apenas si conoce los alrededores de su pueblo, consigue a fuerza de constancia y talento dominar varios idiomas y leer y asimilar los conocimientos que almacenan las dos bibliotecas que tiene a su alcance, la de los estantes clericales y la de un libre pensador. Capaz de convertir tal esfuerzo autodidacta en un conjunto orgánico que elimina las contradicciones y sintetiza supuestos principios universales, sus mentores, un sacerdote eudista y un liberal anaquista, lo forman para ser parte de una fantasiosa conspiración que busca transformar la Colombia de 1920. Isidoro Amorocho, un ser lleno de la inocencia de los justos es, en mi opinión, un personaje inolvidable, primo nada lejano de dos entrañables figuras literarias: Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume (1985) del alemán Patrick Süskind, ampliamente conocida incluso por su versión cinematográfica, y Juanillo Ponce, el narrador de Maluco del uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León, la estupenda ganadora del Premio Casa de las Américas de 1989 y en su momento un verdadero hito de la novela histórica hispanoamericana por recrear la inusitada travesía de Fernando de Magallanes desde la óptica del bufón de la flota. ¿Es lícito reconstruir la primera circunvolución del mundo a través de los ojos y el criterio, a todas luces quijotesco, de un payaso? ¿Es lógico reinventar la Francia del siglo XVIII mediante el olfato de fábula de un homicida? ¿Es pertinente pasearse por la Colombia de 1920 a través de los pasos difíciles, deformes de un sabio sin prosapia que se atreve a retar las ignorancias, los prejuicios racistas y clasistas y las imposturas de Germán Arciniegas y Luis López de Mesa? Y una pregunta más: ¿puede ser este personaje la clave para desentrañar las circunstancias que propiciaron el asesinato del general Uribe Uribe?
Hubiera exigido menos habilidades literarias a Philip Potdevin escribir una fantasía que relatara la hipotética presidencia de Uribe Uribe y la transformación que sus ideas radicales obrarían en el país. También le habría sido más fácil desoír los indicios y silenciar los culpables, deteniéndose en el cuadro de costumbres, que realiza con solvencia, o en la hermosa restitución del espíritu de los trece Panidas, a través del verso insurrecto de León de Greiff, que generosamente nos ofrece. Pero Potdevin ha optado por jugársela por una verdad novelesca, tal válida como la histórica y con la contundencia argumental de un hacha. De dos hachas.
Corresponde a nosotros, los lectores, seguir con pasión y rigor las líneas que ha trazado y enfrentar uno más de esos sucesos violentos que cambiaron la historia de nuestro país. El texto de Tomás Eloy Martínez que ya cité, afirma en su primer párrafo que el imperio español prohibió la imaginación en sus dominios y que, por tanto “sólo las verdades absolutas podían ser escritas y leídas […] y las reflexiones y alabanzas que se ajustaban a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. La verdad, como el poder, eran emanaciones de Dios: una y otro se confirmaban mutuamente”, sentencia el escritor argentino.
La Santa Madre Iglesia y el poder. La Santa Madre Iglesia y el poder. La historia está llena de parejas insufribles.
1 Martínez, Tomás Eloy. La batalla de las memorias narrativas. Boletín Cultural y Bibliográfico. Banco de la República, vol. XXIII, num. 8, Bogotá, 1986.
2 Ciplijauskaité, Biruté. La novela femenina contemporánea, Anthropos, 1988, página 160.
Octavio Escobar Giraldo*
*Escritor, profesor Universidad de Caldas