El grave error de cálculo de Petro fue creer que podía hacer un gobierno de cambio en concertación con un establecimiento representado por una clase política, económica y financiera, dueña de grandes capitales y enquistada en las prácticas más avezadas de clientelismo y corrupción. Su ingenuidad, hay que decirlo, fue creer que esta clase tenía la disposición para hacer un gran cambio social.
Hace unos días le preguntaba en privado a un mesurado analista del gobierno de Petro, su opinión o balance sobre los primeros diecisiete meses de gobierno, tomando en cuenta que en seis meses llegará a la mitad del periodo presidencial que culmina el 7 de agosto del 2026 y este respondía, sin ocultar cierta amargura con una apretada mueca: «No tan mal como se hubiera imaginado, pero no tan bien como podría haber sido», típica respuesta de quienes se sienten decepcionados por el camino tomado por el gobierno del Pacto Histórico desde su llegada a la Casa de Nariño.
El Presidente se posesionó con la admiración y sorpresa del mundo entero por ser el primer gobierno de izquierda en Colombia en doscientos años de historia, una expectativa enorme marcaba entonces la futura gestión del otrora activista alzado en armas contra la institucionalidad de su país y que, tras rectificar sus métodos hace muchos años, decidió buscar las vías democráticas para cristalizar cambios sociales urgentes para el país. Fue mucho más fácil completar su giro ideológico que borrar de su nombre el epíteto de “exguerrillero” con el que sus opositores lo siguen estigmatizando.
Un logro que le tomó, a él como a quienes lo rodean, años de ardua y constante acción, construyendo opinión favorable y confianza entre diversos sectores sociales, fruto de lo cual 11.260.000 sufragios le abrieron las puertas para asumir el primer cargo del país, el cual asumió con la brújula de un sólido programa de gobierno condensado en un documento de 54 páginas, titulado Colombia, potencia mundial de la vida; en la cubierta, una luminosa imagen del entonces candidato Petro y su compañera de fórmula, la afrodescendiente Francia Márquez. Así se dio inicio a un gobierno que muchos llegaron a pensar que no vivirían para presenciar ese hecho histórico: un Presidente de izquierda elegido popularmente.
Hoy, cuando el mandato se aproxima a la primera mitad de su duración, el sentir del pueblo colombiano es otro. Ese sinsabor que amarga la experiencia de sentir que “estamos en el poder”, y a la vez, no ver luces de lo que tan diafanamente se expresó en el programa de gobierno, que en resumen sostiene, en primer lugar, que el cambio es con las mujeres, y que la economía del país debe estar volcada “para la vida”, en otras palabras, la pretensión es posicionar a Colombia como líder en la lucha contra el cambio climático, pero además, manifestar una clarísima vocación de girar de una economía extractivista a otra productiva, que incluye la democratización del espacio, de la tierra fértil y el agua, del espacio urbano para habitar ciudades más humanas, del espacio virtual para producir en red y conectar con el saber y con los circuitos globales, buscar la democratización del crédito, la democratización del saber, establecer los pactos de productividad en el campo, en la industria, en la economía popular, en el turismo, en el trabajo, la cultura, el arte y el deporte.
Dentro del capítulo “Colombia, sociedad por la vida”, se habla de hacer la transición de la desigualdad hacia una sociedad de derechos: «haremos de la constitución del 91 por fuera del negocio», esto incluye educación gratuita, la protección a la primera infancia, la jornada extendida en las escuelas, y la promoción al deporte, la recreación y la actividad física. Hay otro apartado para el campesinado, los pueblos indígenas, afrodescendientes, negros, raizales, palenqueros y rrom dignificados y liderando la defensa a la vida, el territorio, la diversidad natural y cultural de la nación. Allí se habla de la igualdad de oportunidades y garantías para las poblaciones vulnerables y excluidas, las diversidades de género y orientación sexual, la lucha frontal contra el hambre, la salud para la vida y no para el negocio, el derecho a la pensión para dignificar la vida de los adultos mayores. Más adelante se promete la democratización del Estado, las libertades fundamentales y la agenda internacional para la vida, y por último, pero no menos importante, la importancia de dejar atrás la guerra para entrar «por fin en una era de paz».
Dichos son los enunciados que conforman el plan de gobierno que presentó Petro a los colombianos y que estos respaldaron mayoritariamente. En resumen, nada revolucionario, un programa que podría ser el de muchos candidatos que no se inclinan hacia los extremos. Hay que reconocer que Gustavo Petro, si algo lo ha caracterizado en su carrera como político, es su voluntad de jugar dentro del sistema, acogiendo las instituciones, respetándolas y proponiendo un profundo cambio social desde el interior del Estado.
A ningún analista con una perspectiva amplia y crítica, nacional o extranjero, le puede parecer descabellado lo que plantea el documento Colombia Potencia mundial de la vida y que constituye la hoja de ruta para cuatro años de gobierno. Es probable que la cautela del ahora Presidente –aunque para muchos de sus opositores esta es inexistente y ven en él una amenaza para la democracia– sea la principal causa para el divorcio evidenciado entre el plan de gobierno y los resultados vistos hasta la fecha.
Pero más allá de los resultados, que aun puede ser prematuro evaluar, lo que desconcierta a sus seguidores y votantes es que el actual gobierno pasará sin pena ni gloria para efectos de los cambios sociales tan ansiados y necesitados por una nación que ha sido gobernada por y para las elites desde su fundación.
Varios factores inciden para este sombrío pronóstico, evidenciados desde el inicio del gobierno, algunos externos y ajenos a la esfera imputable al Presidente, pero otros atribuibles directamente a su gestión: primero, la falta de una sólida mayoría en el Congreso para sacar adelante las reformas; segundo, el afán por mantener su gobernabilidad a costa de las mismas reformas que sustentan ael cambio ofertado; tercero, el ataque inmisericorde que ha sufrido junto a su familia, y sus allegados más cercanos, blanco de la oposición y de los grandes medios que pretenden convertir en escándalo nacional cualquier desliz o incorrección percibida; cuarto, la necesidad de buscar el aval de los grandes empresarios del país –los verdaderos dueños de Colombia–, como se vio a fines del año pasado con la invitación hecha a los notables de la costa caribe, de Antioquia, del Valle del Cauca, de Santander y de la capital del país y que quedó sellado en un “pacto de no agresión” entre el Gobierno y el gran capital del país. Esto último equivale, en pocas palabras, a la claudicación final de las pretensiones de un gobierno de corte progresista como el que pretendió postular el candidato Petro; quinto, y quizás lo más lamentable, a una escasa capacidad de gestión fuerte del Presidente, sus ministros y sus inmediatos colaboradores para, más allá de sacar adelante las reformas presentadas al Congreso, gestionar la administración del Estado con el enfoque claramente establecido en el programa “Colombia, potencia mundial de la vida”.
De Petro ya se sabía, desde su paso por la alcaldía en Bogotá, que su brillantez política en el Senado contrastaba con sus dotes de gestión en la administración pública. Esta divergencia ha quedado de nuevo expuesta con Petro presidente. Los consejos de gobierno, las encerronas en la hacienda presidencial de Hato Grande de tres, cuatro o más días con su equipo han revelado que el Presidente no logra engranar su equipo en una eficaz dinámica de ejecución de proyectos y presupuestos. Todo lo establecido en el programa de gobierno se queda a nivel de esbozos, buenas intenciones y frustración ante el escaso avance de lo que debería estar, a estas alturas, marchando sobre ruedas. Al Presidente se le acaba el tiempo y él así lo reconoció públicamente: ”nos quedan segundos en el gobierno, el tiempo se nos agota…”, ha recriminado a sus colaboradores en una de estas reuniones al final del año pasado.
El pivote
Uno de los proyectos más sensibles de Petro, y al que le ha apostado su capital político es el de la Paz Total; algo que, de cristalizarse, podría llevar a Colombia a otro lugar muy distinto al actual. Pero, tras diecisiete meses de gestión los avances en este propósito son apenas perceptibles. A fines de enero terminó el tercer ciclo de conversaciones con el Estado Mayor Central de las disidencias de las Farc, con apenas una preagenda de negociación como logro –hasta ahora no se sabe cuáles son los puntos de negociación– y se inició la sexta ronda de conversaciones con el Eln. Hay sí un cese al fuego, pero sin concreciones que puedan sentirse más allá de los territorios donde se vive el conflicto armado y sin que aún se llegue en la agenda de diálogo a temas sensibles para la opinión pública como el del secuestro. En fin, a estas alturas parece improbable que en 30 meses que le restan en el Palacio de Nariño cualquiera de estos dos procesos puedan llegar a un feliz término. Recordemos que el gobierno de Santos tardó ocho años para firmar el Acuerdo de La Habana.
Por otra parte, el alejamiento de la política extractivista, uno de los ejes del programa de gobierno, ha quedado también reducido a una mera intención, ante la imposibilidad de buscar opciones viables y realistas para reemplazar los ingresos del carbón y el petróleo. La opción del turismo como fuente de riqueza nacional es algo todavía demasiado en borrador para poder contar con ello a corto plazo, sobre todo con el tema de la Paz Total aun en entredicho. De volver el país a ser controlado por las fuerzas tradicionales de las élites –algo que no se descarta aun para los más optimistas seguidores de Petro– , iniciativas como estas volverán a archivarse de manera indefinida.
Las grandes reformas políticas y sociales, el pivote sobre el cual centró su estrategia de cambio prácticamente han fracasado. Primero, la reforma tributaria aprobada dejó intactos los privilegios, exenciones y beneficios de los grandes capitales. Las propuestas mas agresivas de las que el economista francés Picketty ha insistido tanto que son necesarias para romper la desigualdad del mundo, como son la imposición progresiva sobre el patrimonio, el derecho de los trabajadores a tener acciones en las empresas y el impuesto a las herencias, no es posible aprobarlas en un país donde las élites siguen muy lejos de renunciar a sus prerrogativas. Segundo, la reforma a la salud, que ya pasó en la Cámara aún aguarda su tránsito por el Senado con dudosas probabilidades de éxito sobre lo que era el espíritu inicial de la misma, la desprivatización progresiva del sistema de salud. Tercero, la reforma política, que buscaba eliminar las prácticas clientelistas en la política colombiana, se hundió sin siquiera debatirse, un muy mal indicio que habla sobre la persistencia de las practicas ancestrales de corrupción y clientelismo en las regiones del país. Cuarto, las reformas pensional, de justicia y de educación no parecen tener tampoco mucha perspectiva de hacer un tránsito exitoso en el Congreso.
En fin, la vía legislativa no será la que lleve a Petro a sacar adelante sus propuestas. Sólo le queda el camino administrativo: su capacidad de gestión para que, con las leyes y herramientas disponibles dentro del marco de la institucionalidad del país, pueda mover unos pocos grados a la izquierda el enorme y paquidérmico acorazado que es el Estado colombiano.
Cooptación
La pregunta entonces no se hace esperar: ¿En qué momento se embolató el programa de gobierno al presidente Petro? En línea con lo dicho hasta aquí, hay dos grandes factores que han impedido la cristalización de un verdadero gobierno de cambio social. Uno intrínseco y otro extrínseco, pero ambos se juntan en un nudo indisoluble.
Por una parte, el Presidente, al asumir un programa de gobierno que le permitiera llegar al poder sin causar un gran escandalo ideológico, tomó la decisión de matizar sus propuestas hasta quitarles el filo a los cambios necesarios en la sociedad colombiana. Es decir, asumió un programa dentro de los llamados movimientos progresistas o socialdemócratas, que reconocen, por una parte, la importancia de un sistema capitalista o neoliberal y de otra, pretenden ampliar las coberturas sociales, la presencia del Estado y el bienestar de la mayor parte de la población, con alguna (pero no significativa) pretensión de redistribución de la riqueza y disminución de la desigualdad.
El riesgo de una propuesta centrista es bien conocido: el querer satisfacer a tirios y troyanos, sobre todo a aquellos más alejados del centro con el predecible resultado de que ninguno quedará satisfecho pues percibe que lo que hace el líder centrista es insuficiente a sus intereses. Un gobierno de centro recibe pedradas de lado y lado y difícilmente logra conciliar las ideas que pretende representar como moderadas o imparciales. Todo lo contrario, se convierte en una figura débil y vulnerable a los ataques de todos. Petro es un ejemplo claro de lo anterior. Su programa de gobierno se ha quedado en una carta de nobles y buenas intenciones. Dentro de esta perspectiva, ha sabido apertrecharse en el gobierno, sin hacer olas pero sin responder a las expectativas de quienes lo eligieron; en algunos momentos parecería que su principal objetivo es sobrevivir y llegar al final de su periodo sin haber sido expulsado abruptamente del poder por sus opositores –los casos de Bolivia y Perú son recientes y cercanos–, y tratar de sobrellevar un gobierno con el escaso capital político que le queda después de su elección.
De otra parte, también ha quedado en evidencia la enorme influencia que ejercen las élites para cooptar, subsumir y asimilar hasta neutralizar al gobierno y sus funcionarios dentro de la macroestructura de la institucionalidad y del status quo de una clase dirigente que rehúsa al cambio y sólo admite modificaciones mínimas a su aparato estatal que se basa, principalmente, en favorecer a los más potentes, ricos e influyentes de la sociedad, una clase que hace crecer cada día más la brecha de desigualdad y donde los grandes capitales siguen intocados por el Estado. A todas luces, ahora es evidente, esa élite dio el visto bueno para que Petro llegara al poder, pues sabía que podía estar tranquila y segura de que una vez llegara al poder, ella podría cortarle las alas, limarle las uñas y extraerle los colmillos para que no hiciera ningún daño a sus intereses de clase. El Petro de hoy, casi a mitad de su gobierno, es un Petro asimilado por la clase dirigente y convertido prácticamente en uno más de sus miembros; uno que le da la bienvenida al capitalismo en su discurso inaugural, que se reúne a puerta cerrada con los quince o veinte dueños del país en la Casa de Huéspedes Ilustres y sale de allí para tomarse fotos todos juntos en testimonio de su nueva estrecha relación.
Lo que se pretende afirmar aquí es que la cooptación es de las armas más eficaces en política para doblegar a un adversario. Sólo los más testarudos logran salir airosos de sus embates. En Colombia hay por lo menos dos ejemplos dignos de señalar. Rafael Uribe Uribe, hace poco más de cien años, fue ministro de obras públicas de su opositor, el presidente José Vicente Concha, y el otro es Gaitán, que no solo fue alcalde de Bogotá (en ese entonces los alcaldes eran designados por el Ejecutivo) sino también ministro del conservador Ospina Pérez en dos ocasiones. A pesar de aceptar esos cargos en el gobierno, ambos continuaron sus carreras para marcar su independencia y criticar al sistema. Ahora bien, es sabido cuál fue el destino final de los dos grandes lideres liberales. A Petro lo han dejado llegar a la primera magistratura del país bajo la certidumbre de que no habrá gran detrimento para el capital, y tienen razón. Petro –así suene impopular afirmarlo– es un presidente asimilado por la élite.
Desde esta última perspectiva la estrategia es mucho más amplia y compleja, pues va acompañada de dos tácticas muy determinadas. Una, impedir en el Congreso, como ya se ha dicho, que cristalicen las reformas sociales que son el fundamento del programa de gobierno, y dos, desprestigiar el mismo, a todos sus altos miembros, comenzando por el Presidente y su familia, valiéndose para ello de los grandes medios, liderados por Semana y El Tiempo, pero no solo estos sino también los demás también controlados por el establecimiento, así como en las redes sociales y en los lugares y mentideros del país y tres, ostentar públicamente, a través de coaliciones, alianzas y concesiones, que el presidente puede “continuar” gobernando siempre y cuando sus decisiones sean lo menos traumáticas posibles para los intereses de la elite. Y que todo sea concertado con sus representantes. Así, por supuesto, es imposible sacar adelante el programa de gobierno ofertado.
Estas dos perspectivas se juntan en la ineficiencia administrativa del equipo presidencial, algo que le viene bien a las elites pues da un motivo más para que funjan en su labor de francotiradores, pero más importante aún, para ir preparando su candidato para las próximas elecciones; a nadie debe sorprender que emerja un candidato entre la ultraderecha que logre aglutinar una gran cantidad de fuerzas, un candidato o candidata que se encargará de enrostrarle al presidente actual su fracaso en todas sus iniciativas en el gobierno. Los antecedentes en el continente, con los Bukele y Milei son ya de por si un muy mal augurio para las próximas elecciones.
De lo rescatable del actual gobierno, hay que reconocerlo, ha sido su política exterior. Sus pronunciamientos ante los organismos internacionales y multilaterales en defensa del medio ambiente y la crítica al cambio climático son importantes y ya se identifica al Presidente a nivel internacional como un adalid en ese tema. Lo otro, fue su temprana y manifiesta denuncia del genocidio israelí en Gaza, cuando todo el mundo se fijaba en el puntual ataque de Hamás del pasado 7 de octubre y no en los 75 años de abusos del Estado de Israel y crímenes de lesa humanidad contra los palestinos. Cuatro meses después la historia le está dando la razón.
Para concluir, la sombra ya se tiende sobre un edificio que debiera estar gozando de pleno sol, las inconformidades se extienden por los hogares de quienes más debieran estar gozando del giro vivido en el país en las urnas, y quienes desde siempre han controlado y beneficiado de la economía nacional, haciendo de la cosa pública un negocio, han logrado superar el momento de confusión en que los sumió la derrota sufrida y su obrar ahora muestra eficacia. De nuevo ha quedado demostrado que la mejor forma de anular a un adversario política es asimilarlo dentro del sistema, así pierde toda su beligerancia. Razón tenía el analista del gobierno de Petro…no tan mal como se creía iba a ser, pero no tan bien como se esperaba.
* Escritor, integrante del Consejo de Redacción de Le Monde diplomatique edición Colombia. Su más reciente novela Mala conciencia acaba de salir publicada con Ediciones desde abajo.
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