El planeta que habitamos se enfrenta a una triple crisis ambiental: el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, todos problemas desencadenados por el uso insostenible de los recursos del planeta, producto de la acción humana desmedida y desregulada.
La evidencia científica es irrefutable: siglos de desarrollo productivo ilimitado, fundado principalmente en un modelo de desarrollo económico basado en energías fósiles, con altas emisiones de gases de efecto invernadero, dióxido de carbono y contaminantes de vida corta -como el metano o el carbono negro-, han alterado la composición química de la atmósfera y, con ello, la temperatura del planeta y de las corrientes marinas, afectando múltiples ecosistemas en el mundo y acelerando la extinción de millones de especies.
La crisis ambiental es un problema estructural de las sociedades contemporáneas y nos exige reflexionar sobre cómo habitamos este gran ecosistema que es el planeta Tierra, y cómo protegemos la vida presente y futura. Y para enfrentar esta crisis, es indispensable que exista un compromiso real y efectivo por parte de todos los Estados.
Recientemente, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, advirtió que la era del calentamiento global ha terminado y ha llegado la era de la ebullición global, haciendo un llamado urgente a los Estados y sus líderes a tomar acciones concretas al respecto. La urgencia es tal, que el reciente mes de julio del 2023 fue el mes más caluroso de lo que se haya registrado en la historia del planeta. Por ello, la emergencia climática requiere acciones precisas para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero, siendo de relevancia estratégica que los ordenamientos jurídicos establezcan principios y normas que obliguen a los Estados y a las empresas a asumir de manera explícita una responsabilidad climática y ambiental.
Sin embargo, la nueva propuesta constitucional nada dice sobre el cambio climático, y lo que es aún peor, propone la mantención de un modelo extractivista que no solo no está preparado para enfrentar esta emergencia climática global y sus efectos en el territorio nacional, sino que lo acrecienta, siendo una apuesta absolutamente regresiva en el ámbito ambiental, que no se ajusta a los avances ni principios del derecho internacional ambiental, desconociendo la emergencia climática y sus efectos en la vulneración de derechos humanos y, por supuesto, en la seguridad nacional. Desde ese punto de vista, la propuesta de nueva Constitución nos aleja absolutamente de la acción decidida que requerimos para salvar el planeta, y muy por el contrario, nos propone un estancamiento con resultados que pueden precipitar la catástrofe.
No es difícil encontrar algunos ejemplos que demuestran lo regresivo de esta propuesta: el artículo 12 elimina el deber de cuidado y la conservación de la naturaleza que había presentado el grupo de expertos en junio, y se establece, en cambio, como un simple principio orientador. No es una obligación, sino sólo una orientación, negando el deber del Estado y con ello su exigibilidad en ámbitos de conservación. De esta manera, al no estar estipulado constitucionalmente como un deber, no será posible demandar al Estado por no cuidar y preservar la naturaleza.
Otra muestra de lo regresivo de esta propuesta es el artículo 16, donde se elimina el derecho a un “medioambiente sano, sostenible y libre de contaminación” originalmente propuesto por la comisión de expertos, y en cambio, se mantiene la fórmula ya establecida en la Constitución del ‘80. Al respecto, la profesora Pilar Moraga del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2, de la Universidad de Chile, denuncia que la actual propuesta hace caso omiso de la reciente Resolución de Naciones Unidas que reconoce este derecho, así como de la experiencia comparada, que desde hace décadas señala que se ha ido incorporando en los textos constitucionales, y señala que “el Consejo ha decidido limitar el contenido del derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, respecto de aquel consagrado en la Constitución de 1980, al establecer que es este derecho el que debe permitir la sustentabilidad o el desarrollo. Tal definición ignora que es el desarrollo el que debe realizarse en términos de sustentabilidad, pues este depende de la preservación del medio ambiente, y no al revés. Considerar lo contrario significa proponer a la sociedad chilena que la protección del medio ambiente tiene lugar en la medida que el desarrollo económico lo permita. Se trata de una propuesta simplemente escandalosa y provocadora en tiempos de crisis ambiental y planetaria”.
Asimismo, esta propuesta mantiene la constitucionalización de la propiedad privada del agua. En esta materia, todo sigue igual: el agua se gestionará para los grandes propietarios de los derechos de aprovechamiento y no con las comunidades, sin incorporar la gestión institucional de las aguas mediante organismos encargados de aquello que puedan planificar sus usos, quedando así a disposición del mercado.
Y si bien el artículo 16 declara la existencia del derecho al agua y saneamiento, sabemos y está absolutamente comprobado que el sobreotorgamiento y la sobreexplotación de las aguas disponibles, a causa de la mala gestión privada, nos lleva a escenarios en los que se requiere priorizar este recurso, cuando podría preverse con un manejo adecuado. Entre los efectos que tendrá la aplicación de esta propuesta, destaca el sobreotorgamiento de las aguas en relación a su disponibilidad efectiva, sobredemanda de nuestras aguas y efectos negativos en el acceso por parte de nuestras comunidades. En ese escenario, no se podrá “priorizar las aguas” si se secan nuestras cuencas por el sobreotorgamiento.
En estos tiempos de profunda crisis ambiental, donde los esfuerzos nacionales e internacionales han demostrado ser insuficientes, la propuesta del Consejo Constitucional constituye una amenaza real para los ecosistemas de Chile y los derechos de millones de personas. Una Constitución escrita mirando hacia el pasado, que profundiza y blinda el modelo de desarrollo actual y sus devastadoras consecuencias medioambientales, que niega la evidencia científica y que no cumple con los estándares internacionales mínimos, implica, sin lugar a dudas, un peligro que a estas alturas, simplemente, no podemos correr.