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Fulgor, muerte y renacimiento de Tadeusz Kantor. El olvido oficial de un genio

Fulgor, muerte y renacimiento de Tadeusz Kantor. El olvido oficial de un genio

Ignorado en las celebraciones oficiales, el director teatral polaco Tadeusz Kantor es sin embargo una referencia mítica en el teatro contemporáneo. ¿Pero, qué memoria podemos conservar de un arte que desapareció al mismo tiempo que su creador?

 

Resulta extraño. En un mundo donde la manía conmemorativa tiende a sustituir toda conciencia histórica y toda memoria viva, el centenario del nacimiento de Tadeusz Kantor parece haber pasado prácticamente desapercibido. En Francia, por ejemplo, sólo se vio una discreta velada de homenaje, consensuada, en el Teatro del Odeon; un coloquio más que confidencial en la Sorbona, y una pequeña celebración por parte de jóvenes autores al margen del Festival de Avignon (excluida deliberadamente del programa oficial por su actual dirección). Eso fue prácticamente todo. En la prensa, el mundo editorial, los medios y la televisión: nada.

 

Es decir, que la industria de la memoria oficial tiende, en el fondo, a ignorar el arte de Kantor, como si no hubiera existido. Sin embargo, su recuerdo, difuso, espectral, continúa habitando toda una parte del teatro contemporáneo. Es eso incluso lo más sorprendente: para toda una generación de jóvenes interesados en el teatro, nacidos demasiado tarde para haber asistido a alguno de sus espectáculos, la figura de Kantor se volvió propiamente mítica. Es como si, oscuramente, adivinaran que allí hubo, entre 1975 y 1990 una experiencia inaudita, fulgurante, definitivamente subversiva. Tal es la paradoja: ese arte, en principio destinado a desaparecer con su autor, sigue vivo, como esos astros extinguidos desde hace mucho, pero de los cuales seguimos percibiendo su resplandor.

 

Entre 1935 y 1938, Antonin Artaud, en El teatro y su doble, había lanzado una gran utopía: la idea de un teatro que no estuviera más al servicio de los textos canónicos, sino que se transformara en un arte ante todo físico y concreto, una “poesía para los sentidos; un arte cuyos componentes (luz, sonido, objetos de decorado, interpretación de los actores) se emanciparían de cualquier función ilusionista; donde el director, y no el autor, fuera el único verdadero creador, y donde el espectador, sobre todo, se viera confrontado a una acción real, y no a la representación de una acción. Hubo que esperar más de treinta años para que ese programa comenzara a concretarse, y en una forma teatral radicalmente renovada, fecundada no por el mismo teatro, sino por todo lo que se había inventado en términos de intervenciones inmediatas, no representativas, en los márgenes de las artes plásticas (happenings, “acciones”, performances). Eso explica la emergencia en la década de 1970 de una constelación de directores teatrales, ilustrada particularmente por los nombres de Julian Beck, Carmelo Bene, Bob Wilson, Richard Foreman, cada uno en su estilo (1). Kantor aparece de manera evidente, como una de las figuras centrales de esa tendencia.

 

Alucinación e historia

 

¿Qué es lo que nos dejó? Había nacido en 1915, en Polonia, de padre judío y madre católica (es decir, en el ojo del huracán). Luego de cursar estudios de Bellas Artes en Cracovia, su primera acción teatral tuvo lugar en la clandestinidad, bajo la ocupación alemana (se llamaba El regreso de Ulises), en el mismo momento en que su padre moría en Auschwitz. Posteriormente, cuando el régimen comunista impuso una estética oficial, normativa (el “realismo socialista”) de siniestra memoria, Kantor formó parte de los pocos artistas que se negaron a someterse, y volvió a la clandestinidad, sin proponerse por ello abandonar Polonia.

 

Siguen varios años de práctica pictórica más o menos subterránea, totalmente impregnada de lo que proponían por entonces las vanguardias occidentales (pintura abstracta, informal, neo-surrealismo, integración de objetos a la pintura, ready-made) que marcan de tanto en tanto happenings memorables, lo que casi no se vio fuera de Polonia. Poco a poco, Kantor comienza a absorber todo eso en realizaciones escénicas más consecuentes (incluida aquella en que “actúa” con textos de Stanislaw Witkiewicz (2), sin por ello ponerlos en escena de forma tradicional), que le permitieron comenzar a ser reconocido fuera de las fronteras de su país. Hasta que llega ese cambio de raíz que fue la creación en 1975 de La clase muerta, donde su arte, de manera irreversible, toma una nueva dimensión y un nuevo impulso.

 

Si el arte de Kantor se hubiera interrumpido en ese momento, hoy en día aparecería como un artista europeo de vanguardia entre muchos otros. Con La clase muerta, cuando tiene 60 años de edad, se produce un enorme sacudón, y su singular genio teatral, incomparable, va a imponerse poco a poco en todo el mundo. Lo que comentó con humor: “Abandoné la autopista de las vanguardias y tomé el pequeño sendero del cementerio”. 

 

Al contrario de sus homólogos estadounidenses, la necesidad de inventar formas nunca implicó en Kantor algún formalismo. Al contrario, su teatro estuvo implicado completamente en la Historia, como si debiera tener en cuenta la triple deflagración: la carnicería de 1914-1918; la desaparición de Polonia durante la ocupación nazi, y la destrucción programada, sistemática, de la parte esencial de su población judía, ya que la instauración, luego de la guerra, de un régimen estalinista encaró la tarea de extirpar las huellas y lo que hubiera sobrevivido del pasado “decadente”.

 

El teatro de Kantor era de alguna forma el retorno de lo reprimido, la exhumación de un pasado enterrado, de una memoria aniquilada. Pero a condición de precisar que eso sólo podía retornar de manera espectral; que esas formas arrancadas al olvido y a la muerte conservaban las marcas de la muerte hasta en su misma resurrección. Si la historia se repetía, no era de un modo realista, sino bajo la forma de visiones dislocadas, alucinantes. Lo que hacía pensar de manera irresistible en el arte de Goya, el de los Caprichos, de Los desastres de la guerra…

 

Con ese acento singular que sólo él poseía: donde el arte podía ser a la vez trágico, desgarrador y deliberadamente burlesco. Donde el pathos podía conjugarse con la ironía, y lo sagrado con la farsa blasfematoria. De allí el sorprendente clima emocional que emana de sus espectáculos, ante los cuales verdaderas multitudes podían reír y llorar. Ese clima que no pueden de ninguna manera restituir, lamentablemente, las tomas de video que se conservan… 

 

Un puñado de obras maestras

 

Las obras maestras se fueron sucediendo. La clase muerta, espectáculo fascinante, prodigiosamente inquietante, es el regreso a una vieja aula de clases de adultos sobrevivientes de una catástrofe, confrontados a los maniquíes que representaban su propia infancia; hasta el momento en que, luego de todo tipo de payasadas, de apariciones fantasmales, de turbulencias, los vivos comienzan a parecerse a monigotes, y los maniquíes a cuerpos vivos… Wielopole, Wielopole (1980): álbum de recuerdos o el “otro mundo”, el de la Polonia de antes de la guerra, figuras familiares de la infancia, transfiguradas por la imaginación, irrumpiendo, y que en adelante sólo podían manifestarse en una dimensión de bufonería, de diablería, de convulsión. Que mueran los artistas (1985): un desfile exasperado donde personajes salidos de la historia polaca o de la fantasmagoría personal de Kantor (su “barracón de feria”, su “corte de los milagros”) se precipitaban sobre el escenario en una especie de ronda frenética, de la que se desprendían imágenes inolvidables (el mariscal Pilsudski sobre el esqueleto de un caballo, una seductora prostituta que una metamorfosis convierte en el ángel de la muerte); todo eso en medio de sketches desopilantes, que se cristalizan a veces en cuadros vivos para luego dislocarse, recomponerse, convertirse en una barricada, una insurrección, reanudar una carrera desenfrenada, hasta el derrumbe final… Nunca más volveré (1988): una pieza en forma de recapitulación magistral, donde objetos y personajes provenientes de casi todos los espectáculos anteriores de Kantor (un cura, un sucio personaje de albergue que termina por cantar el canto de las víctimas de la cámara de gas, una prostituta con medias negras encerrada en una jaula para gallinas, la temible “orquesta blindada de violinistas”, y cruces, horcas, toldos, e insólitos objetos escénicos) se van combinando. Entrechocándose, imbricándose, con la violencia y la rareza de las imágenes de una pesadilla, hasta constituir la más impresionante danza macabra de nuestro tiempo…

 

¿Cuáles son los rasgos característicos de la estética de Kantor? Se pueden nombrar cuatro. En primer lugar su obstinación en no ceder jamás sobre el principio de la “autonomía del arte”: su férrea insubordinación, su negativa a someter la invención teatral (“demiúrgica”) a ningún poder. La forma en que su teatro respondía a un modelo pictórico incesante, pero sometido a una muy rigurosa métrica rítmica (hubiera sido necesario hablar en términos de intensidades, de composición por bloques y líneas de tensión, de torsiones de la figuración). El hecho, también, de haber logrado conformar en torno suyo una verdadera comunidad de actores, fieles, aguerridos, en su mayoría provenientes de otros horizontes, diversos a los del teatro, encarnando sin reservas sus “personajes”, moldeándose en sus fantasmagorías y en sus visiones, y susceptibles de convertirse ellos mismos en constructores de los espectáculos.  Por último, la elaboración sin precedentes de un teatro deliberadamente subjetivo, “en primera persona”, para el cual la imaginación de Kantor se nutría de las obsesiones y tormentos de su propia memoria. Su presencia escénica en sus espectáculos, un poco en segundo plano, pero dando el impulso, lo testimonia indirectamente. La conjunción de esos cuatro elementos, finalmente, sólo él fue capaz de lograrla.

 

Durante el período comunista, Kantor nunca cedió: elaborando en general espectáculos clandestinos, volviendo al aire libre en los periodos de deshielo (en 1956, 1970, 1980), hasta el momento en que su reputación internacional obligó al gobierno a tolerar sus actividades. Luego de la caída del régimen, en 1989, Kantor no se hacía ninguna ilusión sobre lo que vendría en su lugar: concibiendo de manera muy lúcida, antes que todo el mundo, que otra ideología igualmente temible se transformaba en hegemónica, marcada por una vuelta del “catolicismo” más “conformista” y del nacionalismo polaco más rancio (por el que sentía la misma aversión categórica que su compatriota Witold Gombrowicz) (3). Y que el triunfo de las pretendidas “leyes del mercado” amenazaba la “autonomía del arte” tanto como la dictadura cultural anterior (4). Esto, percibido en 1990, unos meses antes de su muerte…

 

Por lo demás: “El arte –solía decir– no es ni el reflejo ni la transposición de la realidad; es una respuesta a la realidad”.

 

Así es que Tadeusz Kantor tiene ahora 100 años, y –paradójicamente– todo el futuro por delante.

 

1. Esa fecundación del teatro por la práctica de “performances” provenientes de las artes plásticas es nuevamente utilizada hoy en día por varios de los más renovadores directores teatrales, desde Rodrigo García hasta Romeo Castellucci.

2. Pintor, filósofo y dramaturgo polaco (1885-1939).

3. Escritor polaco (1904-1969) que vivió exiliado en Argentina y luego en Francia, autor fundamentalmente de Ferdydurke (1937) y de Cosmos (1964).

4. Véase “Ce qu’ils appellent la liberté”, entrevista realizada en febrero de 1990, retomada en Guy Scarpetta, Kantor au présent, Actes Sud, Arles, 2000.

 

*Escritor. Última obra editada (junto con Benoît Peeters): Raoul Ruiz, le magicien, Les Impressions Nouvelles, Bruselas, 2015.

Traducción: Carlos Alberto Zito

 

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