La Escuela de Fráncfort, cien años después de su inauguración
Manuel Mauricio Olivera Álvarez, Animada, acrílico sobre lienzo (Cortesía del autor)


Este año se cumple un siglo de la creación del Instituto de Investigación Social, que tiempo después sería conocido en el mundo académico con el nombre de Escuela de Fráncfort. En este artículo recordamos su contexto, algunas de sus apuestas teóricas y sus propósitos.

Como recuerda el maestro Rubén Jaramillo Vélez en su libro Presentación de la teoría crítica de la sociedad –uno de los primeros textos en los que se dio a conocer en Colombia, con detalle, la Escuela de Fráncfort: “El Instituto para la Investigación Social fue inaugurado oficialmente el 3 de febrero de 1923 en Fráncfort y comenzó a funcionar provisionalmente en alguno de los salones del Museo de Ciencias Naturales de la ciudad”.

De tal manera que se cumplen cien años de la fundación de lo que posteriormente, después de los años sesenta, se llamaría Escuela de Fráncfort, una denominación que Theodor Adorno asumió con cierto orgullo. A ella estuvieron vinculados, en distintos momentos, nombres como Max Horkheimer, Theodor Adorno, Leo Löwenthal, Friedrich Pollock, Herbert Marcuse, Eric Fromm, Walter Benjamin; y de las generaciones más recientes, Jürgen Habermas, Axel Honneth y Albrecht Welmer. Igualmente, se ha hablado de tres generaciones distintas de la Escuela, en las que Horkheimer, Adorno y Marcuse, resaltan en la primera; Habermas, en la segunda, y Honneth, en la tercera.

Ahora, como dice Rolf Wiggershaus en su voluminoso estudio “es aconsejable no tomarse en un sentido demasiado literal la expresión Escuela de Fráncfort”. Pero ¿a qué se debe esta advertencia? La respuesta es múltiple, pues abarca varios aspectos. En primer lugar, porque no fue un movimiento homogéneo que funcionara de manera estable y uniforme desde sus comienzos; segundo, los miembros principales se vincularon en distintas épocas; y tercero, los aportes investigativos fueron bastantes disímiles dado el carácter interdisciplinar de sus integrantes. Por lo demás, sólo Fromm y Adorno nacieron en Fráncfort y el Instituto fue itinerante, no funcionó solo allí, pues después del ascenso del nazismo en 1933, llegó a trasladarse a Ginebra, Suiza, y, posteriormente a Estados Unidos.

Sin embargo, como dice el mismo Wiggershaus, “sí existieron características esenciales de una escuela”, en el sentido más clásico, a saber, “un marco institucional” (el Instituto), “una personalidad intelectual carismática”, con confianza en una apuesta teórica, específicamente, Max Horkheimer quien actuó también como managerial scholar; un “manifiesto”, el famoso discurso de Horkheimer titulado “La situación actual de la filosofía social y las tareas de un Instituto de Investigación Social” dado en 1931 cuando él asumió la dirección. Igualmente, la existencia de un nuevo paradigma: la teoría materialista o crítica que articulaba filosofía, ciencias sociales diversas e investigación empírica y, finalmente, la existencia de medios de difusión de las investigaciones, tal como la Revista de Investigación Social. Estos elementos permiten, a pesar de la heterogeneidad del movimiento, hablar de una “Escuela”.

No es posible comprender bien el proyecto de la Escuela sin atender a la situación europea de los años veinte del siglo pasado: el final de la Primera Guerra Mundial y las consecuencias negativas de la misma para Alemania, el advenimiento de la República de Weimar, las tensiones políticas entre comunistas entusiasmados con la Revolución rusa de 1917, los socialdemócratas y la nostálgica derecha alemana que vio hundir al imperio. A estos hechos debe sumarsele el empeoramiento de las condiciones sociales en Alemania y el correlativo ascenso del nazismo que se presentó como un salvavidas, lo cual los lleva a canalizar el descontento social y a tomar el poder por vías democráticas en 1933.


Pues bien, es justamente en este contexto en el que insurge la idea de un Instituto que permitiera renovar teóricamente el marxismo, actuando como una opción teórica –no explícita ni organizativamente política– ante la confusión y las tensiones presentes en su sociedad. Por eso, rescataron la tradición alemana proveniente del siglo XIX, Kant, Hegel, Marx, al igual que el pensamiento de Nietzsche y Freud. Con esa tradición buscaron enriquecer el marxismo, el cual abrieron a miradas provenientes de distintas disciplinas, entre ellas, el psicoanálisis, el derecho, la ciencia política, la sociología, etcétera. Eso era notorio en las fuentes recuperadas y en el diálogo con el pensamiento de hombres como Max Weber y Georg Lukács y sus teorías de la racionalización y la cosificación (o reificación), respectivamente.


Si bien la Escuela emerge en ese contexto local alemán, no hay duda de otros aspecto de la realidad global, además de europea, percibidos por ellos: una crisis general de la civilización occidental, de Europa, de la modernidad ilustrada. Su crítica, pues, se dirigió a la sociedad acuñada por el sistema capitalista y a la manera como este había derivado en la destrucción de la democracia y el advenimiento del fascismo. Ellos quisieron descifrarlo, mostrar sus mecanismos de funcionamiento, opresión y perpetuación; buscaron dar cuenta de la forma como el sistema subyugaba al individuo y lo performaba, adaptándolo; pusieron de presente el carácter ideológico, la instrumentalización que la sociedad burguesa y luego la sociedad totalitaria hacían del arte y de la cultura. En síntesis, criticaron la racionalidad dominante y, concomitantemente, ofrecieron análisis para la superación de ese estado de cosas, tal como aparece de forma más clara en la obra de Herbert Marcuse, el miembro más comprometido políticamente, como afirma Jaramillo Vélez.

Sus grandes apuestas

¿Cuáles fueron, vistas en retrospectiva, las grandes apuestas de la Escuela? Esquematizando un poco, podemos decir lo siguiente:

La creación de una nueva teoría, la Teoría crítica de la sociedad en oposición a la teoría tradicional, es decir, al positivismo (incluido el positivismo lógico). De este asunto programático de su teoría se ocupó tempranamente Max Horkheimer, en el manifiesto ya citado de 1931, pero también en Teoría tradicional y teoría crítica (1937). Esta nueva teoría ve la sociedad como una totalidad –siguiendo a Hegel en aquello de que sólo el todo es verdadero– y enlaza en todas sus relaciones los fenómenos, a la vez que critica el positivismo reinante en el que la división del trabajo también afecta la investigación, lo que lleva a la parcelación especializada de la sociedad, esto es, a estudiar los “hechos aisladamente”. Por eso, la teoría crítica acoge el método de Marx de ir “de lo abstracto a lo concreto”, pues así no se parce la realidad al intentar dar cuenta de ella y también porque el conocimiento real de un hecho o de un objeto implica comprender y estudiar todos sus aspectos, “todas sus relaciones y mediaciones”. Por ello, la teoría tiene que ser crítica, es decir, debe mirar la totalidad social, su racionalidad o irracionalidad y a partir de allí vislumbrar caminos de superación de lo existente; por eso la crítica opera como negatividad frente a lo dado.

Desde esta perspectiva, la ciencia es vista como determinada por la sociedad imperante, por sus necesidades y sus criterios utilitarios. La empresa permea la ciencia, sus intereses y determina sus objetos de investigación, mercantilizándolo todo. Esta crítica invalida las pretensiones del positivismo de separar ciencia o conocimiento de ideología, a la vez que desecha toda pretensión de neutralidad valorativa o de un saber “neutro”.

Su crítica de la ciencia permitió tomar consciencia de que el investigador no sólo traslada a proposiciones científicas la realidad (como pensaba el positivismo lógico), sino que también él está inmerso dentro de la sociedad que estudia. El investigador no es “exterior” al objeto de investigación. El sujeto y el objeto son ambos históricos, productos de la historia misma, de la actividad practico-humana, pertenecen al mismo proceso social, por eso aquí se supera la vieja escisión sujeto/objeto del positivismo. También la percepción y sensaciones del sujeto (y del investigador) están mediadas históricamente, como lo recalcó Horkheimer y como ya lo había dicho Marx en los Manuscritos de 1844. En fin, hasta el gusto, el olfato, la vista, o todo el aparato sensorial humano están condicionados cultural e históricamente. También la teoría está inscrita en la sociedad y las categorías se han construido en un diálogo histórico. El sujeto, el objeto y las herramientas conceptuales y metodológicas también están atravesados indefectiblemente por una trama de relaciones que los conforman, los componen, es decir, son producto de la historia misma, de esa materialización de la acción en el tiempo.

La teoría crítica de la sociedad, pues, se presentó como una teoría dialéctica y materialista. Esto quiere decir que atendía al desarrollo social concreto, sus modos de producción, las relaciones productivas, las fuerzas materiales, etcétera, que determinan la reproducción de la vida, pero sin dejar de lado el aspecto ideológico o la cultura. Concibió, entonces, la realidad de manera dinámica, contradictoria y conflictiva. Eso le permitió realizar una lectura holística de la misma. Entendió esa realidad como producto de la voluntad y de la razón de los individuos y, por ende, como algo que puede ser transformado y transfigurado, superando, así, el determinismo y el fatalismo históricos.

Puestos de presente estos aspectos epistemológicos, hay que decir que la Escuela realizó una crítica de la razón moderna, no sólo de sus promesas, sino de su “perversión” y de su fracaso, como diría Axel Honneth. Es decir, si la razón desde la Ilustración prometió instaurar el mundo del progreso, la igualdad, la fraternidad, la libertad, etcétera, lo que estos teóricos estudiaron fue cómo la razón se desvió de sus fines, es decir, cómo se convirtió en “razón instrumental” (Horkheimer) y se puso al servicio de la dominación. La razón cosificada produjo un mundo administrado y una sociedad regimentada. Esta crítica incluyó el cuestionamiento de la ciencia, la técnica y la tecnología como parte de una “racionalidad tecnológica dominante” (Marcuse) que sometía al ser humano minando su libertad. La denuncia es clara cuando Horkheimer y Adorno en su clásico libro Dialéctica de la Ilustración, de 1947, sostuvieron que la Ilustración “ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”. Esa calamidad estaba representada por la barbarie de las dos guerras mundiales y por el fascismo.


La Escuela se propuso, por eso, recuperar el papel crítico de la razón, su papel negativo y transformador, su potencial emancipatorio para así construir una sociedad racional, libre y justa. No ya con una razón pervertida, sino una sociedad donde el humano pudiera materializar todas sus facultades y potencialidades. El remedio que hallaron fueron la auto-reflexión, como en Horkheimer y la teoría de la acción comunicativa, la razón dialógica, según pensó Habermas.


En este sentido, la Teoría crítica de la sociedad reivindicó la utopía, tal como lo hizo Marcuse en su libro Eros y civilización, donde uniendo a Marx y Freud, y apoyándose en otros teóricos como Fourier y Schiller, pensaba que era posible eliminar la represión excedente a partir del uso liberador de la automatización del trabajo. Marcuse afirmaba que en términos objetivos la sociedad capitalista podía satisfacer las necesidades básicas (comida, vestido, vivienda), pero la organización política de esa misma sociedad saboteaba esa posibilidad e imponía la escasez. Con la automatización era posible, por ejemplo, liberar un tiempo libre, de ocio creativo, donde el ser humano podría convertir el trabajo en juego y realizar sus potencialidades. Estas posibilidades se encontraban dadas en la misma sociedad, de ahí que se podía derivar el deber-ser del no-ser (aún). Se podía, por eso, como en Benjamin, recuperar y tratar de materializar en el presente las utopías de los vencidos sepultadas por la historia. Aquí la memoria de las luchas y de las utopías jugaban un papel relevante.


Dado el contexto y el análisis de la sociedad burguesa, la Escuela de Fráncfort se interesó por temas como la familia, la autoridad y, por supuesto, el fascismo. Esto incluyó el análisis del totalitarismo y sus mecanismos de funcionamiento. En este sentido, un punto crucial en su estudio del fascismo fue lo que Adorno y Horkheimer llamaron “Industrias culturales” (esa producción serializada de la cultura) aspecto crucial para comprender cómo la sociedad se reproduce y cómo logra adaptar (usando la repetición) mediante la radio, la televisión, el cine, etcétera, a los individuos al statu quo, eliminando, a la vez, la posibilidad de una respuesta al sistema. La cultura, pues, en el sistema capitalista reproduce los imaginarios, la lógica, los deseos del capital, se convierte en cultura afirmativa de lo real. Esto les permitió mostrar que en las sociedades industriales avanzadas, a pesar de las múltiples ofertas, el individuo realmente no era libre ya que de antemano todas las posibilidades estaban prefabricadas: divertirse, comprar, vacacionar… Desde este punto de vista la libertad es una ilusión: “Libertad organizada es libertad obligatoria”, sostuvo Adorno. Marcuse, por su parte, lo dijo de una manera más contundente: “La libre elección de amos, no suprime ni a los amos ni a los esclavos”. La libertad es, más bien, la posibilidad de crear opciones, no de escoger entre ellas.


Finalmente, hay que decir que la teoría crítica de la sociedad si bien utilizó las herramientas marxistas de análisis, atención a la economía, asunción de la dialéctica, análisis del papel integrador de la cultura, no hizo una propuesta política concreta, tampoco asumió que el proletariado fuera el sujeto de la historia como pensaba Marx, pues este ya había sido “integrado” como clase media a la sociedad imperante. Por eso, hay cierto déficit político en sus planteamientos. Con todo, esto no puede llevar a desconocer sus aportes a la estética (dejando de lado el clasismo de Adorno en su valoración del Jazz), ni a las reflexiones de Horkheimer sobre la teología, al igual que el monumental esfuerzo de Habermas, desde su hipernormativismo en la ética, el derecho y en la democracia, por recomponer los pedazos rotos de la modernidad y así posibilitar formas de vida más emancipadas. Sin duda, hoy muchas de las apuestas de la Escuela conservan vigencia, de ahí que podamos suscribir lo que Horkheimer decía, en 1940, en un ensayo titulado La función social de la filosofía: “Nuestra misión actual es, antes bien, asegurar que en el futuro no vuelva a perderse la capacidad para la teoría y para la acción que nace de esta, ni siquiera en una futura época de paz […]. Debemos luchar para que la humanidad no quede desmoralizada para siempre por los terribles acontecimientos del presente”.

  • Universidad Industrial de Santander.

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Información adicional

Autor/a: Damián Pachón Soto*
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº230, marzo 2023
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