Henri de Castries, entonces director del Grupo Axa, advirtió allá por 2015 que, si la crisis climática se agravaba, convendría no confiar demasiado en las compañías de seguros. “Un aumento de dos grados de la temperatura media mundial todavía puede ser asegurable –anunciaba el empresario–, pero lo que es seguro es que una suba de cuatro grados no lo es”. Al final, un aumento de 1.2ºC fue suficiente para que State Farm, uno de los pesos pesados del sector, diera la espalda a California. El motivo fue “un rápido aumento de la exposición a las catástrofes”. Como consecuencia, desde hace un año, la compañía no ha firmado nuevos contratos para viviendas y comercios en ese estado y acaba de rescindir 72.000 pólizas. Este procedimiento es cada vez más habitual en Estados Unidos, sobre todo en Louisiana, en donde se anularon las pólizas del 17% de los propietarios de viviendas en 2023. Los clientes descontentos pueden recurrir a la competencia, que les ofrecerá tarifas prohibitivas y cláusulas barrocas, tales como la negativa a cubrir catástrofes que, como los huracanes, llevan nombre.
Tormentas, sequías, inundaciones. En todo el mundo, la proliferación de riesgos climáticos supone pérdidas considerables para las aseguradoras. En este tipo de casos, las compañías de seguros no se hacen demasiadas preguntas. Si un riesgo resulta demasiado costoso, suben el valor de las primas; si eso no basta, dejan de cubrirlo. Con el calentamiento global y su “aumento de la siniestralidad”, todos los países tienen ahora regiones que dejan de ser rentables. Ya no solamente las islas de Tuvalu, Angola y Bangladesh son considerados territorios no rentables desde hace tiempo, sino también países como Australia, España e Italia. En Francia, el gobierno está tan preocupado por el problema que ha creado una comisión de evaluación que acaba de entregar sus conclusiones: hace falta un “reequilibro financiero” y “redoblar los esfuerzos de prevención”–es decir, aumentar las pólizas, hacer que el Estado pague y guardar el auto en caso de granizo–.
Según sostienen sus gestores, las compañías de seguros están actuando como pioneras. Al alejarse de las zonas de alto riesgo y presentar el costo real de las catástrofes naturales, contribuyen a sensibilizar a la población. A falta de una cobertura satisfactoria, la gente debería alejarse de las zonas peligrosas, creando una geografía social finalmente amoldada al desajuste climático.
Pero las cosas no son del todo así. Aunque las aseguradoras rehúyen las zonas expuestas, esas mismas zonas siguen ganando habitantes. En Francia, nada frena el gusto por el sol del Sur y los paisajes del Atlántico, ni las sequías ni las tormentas. En Estados Unidos, la población sigue creciendo en Georgia, Carolina del Norte y Texas. Y los jubilados siguen acudiendo en masa a Florida, que encabeza la clasificación por el costo del seguro de hogar (una media de 6.000 dólares al año). Las primas desorbitadas y el riesgo de incendio ya no impiden que proliferen las viviendas cerca de los bosques estadounidenses, sobre todo desde que la pandemia de Covid-19 reveló a los ejecutivos los encantos del trabajo remoto al aire libre. Los más ricos no renuncian a sus preferencias. Y los más pobres se instalan donde pueden. Si nadie quiere darles cobertura, no se mudan: viven sin seguro.
Seis millones de propietarios estadounidenses se encuentran actualmente en esta situación, atrapados en una vivienda que ha perdido todo su valor. El más mínimo accidente podría sumirlos en la bancarrota, imposibilitándoles pagar sus préstamos, con el riesgo de una reacción en cadena para los bancos y el mercado inmobiliario. Para evitar una crisis generalizada, los poderes públicos meten la mano en el bolsillo. Louisiana subvenciona a las compañías para que puedan seguir operando allí, mientras que Florida ofrece una cobertura pública, cuyo número de suscriptores se ha triplicado desde 2019. Las únicas que no toman ningún riesgo son las aseguradoras.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Micaela Houston
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