Reunión de dioses

Puedo verlos. Se han reunido más arriba de las nubes. Allá, donde todo es silencio y vacío. En ese lugar donde, se dice, no existe el tiempo ni el dolor. Permanecen inmóviles mientras miran hacia abajo. Les cuesta creer lo que ven. ¿Será posible?

Alá recuerda que los responsables del ataque de Hamás a Israel suelen visitar con frecuencia la mezquita y realizan sus cinco oraciones diarias. No entiende cómo algunos que se hacen llamar musulmanes deciden pasar por alto aquello de que “matar a un inocente es como matar a toda la humanidad”. En el Corán 5:32 lo dejó claro como el agua. Pero unos pocos fanáticos han osado tergiversar su mensaje de misericordia, compasión y justicia. Sus mentes pequeñas e ignorantes han confundido la fe con la barbarie y han convertido en causa el horror.

Yahvé, por su parte, comenta que ha visto entre sus creyentes a varios de los soldados israelíes que bombardearon escuelas, refugios y hospitales palestinos. Se pregunta si acaso no dejó lo suficientemente claro en Proverbios 6:16-19 las cosas que su alma abomina. Una de ellas es “las manos que derraman sangre inocente”. Por eso recuerda con espanto lo que escuchó cuando Ahmad Tibi, parlamentario árabe del Knesset israelí, preguntó si era legítimo meter un palo en el recto de una persona –como lo hicieron los soldados israelíes que violaron en grupo a un prisionero palestino en la cárcel de Sde Teiman y aun así salieron libres– y Hanoch Milwidsky, miembro del partido gobernante Likud, contestó: “Si es un Nukhba (militante de Hamás), ¡todo es legítimo! ¡Todo!”. Yahvé siente escalofríos al pensar que alguien así crea que forma parte de su pueblo elegido.

Dios, por su parte, está aterrorizado. Si tan solo el odio y la ira injustificada son para Él terribles pecados espirituales, ¿qué decir de lo que ha sucedido en Ucrania? Le resulta inverosímil que los hombres que han decidido esta guerra (que no están solo en Ucrania y Rusia) estén hechos a su imagen y semejanza. Sabe que estas personas –disfrazadas de protectores de la soberanía de los países y amantes de la paz– hubieran podido buscar desde el inicio una negociación política, una salida diplomática, actuar como verdaderos pacifistas, pero eligieron lo contrario. Eligieron la guerra. Y lo hicieron porque, como dice el profesor estadounidense de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs, las armas se prueban en los conflictos. 

Dios piensa que usar más de 900.000 millones de dólares para matar civiles, destruir ciudades, desplazar personas y crear un sinfín de problemas humanitarios es la sumatoria de todos los pecados capitales, y evidencia el incumplimiento de todos y cada uno de sus mandamientos. Por eso se pregunta por qué es tan difícil para algunos identificar como la única política decente, digna y compatible con la supervivencia del género humano el cuidado de su Creación: las personas y el planeta en el que vivimos.

Según el Evangelio, Jesús dice: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). La gran mayoría quiere la paz. Pero a Dios le preocupa que las personas que manejan la política estatal en Washington, las que están al frente del sistema financiero en Wall Street, del sistema de salud y del inconmensurable presupuesto militar, sigan actuando de acuerdo con sus propios intereses y los de un puñado de empresarios multimillonarios (menos de diez personas), mientras los más pobres y desfavorecidos siguen peleando guerras cuyas razones no entienden y cuyas consecuencias no pueden dilucidar.

La preocupación de Dios se eclipsa ante el llanto de Buda. No puede evitarlo. Ve a diario a millones de sus seguidores diciendo que practican consciencia plena, mientras no dejan de mirar sus celulares, desde los cuales expresan opiniones cargadas de odio y falta de empatía en las redes sociales.

Buda ve que quienes dicen creer en su filosofía están, en realidad, ligados a distracciones que los alejan de observar sus pensamientos y acciones. Acciones como comprar ropa de marcas de moda efímera, cuya producción consume cantidades absurdas de agua, fomenta el trabajo infantil y mal remunerado en países sumidos en la pobreza, e incrementa el tamaño de la isla de desechos textiles en el desierto de Atacama, que ya es visible desde el espacio.

Buda expresa su miedo. Y su temor se suma al pánico de Dios, y al terror inmenso de Yahvé y Alá. Los dioses griegos tiemblan en una esquina, junto con los dioses hinduistas, indígenas y del candomblé.

De repente, ven colarse en la reunión a un dios que nunca antes habían visto. Tiene un peluquín albino y parece dormir en una cámara bronceadora. Este dios asegura que acabará la guerra en la Franja de Gaza, pero los palestinos deben irse a otro lugar de su reino, porque Él tiene otros planes para esa zona. Deben irse al lugar que Él decida. Egipto o Jordania; no importa a dónde, desde que sea lejos de su país.

Dice también que le pondrá fin a la guerra de Ucrania, pero deben darle lo que Él pida. El ángel caído, llamado Zelenski, asiente y baja la cabeza, mientras su gemelo de alas negras, Putin, decide negociar lo que antes le parecía imposible. A ninguno de los tres parece importarle que hayan muerto millones de personas para nada.

El dios albino señala con el dedo hacia Groenlandia, Canadá, el Golfo de México y el Canal de Panamá. Se comporta como un niño mimado en una tienda de dulces. Es goloso. Lo quiere todo. Y dice estar dispuesto a hacer cualquier pataleta para conseguirlo.

Este dios ha invitado a un amigo que habla de poner una bandera que no es la suya en Marte. Ni al albino ni a su amigo se les ha oído hablar de las crisis humanitarias de Sudán, Siria, Afganistán, Yemen, Etiopía o Chad. Eso no es importante. Tampoco son importantes los inmigrantes que viven en su país y mantienen a flote la economía haciendo todos los trabajos que ellos no quieren hacer. Por eso los señalan de criminales y los tratan como terroristas.

A Dios y a Buda les parece haber visto una noticia en la que el dios albino había sido condenado por varios crímenes y tenía pendiente otros juicios. Pero este dios parece intocable. Y da miedo pensar que en otras partes están apareciendo mandatarios con ínfulas de dioses, que recomiendan negocios de criptomonedas, o se quedan en el poder a pesar de que la gente vote por otros.

Nunca he sido optimista. Pero creo que lo único que me queda –lo único que nos queda a los mortales– es conservar la esperanza. Y, como propone Byung-Chul Han, anteponerla al miedo. Intentar ser mejores, una y otra vez. Procurar ser más dulces, con nosotros mismos y con los demás. Permanecer atentos a cómo podemos apoyar y ayudar a quien lo necesite. Recordar que “nos elevamos al levantar a los demás”. Tener presente que para ser grandes no es necesario destruir lo que hizo quien vino antes que nosotros, y que el mérito de un logro excepcional rara vez puede atribuirse a una sola persona. Es la única forma de imaginar el futuro. Un futuro que empieza con cada día, con cada acción. Ojalá logremos que nuestras acciones estén en concordancia con las enseñanzas amorosas, compasivas, expansivas, bondadosas, justas y misericordiosas de los bellos dioses que han existido. Esos que hemos imaginado en todas las culturas y a lo largo de todos los tiempos. γ

*Profesora de escritua  creativa
Universidad Nacional de Colombia.

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Información adicional

Autor/a: Adriana Arjona
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Fuente: Le Monde diplomatique, edición 252 marzo 2024
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