Shock y conmoción… Son las únicas palabras capaces de calificar el impacto que produjo en Brasil el anuncio formulado por Donald Trump, el 9 de julio pasado, a través de una carta que la Cancillería brasileña devolvió a su firmante, al considerarla ofensiva y fuera del habitual tono diplomático, advirtiendo que los productos brasileños con destino al mercado estadounidense serían castigados con un alza de 50 por ciento en los aranceles de ingreso a ese país, a partir del primero de agosto próximo.
Las razones esgrimidas para esta inusual medida son básicamente tres: i) la intención de “rectificar las graves injusticias del régimen actual” de intercambio comercial, las que, a juicio de Trump, perjudican notablemente a su país; ii) el deseo de terminar “inmediatamente” la “caza de brujas” que, en su opinión, sufre su amigo, el ex Presidente Jair Bolsonaro, sometido a proceso por la justicia brasileña por un intento de golpe fallido luego de haber perdido en las urnas la posibilidad de reelegirse como mandatario, a fines de 2022; y iii) procurar poner coto a “los maliciosos ataques de Brasil” a la libertad electoral y de expresión que se manifestarían a través de “órdenes de censura secretas e ilegales emitidas contra plataformas de redes sociales estadounidenses”, a las que el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil, y, en particular, el magistrado Alexandre de Moraes, habría atacado, restringiendo sus acciones y amenazándolas con severas multas.
