Valor de cambio y naturaleza degradada

El valor de cambio de los productos medido por las horas de trabajo humano surge cuando las relaciones salariales y la búsqueda de la mercantilización total de la sociedad fue trazada como la meta última del capital. Una realidad que con el paso del tiempo, y ante la crisis sistémica que hoy afronta la humanidad, indica que una visión biocéntrica debe negarse a la mercantilización de la naturaleza, y el uso justificador para estos propósitos, de técnicas como la inteligencia artificial, ha resultado ser tan sólo sofistería legitimadora.

El sicoanalista francés Jaques Lacan, en una entrevista que daba en 1974 al periodista Emilio Granzotto, ante la pregunta por la reiterada afirmación en auge de la obsolescencia del pensamiento de Sigmund Freud, contestaba: “¿Cómo puede decirse que está obsoleto si aún no lo hemos entendido a cabalidad?”. Esta respuesta puede hacerse extensiva al trabajo de Marx, y no porque lo escrito por estos dos “genios de la sospecha” sea omnicomprensivo o incontrovertible, sino porque el sentido más general de su trabajo parece ser lo primero que olvidan quienes abogan por enviarlos al cajón de lo desechable.

En el caso de Marx, que es el que nos ocupa acá, es quizá aún mayor ese desfase, puesto que su observación crítica del capitalismo cuestiona los intereses de los grupos sociales que usufructúan el poder político y económico en esta relación social. Uno de los temas más recurrentes de las “refutaciones” tiene que ver con su teoría del valor, de la que es olvidado a menudo que su exposición tiene por fin explicar cómo en el capitalismo, y tan sólo en el capitalismo tienen lugar, de esa manera tan particular, tanto la formación del mecanismo que establece las proporciones en que son intercambiadas las mercancías como la distribución de los ingresos, expresada en el precio del producto. 

Entender esa delimitación es el punto de partida para cualquier análisis, que los críticos serios de El Capital ya remarcaban en 1872 mientras que, contrariamente, los del Siglo XXI parecen ignorar: “Pero es, se dirá, que las leyes generales de la vida económica son siempre las mismas, ya se proyecten sobre el presente o sobre el pasado. Esto es precisamente lo que niega Marx. Para él, no existen tales leyes abstractas […]. Según su criterio, ocurre lo contrario: cada época histórica tiene sus propias leyes […]. Tan pronto como la vida supera una determinada fase de su desarrollo, saliendo de una etapa para entrar a otra, empieza a estar presidida por leyes distintas” (1), comenta I. Kaufman, en una de los primeras reseñas de El Capital, que Marx avala. La teoría del valor refleja, entonces, condiciones particulares y específicas del capitalismo en las que las fuerzas de la naturaleza, como los efectos de la cooperación, no entran en la contabilidad del capital: “[…] las fuerzas productivas que brotan de la cooperación y de la división del trabajo no le cuestan nada al capital. Son fuerzas naturales del proceso social. Tampoco cuestan nada las fuerzas naturales de que se apropia para los procesos productivos: el vapor, el agua etc.” (2), dice Marx, dejando claro qué componentes entran en la contabilidad monetaria de los capitalistas, para sus estimaciones del precio del que el valor es la base de su conformación. 

La “nuevas” refutaciones de Marx

El movimiento del llamado “colapsismo” ha publicado recientemente una serie de “reflexiones extraídas de la Inteligencia Artificial” en las que afirma que ésta ha “refutado” la teoría del valor de Marx. Y, pese a las comillas que colocan, lo consignado parece claramente una aceptación de la refutación,sin comillas (3). La sedicente refutación está apuntalada, en este caso, en que Marx no incluye la contribución de la naturaleza en su definición del valor, por lo que una “correcta” teoría del valor, que los seguidores de la Inteligencia Artificial denominan “teoría extendida del valor”, además del capital constante (maquinas, herramientas, materias primas y auxiliares–Cc) y el capital variable (fuerza de trabajo cuantificada monetariamente en el salario –Cv), más el excedente o plusvalía (la producción que supera los costos de reposición del conjunto social –P), debe integrar el “valor natural” (la “contribución” de la naturaleza –n), en razón de que “Aquí, n representa el valor ecológico o natural, añadiendo una dimensión crucial que refleja el costo o contribución ambiental necesarios para sostener la producción. Esta ecuación incita a una reevaluación de cómo se calcula el valor, fomentando la inclusión de la gestión ambiental directamente en los cálculos económicos, buscando un equilibrio entre el desarrollo económico y la sostenibilidad ecológica”. 

Lo primero que debe señalarse, entonces, es que la mencionada “corrección” no debe dirigirse a Marx sino al capitalismo pues, como ya fue señalado, para el pensador alemán el capital considera las “fuerzas de la naturaleza” como algo gratuito que no tiene un costo, así que la expresión Cc+Cv+P es la forma como el capital contabiliza el valor, y dado que Marx es explícito en señalar que lo que busca es describir y explicar el capitalismo, mal podría introducir una variable que este no incluye. Marx no buscaba darle consejos al capitalismo, sino entenderlo para así poder sentar unas bases sólidas de transformación hacia una sociedad que no tuviera como base “el esquilmar simultáneamente las fuerzas del trabajador y de la naturaleza”.

Valor y distribución

La teoría del valor-trabajo no sólo surge para explicar las proporciones en las que las mercancías son intercambiadas, sino que también expresa las condiciones de las relaciones sociales que definen la forma en la que el producto social es distribuido. Tanto Adam Smith como David Ricardo, quizá las principales figuras de llamada escuela clásica de economía, encontraron en la expresión del valor, tal y como tiene lugar en el capitalismo, la relación entre la apropiación de los factores de la producción y los ingresos de las tres clases fundamentales de la sociedad moderna: capitalistas (apropiadores de la ganancia), trabajadores (perceptores de salario) y terratenientes (apropiadores de la renta del suelo). Pero fue David Ricardo el primero qué de forma explícita, no sólo señaló que el precio expresa los componentes de los ingresos de quienes participan en el proceso productivo, sino que precisó, además, que de las proporciones de su distribución depende la dinámica de acumulación del capital. Los capitalistas, dueños de los factores materiales de la producción apropian, además de la ganancia, el equivalente invertido en los factores materiales de la producción. Ricardo, sin embargo, no pudo explicar de dónde surge la ganancia, a lo que Marx daría respuesta con su concepto de plusvalía, demostrando cómo en una jornada de trabajo normal en sociedades de reproducción ampliada, es producida una cantidad mayor a la necesaria para reponer lo gastado –que incluye los bienes salarios que les permiten a los trabajadores su subsistencia– siendo, ese excedente, trabajo no pagado, de donde extraen sus ingresos tanto industriales como banqueros y dueños de la tierra. 

De esa forma, los teóricos del valor-trabajo, establecieron, por primera vez, la relación entre la apropiación de un factor determinado (capital, fuerza de trabajo y tierra) y la clase y cantidad del producto social recibido. No hay, entonces, en el capitalismo ingreso si no hay apropiación de un determinado factor, pues lo que no aparece apropiado, para los ojos del capital es un “recurso libre”, cuyo costo no puede ir más allá del trabajo humano que cueste su uso. El ejemplo clásico es el del aire utilizado en una máquina neumática por el que nada es pagado, entre otras cosas, por la imposibilidad material de ejercer y formalizar su apropiación. 

El trabajo –definido en su mayor generalidad por la Física–, es igual a la fuerza por la distancia, lo que significa el gasto de una cantidad determinada de energía para un cambio de estado de cualquier cosa. Cuando la corriente de un río, por ejemplo, es usada para mover una rueda con aspas que, a su vez, es convertida en el medio que transmite la energía de esa corriente a un molino que tritura granos de un cereal, hay allí una cantidad determinada de trabajo en el sentido físico del término, pero, es la actividad humana que usa esa fuerza para moler el cereal la que da valor de cambio a la harina, si es que esta es producida como mercancía (4), en razón de que sin esa intervención consciente, el resultado final, harina, no existiría sin dicha mediación. En los costos son tenidos en cuenta el valor del molino (su depreciación, para ser más precisos) y del cereal (capital constante, para el productor de harina, según Marx) y el de la fuerza de trabajo. Si el río es apropiado privadamente, lo que reclama su dueño forma parte de la “renta del suelo”, en cuya formación y estimación de su monto fueron lo suficientemente amplios Ricardo y posteriormente Marx, pero que es imposible tratar en un artículo de periódico (5).

Cuando los teóricos del Colapsismo presentan las “formulaciones” de la inteligencia artificial, que “refutan” a Marx, expresan: “Diferenciemos entonces dos tipos de ‘Valores Naturales’: 1-Valor Natural Primario, donde el trabajo humano no es necesario para la producción del ‘producto natural’ en sí (pensemos aquí en el ciclo del agua), y 2-Valor Natural Secundario, donde el trabajo humano es necesario para la introducción de ese ‘valor natural’ en el ciclo económico”. Afirmación que debe llevar a preguntas, como: ¿en el caso de la minería de metales, verbigracia, además de los costos de la extracción, debe estimarse monetariamente la cantidad de fuerzas ciclópeas que durante millones de años actuaron en su conformación? ¿No suena esto a exabrupto? ¿Preguntas como esta deben ser adjudicadas a simples prejuicios de ortodoxos que dogmáticamente no quieren aceptar las nuevas consideraciones?

En cuanto al “valor natural secundario”, que sin eufemismos no es otra cosa que “trabajo humano”, el ser designado como único determinante de nuevo valor, tiene como explicación el hecho, ya señalado, de que es nuestra especie la que direcciona intencionalmente los diferentes tipos de fuerza cuando busca un resultado materializado en lo que denominamos producto, que no es otra cosa que naturaleza adaptada para satisfacer las necesidades que le permiten a los humanos prolongarse en el tiempo individualmente y como especie. Sin esa intencionalidad, este proceso que denominamos trabajo humano no tendría lugar y las energías involucradas no serían conjuntadas para ese fin, por lo que no quedarían materializadas en esa realidad de la que nos servimos y que también denominamos bienes. La intencionalidad, la anticipación, en el sentido más amplio de planeación, son las características que Marx atribuye al trabajo humano, y es bajo esa perspectiva que considera lo demás “pasivo”. Los animales usados por humanos como instrumento, son contabilizados por el capital como trabajo pasado –también denominado trabajo muerto, a pesar de ser seres vivos, en ese caso, lo que posibilita su uso productivo–, no a pesar de su movimiento sino porque el costo del trabajo que generan es tan sólo el valor monetario de su reposición. Igualmente, el uso humano de las fuerzas de la corriente del río, o de un animal domesticado como el caballo, para hacer sus desplazamientos más rápidos y con menor esfuerzo ha tenido lugar desde tiempos inmemoriales, sin que haya existido la necesidad del cálculo de ningún “valor natural primario” o “plusvalía” animal o ecosistémica. 

El mercado, basado en el intercambio entre equivalentes es, en sentido histórico, algo reciente y es claro, desde los trabajos de Marcel Mauss sobre el Don y de Karl Polanyi en Nuestra obsoleta mentalidad de mercado, que los intercambios han tenido estructura y sentido muy distinto en cada una de las fases históricas en las que ha tenido presencia. Polanyi considera, por ejemplo, qué ha pasado por tres fases diferentes en las que la redistribución, la reciprocidad y el intercambio, propiamente dicho, caracterizan cada época con lógicas que permiten distinguirlas sustantivamente unas de otras. Los cálculos de valor, explícito o intuitivo, no han sido siempre, ni tienen que ser en el mañana, condición para la existencia del comercio. El “regalo”, en el sentido más amplio de la palabra, por citar un caso, no ha sido algo ocasional y excepcional en el pasado como mecanismo de distribución de la riqueza. 

Vino viejo en odres nuevos

La perfección del trabajo de la naturaleza no era desconocida para los economistas del siglo XIX. Marx, en una frase muy conocida afirma que “la construcción de los paneles de las abejas podría avergonzar por su perfección, a más de un maestro de obra”, sin embargo, aclara que el maestro aventaja a los delicados insectos en el grado en que proyecta su futuro resultado en el cerebro. En una entrevista que George Kallis, economista ecológico y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, le hace al Geógrafo Erik Swyngedouw, de la Universidad de Manchester, quizá en alusión a la frase de Marx, tituló el diálogo: ¿Las abejas producen valor? (6). Y, a diferencia de la Inteligencia Artificial –sin negar que las abejas realizan un trabajo en la elaboración de la miel–, la respuesta de Swyngedouw fue clara: si el granjero consume la miel, puede hablarse tan sólo de valor de uso porque no hay mercancía y, por tanto, no existe valor de cambio que es lo que expresa la tan discutida fórmula del valor. A lo que puede agregarse, qué si el granjero la lleva al mercado, puede estimar tan sólo el costo de la recolección, el envase y el transporte pues las “abejas habrían trabajado gratis para el granjero”. 

La relación entre valor de cambio y distribución de la riqueza aparece con toda claridad si realizamos un experimento mental en el que pensemos una sociedad totalmente automatizada, donde los que realizan todo el trabajo, por ejemplo, sean los robots autoreplicantes de John Von Neumann. Lo primero que observaríamos, en ese caso, es que de la ecuación del valor desparece el capital variable, es decir, los salarios. ¿Eso significa, entonces, que la teoría del valor de Marx es incompleta porque no previó ese futuro utópico, o si se quiere distópico? ¿No debemos, acaso, dejar a los robots autoreplicantes de Von Neumann que decidan como calculan y procesan los “costos” de su autoreplicación, y el papel que debemos jugar en su mundo? Como fue dicho, Marx habla del capitalismo, y una de las variables que define ese sistema es la relación salarial, por lo que esa sociedad totalmente robotizada no sería una sociedad capitalista. El problema de sacar de contexto los razonamientos sociales con herramientas analíticas surgidas no de la realidad sino de principios normativos impulsados por el deseo, es que los divorcia de la temporalidad que busca esclarecer, convirtiendo el análisis en un anacronismo carente de sentido, sin pertinencia ni poder explicativo.

¿Cuáles son las circunstancias que obligan al capitalismo a buscar incluir en la contabilidad monetaria algunos aspectos de la naturaleza? Para responder es necesario remontarnos a la década de los años veinte del siglo pasado, cuando el economista convencional Arthur Cecil Pigou puso en primer plano el concepto de externalidades, esto es, los efectos resultantes y no buscados tanto de la producción como del consumo. El ejemplo clásico de externalidad negativa es el del lavado de ropa en la parte alta de un río que termina afectando, por contaminación, la pesca aguas abajo. Esta observación desnudó la existencia de “anomalías” que de forma eufemística han sido agrupadas como “fallos del mercado”, en los que los precios no expresan la asignación más eficiente de los recursos, pues otros capitalistas o los ciudadanos del común tienen que pagar costos adicionales para neutralizar, por ejemplo, los efectos de la contaminación. Pigou sostenía que una de las condiciones del equilibrio general, y de la igualdad entre el bienestar privado y el bienestar social, es que la recepción total de las ganancias por parte de los inversionistas debe corresponder al pago de los costos totales, cosa que no sucede cuando hay externalidades, y propuso como solución tipos especiales de impuesto.

La aparición del libro de Raquel Carson La primavera silenciosa en 1962, que llevó a la prohibición del DDT como pesticida y dio pie a la creación de la primera agencia de producción ambiental en los Estados Unidos, convirtió la contaminación en el ejemplo clásico de externalidad y, como no podía ser de otra manera, estimuló a la academia convencional, a buscar en los “mecanismos del mercado” la solución. Surge, entonces, la llamada Economía Ambiental, que tiene como propósito la valoración de las externalidades y del “capital natural” si bien, es justo reconocerlo, que en el caso de los fenómenos macro-sistémicos como el calentamiento global admite que intentar valorarlos monetariamente es un sinsentido. 

En un texto elemental de divulgación como la Valoración económica de la calidad ambiental de Diego Azqueta, luego de reconocer el autor que existen límites ecológicos que no pueden sobrepasarse, y que corresponde tan sólo a la ecología su delimitación, los colapsistas hubieran podido leer en la introducción: “Al análisis económico le quedaría la no desdeñable tarea de discutir, entre otras cosas, la compatibilidad de los distintos modelos de crecimiento (de organización social) con esos límites ecológicos; […]. No es tarea despreciable, pero en ella el estado del medioambiente aparece como una restricción: delimita lo que es viable y lo que no”. Y, más adelante: “Podría parecer incluso una frivolidad preguntarse por el valor económico de la capa de ozono, o de la estabilidad climática”. Afirmación que quizá podría haber llevado a los colapsistas a interrogarse sobre si ¿no es también frívolo preguntarse por el valor del ciclo del agua? 

La urgencia de dar valor monetario a la naturaleza, luego de la asociación directa establecida entre externalidades y problemas ambientales, es explicable en la visión ortodoxa de la economía, comprometida con la continuidad del capitalismo, pues ha vislumbrado la posibilidad de intentar internalizar las externalidades a través de la construcción de mercados que, sin embargo, cuando no son “hipotéticos” han acabado en timos como los “bonos de carbono” que han dado lugar a la lógica de qué “si contamino y pago algo, puedo seguir contaminando”. Diversificar la cartera y reforzar el enriquecimiento de los intermediarios financieros, ha sido el trágico resultado.

La Economía Ecológica, de la que pueden identificarse varias tendencias, en contravía de la Economía Ambiental aboga, en algunas de sus versiones, por la búsqueda de un “estado estacionario” para el sistema material de la reproducción, es decir, sin crecimiento, o, en las posiciones más radicales, por la abolición del capitalismo como lógica directriz de lo humano. La introducción que hace del concepto de entropía el pensador rumano Nicholas Georgescu-Roegen en los análisis económicos, y sus conceptos de irreversibilidad e irrevocabilidad para algunos procesos del metabolismo material de la sociedad humana, no dejan espacio a los intentos de dar valor de cambio a la base natural como instrumento de conservación, además de proyectar una perspectiva poco optimista del futuro de la especie, dado que el planeta es un sistema cerrado. Algunos economistas ecológicos, incluso, cuestionan la propiedad privada en razón de que argumentan que la sostenibilidad depende de una gestión que tenga en cuenta los ecosistemas como unidad, lo que riñe con la parcelación exigida en la apropiación privada del territorio. Por eso llama la atención que renombrar el trabajo humano, o hablar de “valor natural primario” para referirse a la materialidad o a las energías introducidas en la producción de bienes o en la generación de servicios, pretenda mostrarse como una novedosa contribución de los movimientos alternativos al problema crítico de la base natural, cuando quienes no reclaman ser marxistas cuestionan de forma verdaderamente radical al capital.

En las discusiones sobre los intentos de valorar mercantilmente la naturaleza, incluso las visiones ortodoxas han encontrado obstáculos insalvables como los que representan los llamados “valores de no uso”, formulados inicialmente por John Vasil Krutilla, que habló tanto del “valor de existencia” para algunos ecosistemas y paisajes que las personas, a pesar de no usufructuarlos, no consienten que no sean conservados, como de “valor de legado”, que interroga por la cantidad de un recurso que debe ser usado por la generación presente y cuánto debe ser conservado para las futuras generaciones. ¿La teoría del “valor extendido” de los colapsistas considera que es posible y pertinente cuantificar estos aspectos? La equidad intergeneracional es uno de los asuntos más discutidos y en el que la ética parece ser la única que tiene la última palabra.

La discusión no es un asunto meramente teórico. La valoración monetaria de la naturaleza tiene implicaciones políticas con aristas peligrosas que los movimientos alternativos deben cuestionar radicalmente. En el capitalismo, valor de cambio y propiedad privada son caras de una misma moneda, que ha servido en la visión convencional de lo ambiental para abogar por la privatización de la naturaleza con argumentos como el de la llamada tragedia de los comunes, formulado por Garrett Hardin, que sostiene que el uso colectivo de los recursos naturales conduce a su sobreexplotación por el “egoísmo innato” de los humanos. Ese hecho, desmentido por innumerables ejemplos históricos es, sin embargo, usado por quienes quieren dar precio a la naturaleza para su total privatización. 

Des-mercantilizar nuestras relaciones debe ser una de nuestras tareas, no lo contrario, por lo que el camino de dar brochazos verdosos a los textos de Marx es quizá lo menos aconsejable, cuando ni siquiera parece haber sido asimilado que lo que buscó fue fundamentar las leyes más generales que rigen el capitalismo. Y si la automatización de la producción está relegando en la actualidad al trabajo humano, y esquilmarlo es hoy cada vez menos importante que esquilmar las fuerzas de la naturaleza, el asunto amerita esfuerzos mentales de gran calado, que a los fieles creyentes en que las respuestas deben buscarse en la Inteligencia Artificial, los obligaría, por lo menos, a ampliarle el horizonte en el que buscar esas respuestas, para así evitar más partos de los montes. γ

1. En el Postfacio a la segunda edición del Capital, Marx cita con aprobación las observaciones de I. Kaufman, de las que dice que lo que identificó acertadamente el reseñador de su obra fue el método dialéctico. 

2. Numeral 2 del capítulo XIII “Maquinaria y gran industria”, del volumen I del capital.

3 . El mensuario desdeabajo reprodujo las “respuestas” de la Inteligencia Artificial acerca de las insuficiencias de la teoría del valor de Marx que pueden consultarse en: https://www.marxismoycolapso.com/post/marxsist-artificial-intelligence-refutes-marx-theory-of-value-inteligencia-artificial-marxista-ref

4.  “Como unidad de proceso de trabajo y proceso de creación de valor, el proceso de producción es un proceso de producción de mercancías, como unidad de proceso de trabajo y proceso de valorización, el proceso de producción es un proceso de producción capitalista, la forma capitalista de la producción de mercancías.” Sección Tercera, capítulo V, numeral 2 del Primer volumen de El capital.

5.En “Espacio, Ambiente y Renta del suelo”, libro publicado por la Universidad Nacional de Colombia, traté con amplitud este tema 

6. Giorgos Kallis, Do Bees Produce Value? A conversation between an ecological economist and a Marxist geographer. (https://www.cnsjournal.org/do-bees-produce-value-a-conversation-between-an-ecological-economist-and-a-marxist-geographer/)

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Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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Fuente: Le Monde diplomatique, edición 248 octubre 2024
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