Biodiversidad con libre determinación

América Latina es la región del mundo que concentra la mayor biodiversidad, y es también la más violenta con las mujeres y la naturaleza. El que viola las mujeres destruye la selva, escribe Eliane Brum en su crónica periodística desde la Amazonia (1), y se puede añadir que, al mismo tiempo, también despoja a los pueblos indígenas. La región tiene los más altos índices de femicidio en el mundo y es donde son asesinados el 88 por ciento de los defensores de la naturaleza a nivel global (2). Son formas de violencia que parten del mismo proceso de apropiación que fragmenta la vida y divide a la naturaleza, en sus formas humanas y no humanas, para tomarla como recurso.

¿Qué tienen en común las mujeres y los defensores de la naturaleza? Ambos son desvalorizados como objetos de consumo. Ambos buscan su libre determinación, sobre sus cuerpos y sus territorios, resistiendo el despojo. Aunque existen nuevos paradigmas como los derechos de la naturaleza, proteger la biodiversidad requiere corregir relaciones de dominación. 

Las relaciones de dominación que normalizan la deforestación también están presentes en la violación, ya que son lógicas extractivistas que cosifican las mujeres, la naturaleza, y los pueblos indígenas para la acumulación capitalista. Silvia Federici (3) traza el origen del capitalismo al doble encierro de la naturaleza y de las mujeres en la Europa del siglo 15, ambas transformadas en propiedad. Su desvalorización no es un efecto colateral ni un accidente, sino que fue primer paso hacia su desautorización como sujetos, de manera a transformarlos en recursos. Rita Segato (4) considera este adueñamiento de los cuerpos de las mujeres como la base del orden patriarcal. 

Así como las mujeres resistieran la explotación de sus cuerpos durante siglos, acusadas de brujas y brutalmente reprimidas, los pueblos indígenas resisten la explotación continua de sus territorios. Son acusados de salvajes o terroristas mientras sufren la emergencia climática e genocidios. El colapso climático viene acompañado del mayor encierro de los comunes de la historia y, al mismo tiempo, de otra gran caza de brujas, hoy llamada femicidio. Mientras los glaciares se derriten y los bosques se queman, la Universidad de Harvard se torna el mayor propietario extranjero de tierras en la Amazonia, y la minería metálica así como el capitalismo despojan territorios ancestrales. 

Estamos en un orden extractivista patriarcal, donde hay quienes son propietarios y quienes son propiedad; las mujeres no deciden sobre sus cuerpos, así como los pueblos indígenas no tienen autoridad sobre sus territorios. Mujeres, pueblos indígenas y naturaleza son tratados como zonas de sacrificio para una modernidad que acumula riqueza a través del despojo constante. Hablar de ecología política, entonces, requiere referirse al consentimiento, porque proteger la biodiversidad depende de la libre determinación de los que la defienden. 

Eliane Brum considera la Amazonia como el centro del mundo en la era del colapso climático porque es el epicentro del despojo extractivista que destruye el planeta, y al mismo tiempo resguarda una promesa de futuro, no solo por su abundante biodiversidad, sino por las relaciones entre seres humanos y no humanos que la sostienen. Antropólogos como Eduardo Neves hablan de sociobiodiversidad amazónica porque reconocen que los pueblos originarios que habitan la selva hace cerca de 10 mil años fueron co-constitutivos de su biodiversidad actual. La Amazonia es fundamental en su potencial ecológico y también humano, porque resguarda maneras de habitar el mundo y relacionarse entre especies. 

La lógica extractivista, quizás el legado colonial más fuerte, es un modus vivendi que define todas nuestras relaciones. La historia de América es la historia de Potosí, del extractivismo minero y cauchero que come cuerpos y territorios hecho vorágine, apropiándose todas las formas de vida para transformarlas en riqueza para mercados globales. El totalitarismo extractivo rige no solo mercados, sino la misma organización social y política del mundo actual. Más que un sistema económico que contamina, el extractivismo es una forma de relacionarse con el mundo que solo valora lo que genere ganancia. Esta lógica que reduce la naturaleza –incluido los seres humanos– a recursos, rige los Estados de América Latina, sean gobiernos liberales o autoritarios, de izquierda o de derecha. 

Son las comunidades indígenas y locales quienes más ponen el cuerpo para proteger la naturaleza, y hacerlo desde América Latina es cada día más peligroso. Las cifras estiman de cuatro a siete defensores de la naturaleza asesinados en el mundo cada semana, una cifra subestimada ya que mucha violencia ocurre en zonas aisladas, bajo amenazas y queda indocumentada. Según Global Witness, el 88 por ciento de estos asesinatos ocurre en América Latina, y en el 36 por ciento se matan personas indígenas, aunque los pueblos originarios representen solo el 5 por ciento de la población mundial. Los defensores ponen el cuerpo por sus territorios, por que viven en interdependencia con sus ríos; se arriesgan a proteger la biodiversidad de sus bosques como protegen su familia, y son sacrificados, como naturaleza que son.

Muchas víctimas son mujeres, algunas muy conocidas internacionalmente, como la defensora Lenca Bertha Cáceres asesinada por defender su río, amenazado por un proyecto hidroeléctrico en Honduras, y otras casi desconocidas, como la joven Alba Bermeo, embarazada de cinco meses cuando fue asesinada por proteger sus páramos de la minería metálica en Ecuador. Sus muertes no son hechos aislados, sino parte de un legado colonial que invade los cuerpos-territorios de mujeres indígenas para silenciar demandas de consulta y libre determinación. Si las mujeres son quienes sostienen la trama comunitaria, como lo explica la intelectual maya k’iche’ Gladys TzulTzul, no sorprende que ellas sean foco de represión. Una comunidad sin tejido social no puede enfrentarse a la violencia extractivista de transnacionales, ni resistir el despojo institucionalizado del Estado.

Las mujeres son las primeras guardianas de la naturaleza, como los pueblos indígenas, porque se enfrentan cotidianamente al despojo tóxico que produce muerte. El envenenamiento del agua envenena también sus cuerpos. Cuando el petróleo contamina las aguas, son las mujeres las que no pueden dar de comer a sus hijos y las que tienen que cuidar a los enfermos; son ellas quienes sufren de cáncer e infertilidad por estar en contacto, cuando cocinan y lavan, con mercurio, arsénico o crudo diluidos en el agua. Los desechos tóxicos entran en la tierra y en sus cuerpos, matando lentamente. En Brasil, la lideresa Sonia Guajajara cuenta que muchas mujeres guaraní tienen que parir bebes que mueren en su barriga antes de nacer a raíz de la contaminación de agrotóxicos. Otras ni siquiera llegan a dar a luz porque mueren antes. Así operan las relaciones de dominación: a las unas les obligan a parir el fruto de la violación, a las otras les prohíben dar la vida. A todas, les niegan el derecho a la libre determinación. 

No es metáfora cuando los pueblos indígenas dicen “somos agua”. Saben que el 80 por ciento del cuerpo humano es agua, y que ésta tiene memoria, que el río es un abuelo. El pueblo Lakota clama “mni wiconi” (el agua es vida), al resistir la construcción de oleoductos, porque sus ríos son las venas de su cuerpo-territorio. Como dice el líder espiritual Yanomami Davi Kopenawa, “en el bosque, la ecología somos nosotros, los humanos” (5). En su inmensa diversidad, las culturas indígenas consideran el ser humano como parte, no separado y menos dueño, de la naturaleza. Entender como los pueblos indígenas se relacionan con la naturaleza no es romantizar estas relaciones, sino reconocer lo que significa ser humano para ellos. Implica, por lo tanto, entender al ser humano como parte de la biodiversidad, con todas sus diversidades. 

Si una de las grandes contribuciones de los pueblos indígenas al mundo actual son los derechos de la naturaleza, no es posible entender esa naturaleza sin seres humanos. El potencial emancipatorio de este nuevo paradigma es precisamente revertir la separacion entre humanidad y naturaleza en el ambito jurídico, permitiendo que ríos como personas sean sujetos de derecho. 

Si seguimos invocando una biodiversidad sin seres humanos, fracasaremos.

Los derechos de la naturaleza no pueden ser defendidos sin la participación de los que han sido desechados como naturaleza. Proteger la biodiversidad es proteger la vida de los defensores, es aprender a relacionarnos más allá de lo humano de sus saberes y en sus idiomas. Es garantizar procesos de consulta previa y consentimiento en los territorios ancestrales, y la autonomia con libre determinacion en cada cuerpo-territorio.

No hay derechos de la naturaleza sin defensores de la naturaleza, no solo por que son ellos quienes ponen el cuerpo a diario para protegerla, sino porque ellos son naturaleza. Todos somos naturaleza.  ν

1. Eliane Brum. 2024. La Amazonia: Viaje al centro del mundo. Bogotá: Miradas Salamandra. 

2. Global Witness. 2023. “Siempre de pie,” https://www.globalwitness.org/es/standing-firm-es/.

3. Silvia Federici. El Caliban y la Bruja: Mujeres, cuerpo y acumulacion originaria. Madrid: Traficantes de Sueños.

4. Rita Segato. 2016. La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de Sueños. 

5. David Kopenawa con Bruce Albert. 2023. La caída del cielo: Palabras de un shaman Yanomami. Madrid: Capitan Swing: 480. 

*Docente, investigadora, y activista.

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Información adicional

Autor/a: Manuela Lavinas Picq
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Fuente: Le Monde diplomatique, edición 248 octubre 2024
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