Escrito por Carlos Gutiérrez M.

Pío Uribe Palacio, sin título (Cortesía del autor)

La que en un momento parecía una protesta en demanda de justicia tributaria y económica, por circunstancias históricas y coyunturales quedó transformada en un potente grito juvenil y social que le hizo estallar al gobierno en su rostro la bomba de relojería con que experimentaba.

El eco del estallido arrojó a la distancia no solo el cuerpo de la pretendida reforma tributaria por medio de la cual aspiraban a recaudar una billonaria suma de pesos, sino que además su onda expansiva le dio en todo su ser al autor de la misma, quien, afectado por el descredito público, debió renunciar a su responsabilidad ministerial.

Pero la onda, reforzada en su velocidad y potencia por la continuada y multiplicada presencia sobre todo de jóvenes en las calles, fue mucho más allá y rebotó en varios espacios de la Casa de Nariño, motivando agrias inculpaciones por lo que estaba sucediendo, entre sus habitantes, los que convinieron en conceder otras de las demandas como mampara para evitar un golpe frontal con la misma.

Es así como el gobierno optó por reconocer –aunque aún sin llegar hasta su universalidad, con total gratuidad y sin estar mediadas por la demanda– el derecho a la educación superior y universitaria, así como deponer la reforma a la salud, sin que ello abriera en el país la necesidad de deponer la Ley 100 de 1993. Otras reformas necesarias quedaron sobre la mesa, entre ellas la del cuerpo policial y su misión, la estructura, armamento y funcionamiento del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), el mundo del trabajo y con él la implementación de un plan urgente de empleo que asegure trabajo estable y salarios dignos a no menos de dos millones de jóvenes que hoy lo demandan, así como la necesaria transformación de la política de seguridad y control social en vigor en el país, soporte del autoritarismo en el que apoyan su estabilidad quienes controlan el Estado desde tiempos inmemoriales. La Copa América, espectáculo y negocio del que esperaban servirse para reponer por unos días la maltrecha economía, también se fue a pique.

El estallido dejó por el piso, cuestionada, pero sin por ello quedar liquidada ni mucho menos, la política económica y social que ha caracterizado al régimen colombiano desde hace por lo menos cuatro décadas, un cuestionamiento que amerita la apertura de un certero, amplio e incluyente diálogo nacional (1) sobre estos y otros tópicos que involucre al conjunto de quienes habitan el país, y que concluya en un referendo sobre los principios que deben guiar la política económica y social por implementar.

La protesta transformada en estallido terminó por lijar la maltrecha pintura que mal tapa la deformada y formal democracia vigente en Colombia, elevando a la palestra la necesaria y reclamada desde tiempo atrás democracia directa, participativa y radical.

Todo ello impone un giro en el carácter de la democracia, obligado por la activa movilización y las exigencias de una multitud juvenil/popular que tanto en palabras como en acciones ha dejado en claro lo que no comparte del régimen económico, político y social, y lo que espera ver transformado para que la sociedad funcione con menos injusticias, menos desigualdad social y más inclusión.

En hechos, los manifestantes han hablado sobre la democracia a la que aspiran. Sin aspavientos, han instalado y dado forma a un diálogo directo entre las múltiples visiones y experiencias que concurren a los espacios que ocupan, de manera constante o por intervalos, en diversidad de ciudades. De ese diálogo emanan acciones, agendas y responsabilidades.

En algunos de esos espacios, como en Cali, en el territorio hoy conocido como Puerto Resistencia, jóvenes casi niños aseguran con orgullo que allí nadie manda, es decir, nadie se abroga la representación de todos, y que cuando hablan con otros ellos no actúan a nombre propio sino que representan. Además, cada decisión –por ejemplo, definir si conceden una entrevista o no– pasa por la opinión y la definición colectiva.

El fenómeno colectivo se da con un ribete sorprendente: aprenden a convivir. Lo que antes era imposible y para algunos suene intranscendente, que hinchas de equipos rivales de fútbol como el Deportivo Cali y el América, que se perseguían para agredirse incluso con lesiones graves que podían llegar hasta la muerte, producto de la utilización de armas blancas, decidan congelar su antagonismo para unir fuerzas y dirigirlas contra un enemigo común que cada día les dispara e intenta romper su control barrial. Ojalá aquella sea una decisión que, fruto de la convivencia y los afectos que la misma va generando, trascienda al día en que levanten la toma y el control de un territorio.

Allí se ha gestado un liderazgo social y comunitario a cargo de centenares de jóvenes que descubren sin proponérselo el significado profundo de ser miembro de una sociedad, los mismos que asisten en el salón callejero de sus barrios a un curso intensivo de política y organización social colectiva que los lleva a comunicarse entre pares, al punto de establecer, para el caso de Cali, una coordinación que agrupa 21 puntos de toma y bloqueo, que funciona para acordar cómo relacionarse y discutir demandas con la Alcaldía de la ciudad, así como la proyección nacional para otra posible negociación. De hecho, en pequeño son gobierno y son poder, algo que nunca habían imaginado, pues descreen de la política, repudian a quienes viven de ella y, por circunstancias sociales que padecen, no se sentían convocados a lo social, ya que en su mayoría no han podido cursar o finalizar el bachillerato, y mucho menos la universidad; padecen desempleo y perciben ingresos diarios por rebusque callejero, además de sufrir la exclusión por racismo quienes tienen piel negra.

Estamos, por tanto, ante una democracia realmente participativa donde todos tienen voz y donde casi siempre se decide por consenso; una democracia que no depende ni se reduce al evento electoral, espectáculo que no les pasa por la cabeza; democracia que puede calificarse con una característica relevante: es comunitaria. Pero también hablan a través de acciones directas. Es el caso de grupos de jóvenes que ahora –como también lo realizaron en las jornadas de protesta ocurridas en los años 2019 y 2020–, con sus ataques en medio de las movilizaciones denuncian y rechazan la privatización, las altas tarifas y el inadecuado servicio del mal llamado transporte público, expresión de rechazo a las privatizaciones de lo público que también concretan con la embestida contra los peajes, negociado del que saben que les toca pagarlo con lo poco que llega a sus bolsillos.

La inconformidad va mucho más allá y alcanza a expresarse en el rechazo al actuar cotidiano que marca el real carácter de la policía, de la cual están saturados. No es para menos, pues son recurrentes las denuncias por malos tratos y la persecución por estar reunidos en parques tomando un guaro o fumando marihuana, o simplemente por ser mal vistos por la forma como se visten. Síntesis de todo ello es el actuar de poder reforzado por la intimidación que produce quien porta un arma o por el significante de su uniforme. Igualmente, se presentan acciones contra los CAI, denunciando además que allí se ejercen malos tratos, cuando no inocultables violaciones a los derechos humanos.

Pero su opinión sobre el gobierno y sobre la empresa privada y los abusos que cometen también queda reflejada en el ataque a otros edificios que son objeto de su inconformidad y su furia: las oficinas públicas, con especial énfasis contra las edificaciones de las alcaldías municipales u oficinas dependientes de ellas; los bancos, en los cuales identifican a quienes más abusan de la sociedad explotando con altas tarifas su necesidad de vivienda, estudio o simplemente para solventar el consumo diario, así como las edificaciones que alojan a los medios de comunicación en los que ven a los incondicionales acólitos del poder.

En cada acción de estas resalta la impronta de su opinión sobre el país que no quieren, de lo cual se desprenden necesarias reformas por concretar. Los estudiosos podrían decir que es una pobre opinión, sin argumentación; pero una lectura atenta, más allá de la superficialidad de la pintada de paredes o carrocerías, de la ruptura de vidrios, de la pinchada de llantas, la quemada de buses, casetas de peajes, etcétera, permite escuchar las voces argumentadas que acusan al poder de gobernar pensando solo en los suyos, excluyendo a las mayorías, sin interés alguno por la vida de millones. Y eso es suficiente para identificar la real ruptura entre los de arriba y los de abajo, lectura suficiente para comprender que es urgente implementar políticas de todo orden que ayuden a recomponer tal realidad.

Estamos, por tanto, ante una ruptura con enseñanzas múltiples, también establecidas y desprendidas del muy reciente ataque contra bustos y monumentos que hacen memoria elogiosa de invasores y colonizadores, bajo cuyas armas perdieron la vida decenas de miles y otros muchos más vivieron en esclavitud y/o servidumbre, esculturas arrasadas de sitios sagrados para pueblos indígenas como los Misak pero también de otros territorios de vida. La acción se extiende a otros referentes del viejo orden –como expresidentes–, el mismo que aspiran a superar en beneficio de la totalidad social.

De modo que en este terreno asistimos asimismo a un cuestionamiento de la simbología urbana, por no dar cuenta del presente y de un necesario y renovado futuro, lo que indica que están llamando a superar siglos de negaciones para dar paso a un tiempo de inclusiones, lo que no se puede lograr sino materializando variedad de reformas, todas a la orden del día, y todas base y soporte de una democracia directa, participativa, radical, que solo se podrá hacer realidad abriendo las compuertas de la participación decisiva de las mayorías, así como redistribuyendo la riqueza nacional, proceder indispensable para reducir la grosera desigualdad social que escalona al país como el segundo en ese rango en nuestro continente.

Toda esta demanda de una democracia otra, para que sea efectiva y no formal, llega mediante las acciones y las voces de los descendientes de quienes con su esfuerzo diario dieron forma al país de regiones que aún hoy somos, a pesar de todo lo ejecutado por la oligarquía y desde el centro del país para uniformalizarlo: indígenas, síntesis de la diversidad que somos; negros libertos, voz y eco de libertad; campesinos y artesanos antiseñoriales, expresión de rebeldía, de desobediencia permanente, y los colonos, manifestación concreta de autonomía y deseo constante de mejor vida (2).

Cada uno de ellos legó al país partes fundantes de una democracia viva, integral, que nos llegan a través de sus descendientes, hoy alzados porque, como sus antecesores, también son excluidos, oprimidos, negados, perseguidos, criminalizados, desechados. Con sus obras, no con escritos, dejaron como herencia inmemorial que no podemos perder, que debemos retomar para superar este régimen político, económico y social que no permite que alcancemos la paz, soportes del nuevo por parir: la solidaridad o el siempre ofrecer, la reciprocidad o el siempre devolver, el no acumular o el siempre devolver, prácticas de los indígenas; la ayuda mutua, el trabajar y producir en comunidad, en libertad, característica de los negros libertos; la rebeldía, la dignidad, voz inconforme para increpar al poder, semblanza de campesinos y artesanos; la autonomía, la capacidad de autogobernarse con participación abierta y construir economía propia, constante de vida de los colonos.

Son estas unas prácticas presentes en el alzamiento juvenil/popular, pero también en todos los procesos por medio de los cuales desplazados y migrantes construyeron las ciudades que hoy tenemos, en su mayoría habitadas a través de infinidad de barrios levantados con el trabajo de muchos y en contra de la ‘planeación’ de los gobiernos locales, trazada a favor del capital inmobiliario.

Estamos ante las enseñanzas y los retos de los “no letreados”, que con su capacidad de resistir y de obrar han impedido que el país llegue al pozo, empuje para que millones tengan algo mínimo para sobrevivir. Sin sus enseñanzas y sin incluirlos como actores básicos del cuerpo social, no será posible abrir una nueva ventana para que el aire fresco de la democracia directa, participativa, radical –con asiento comunitario–, refresque el hedor que impregna al país, desprendido del cuerpo del viejo poder y su democracia formal, de apariencias y violentas exclusiones, viejo poder siempre moribundo pero sin encontrar todavía los sepultureros que cumplan con su misión histórica.

1. Mauricio, Torres, “Hacia un real, amplio y democrático diálogo nacional”, periódico Desde Abajo, edición mayo-junio, pp. 2-3. http://ow.ly/ALFL50EXHbS.
2. Fals Borda. Orlando, Socialismo raizal, Ediciones Desde Abajo, Colombia, 2007, pp. 22-28.

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