A Luce Irigaray
Según cuenta el Génesis (9:18-29), tras el diluvio universal Noé salió del arca con tres hijos: Jafet, Sem y Cam. Ellos estaban destinados a “llenar toda la tierra”, cual semen masculino que inunda una vasija. Y en efecto, como nos lo recuerda el filósofo e historiador mexicano Edmundo O’Gorman en La invención de América, los descendientes de cada uno de los hijos de Noé poblarían míticamente los tres continentes conocidos: Jafet, Europa; Sem, Asia; y Cam, África.
Del Génesis es célebre el mito de la creación, tanto del mundo como de los primeros seres humanos, todo esto acompañado del relato del pecado original. Sin embargo, en la Biblia no existe una sola historia acerca de los orígenes, un solo mito, sino varios en realidad. Dios crea, pero también atestigua cómo su propia creación se descompone, lo que lo conduce a un nuevo momento de creación que conserva algo del anterior.
El diluvio universal fue la respuesta de Dios a una civilización que se había degenerado. No se trataba solo de un despliegue de ira, sino de una fuerza destructora y reconstructora, pues detrás de la destrucción venía la promesa de una tierra prometida. En la tradición hebrea, Moisés también abandona con su pueblo una tierra de opresión para conquistar otra tierra prometida, mediante un éxodo liberador. La figura del mesías se inserta, por supuesto, en esta tradición.
Mesías es quien salva, redime y libera, dejando atrás un pasado pecaminoso. Para el cristianismo, no solo Dios ya descendió a la Tierra para redimirla, sino que prometió volver tras el apocalipsis. La mitología judeocristiana nos ha enseñado a concebir la realidad como un ciclo interminable de creación y destrucción, mediado por la promesa de redención, o como una historia de progreso en la que el pasado doloroso se justifica como una etapa necesaria con el fin de alcanzar un mejor porvenir. No hace falta leer a Hegel, Marx o Benjamin para percatarse de ello.
Lo anterior ha conducido a la configuración de una enorme matriz discursiva, que funciona en la comprensión de los procesos políticos y de transformación social. La incertidumbre de Noé y de todos los habitantes del arca, mientras se encuentran en medio de las aguas, no es sino una suerte de interregno, como lo denominaría Gramsci, en el que lo viejo no ha perecido y lo nuevo no ha advenido. El uso metafórico del agua no es casual. Esta siempre ha representado lo inestable, pero también aquello que limpia y purifica, mientras que la tierra simboliza estabilidad, orden.
Dios decide inundar la Tierra entera para darle fin a un orden que considera injusto, de acuerdo con su propia ley. Sin embargo, tras la inundación, se descubre una nueva tierra que deberá ser cultivada y gobernada por un rey-patriarca: Noé. Como puede observarse, se trata de un mito eminentemente político que, al decir de Maquiavelo, pretende transmitirnos un conocimiento ancestral sobre el problema de la fundación y el mantenimiento de un orden, posterior a la disolución de otro.
De ahí que lo primero que haga Noé sea labrar la tierra. Noé no solo les entrega la Tierra a sus descendientes masculinos, sino que la convierte en suya, en materia de su nueva civilización, a través de la agricultura. Uno de los signos más antiguos de colonización es la apropiación y transformación agrícola de la tierra. La figura de la plantación colonial es mucho más que un mero accidente histórico. El Hombre se erige sobre la Tierra, clava el fálico mástil de su bandera en ella, la pisa, la gobierna y transforma siempre desde las alturas, y de ella obtiene lo necesario para construir su reino, su civilización.
Ahora bien, el relato advierte un peligro latente que habría que conjurar de antemano, si lo que se quiere es que dicho reino patriarcal perdure por mil años. El Génesis cuenta que Noé, además de labrar la tierra, plantó una viña, bebió del vino producido y se embriagó, terminando desnudo en su tienda. Mucho se ha elucubrado sobre la embriaguez y la desnudez de Noé, pero pocas veces se repara en el importante contenido político de aquel relato bíblico.
En primer lugar, Noé exhibe un gran control técnico sobre la tierra, y por extensión sobre su pueblo, pero con cuyos excedentes se embriaga. Noé no es ya el gran patriarca laborioso que domina la tierra, sino el ebrio que termina tirado desnudo en su tienda por consumir los excedentes de la propia tierra. La relación entre exceso y excedente apropiado es parte fundamental de la metáfora.
En segundo lugar, Noé es visto por Cam desnudo, lo cual es tomado como una afrenta por parte de su padre. Cam vio desnudo a su padre, al rey-patriarca, y se los comunicó a Jafet y Sem, quienes sin osar verlo, corrieron a cubrirlo con ropa. Lo que este fragmento del relato indica es que, por un lado, debemos hacernos los ciegos ante los excesos de los poderosos, pero además debemos ignorar deliberadamente otro aspecto de su mundanidad: los mecanismos desnudos mediante los cuales gobiernan.
Debemos ignorar voluntariamente la desnudez del poder, a menos de que queramos ofenderlo. Observar a Noé desnudo y ebrio significa comprender que este no es simplemente un ser humano más, sino un ser vivo más, y que, incluso cuando se presente como un ser con cualidades especiales, capaz de levantarse sobre la tierra y los mortales para gobernarlos, nunca deja de ser un mortal vulnerable a la embriaguez inducida por los productos de la tierra.
La tierra convertida en líquido, en vino capaz de alterar la conciencia apropiadora, nos recuerda que la frontera entre la fluidez de las aguas y la solidez del territorio está en disputa constante. Construir un reino sobre la tierra, en tierra sólida, implica conjurar reiteradamente los peligros que conducen a que la tierra devenga líquido embriagante. Para ello debe dejarse claro que nadie puede atreverse a observar desnudo al poder. El imperativo es: “¡Ignorad la banalidad, la terrenalidad y los excesos del poder!”. ¡Tan grave fue la ofensa de Cam que Noé maldijo a todos sus descendientes, condenándolos a la servidumbre!
Símbolo de las “razas africanas” (“camíticas”), Cam habría condenado, con su insolente acto de observación, a pueblos enteros a la servidumbre. Su único pecado: atreverse a posar sus ojos sobre el poder desnudo; tocarlo con la vista. El castigo para quienes se atreven a mirar al poder a la cara es su reducción a esclavos, su encadenamiento a la tierra, la reafirmación del poder soberano del Señor. Esa es la clave para que el reino de Noé, su patriarcado, haya perdurado casi mil años, como dice veladamente el versículo veintinueve.
No obstante, se trata de un versículo esperanzador. Si lo leemos completo, lo que señala es que “fueron todos los días de Noé novecientos cincuenta años; y murió”. No es, por ende, un reino de mil años, sino que no llegó a los mil años, pues su fundador y fundamento, el patriarca, finalmente pereció. Se reintegró a la tierra.
El mito de la embriaguez y la desnudez de Noé promete, según la propia tradición bíblica, la eventual descomposición del orden patriarcal. Podría pensarse que la descendencia de Cam, es decir, los pueblos de la Tierra reducidos a la servidumbre, finalmente será redimida, pero no sin antes denunciar los excesos de los poderosos y los mecanismos mundanos mediante los cuales ejercen su poder.
Los libertos de la Tierra, que quizás sean todos los antiguos habitantes del arca de Noé, no solo los humanos, encontrarán nuevamente desnudo al patriarca. Lo hallarán en el suelo, bañado por el vino, para que tal vez nunca más pueda volver a levantarse.
- Doctor en Filosofía. Politólogo. Docente e investigador de la Universidad Nacional de Colombia.