Escrito por Carlos Fajardo Fajardo*

Pablo Montoya, escritor colombiano, publicó en el mes de febrero del 2021 La sombra de Orión, novela en la que aborda la operación militar realizada en octubre de 2002 en la ciudad de Medellín para expulsar las milicias comunistas de la Comuna 13, operación desplegada a través de una turbia coalición del ejército oficial del Estado colombiano con grupos narco paramilitares.

Henry Agudelo, “La Escombrera”, fotografía

Llama la atención en la confección del escritor la utilización de un mito griego para afrontar un suceso trágico colombiano. Así, el título de la novela no sólo alude al momento de la operación militar en Medellín, sino que, desde la literatura, Orión, el guerrero mítico, se asume como un símbolo de lo que ha permeado nuestros destinos, envolviéndonos en su halo de terror. En palabras de Pablo Montoya, “el epígrafe de la novela proviene de Edipo Rey de Sófocles: ‘Un dios armado de fuego ha embestido a la ciudad’. Me decidí por él porque me parece que una de las maneras de actualizar a los clásicos de la antigüedad es anteponerlos en el panorama de las múltiples violencias que seguimos padeciendo, como seres humanos y ciudadanos, por parte de los grupos armados. Y si hay un escritor que ofrece luces para adentrarse en estos territorios del vejamen, ese es Sófocles. En La sombra de Orión hay reflexiones sobre la relación de nuestra tragedia nacional con lo que viene sucediendo desde tiempos remotos”.

El otro intertexto observable en la novela es Antígona. Este mito de la mujer que se opone a la autoridad de la Polis para buscar y enterrar con dignidad a su hermano, sigue siendo de una actualidad impresionante. “Como La sombra de Orión aborda el asunto de la desaparición forzada en los sectores populares de Medellín, la Antígona de Sófocles me dio fuerzas para introducirme en esos núcleos del horror”, asegura el autor.  

En varias de sus novelas y ensayos, Pablo Montoya ha tratado las relaciones entre historia, literatura y violencia. En La sombra de Orión se sumerge en una de las heridas más dolorosas de nuestro país, ubicando su escenario en La Escombrera, ese “basurero cuyos límites se confunden con bosques y areneras; fosa común encaramada en una de las montañas de Medellín”. Dicho diálogo entre la realidad particular de los sucesos y la ficción de los mismos, es el que le da a esta novela un excelente tratamiento estético y poético. Se sabe que la relación entre historia y literatura, y su consecuente deriva en el género denominado “novela histórica”, ha mantenido a lo largo de su trayectoria un enriquecido y controversial pulso entre las intenciones de objetividad de los “hechos”, “la realidad”, “la verdad”, y la creatividad literaria, la ficción, la imaginación, la sensibilidad, la invención fantástica y el goce estético. Las diferencias entre historia y literatura no se pueden observar como un signo de competitividad, ni de inferioridad, ni de desigualdad entre la una y la otra, sino como formas narrativas elevadas de escritura. Desde estas perspectivas, tanto la historia como la literatura representan, interpretan y narran las realidades, aunque ambas conserven la autonomía en sus procesos indagadores. En últimas, se trata de las relaciones de dos formas de conocimiento que difuminan sus disputas gracias al “relato” y a los procedimientos narrativos con los que ambas aventuras creativas y analíticas trabajan.

Esa unidad entre hechos históricos y ficción –como invención imaginativa– es uno de los pilares en los que reposa gran parte del trabajo literario de Pablo Montoya. Lograr el diálogo de historia y literatura es alcanzar un intercambio de posibilidades creativas entre ambos universos, con diferentes y, a la vez, unificados métodos de indagación sobre las múltiples realidades. Ambas aventuras del pensamiento se unen puesto que son relatos, formas de la más alta creación del lenguaje, registradas en el tiempo desde la clásica obra de Heródoto hasta las propuestas de las novelas históricas de los siglos XIX y XX.

En la búsqueda de esos vasos comunicantes, Pablo Montoya confiesa que por momentos se ha sentido “como un Atlas colombiano que carga sobre sus hombros un mundo fisurado por el crimen. Eso comenzó a pasarme cuando asesinaron a mi padre en 1985. Pero esa impresión se agudizó todavía más al enterarme de que en Medellín, esa ciudad que se pretende la más educada e innovadora del país, hay un lugar llamado La escombrera. Un lugar que está en lo alto de la Comuna 13 y se ve desde muchos sitios del valle de Aburrá. Un sitio emblemático en la geografía de la violencia colombiana. En la medida en que fui adentrándome en ella, porque La sombra de Orión es como una inmersión en esa fosa común, me di cuenta de que ella es una metáfora siniestra no solo de Medellín, sino de todo el país. Ahora bien, ¿metáfora o representación o símbolo de qué? De la desaparición forzada. Hoy sabemos que La escombrera es el corolario de la operación Orión”.

Para trabajar literariamente estos acontecimientos que pesan sobre la cultura colombiana y en particular en la de Medellín, Pablo Montoya leyó mucho sobre el tema, habló con personas, victimarios y víctimas, visitó una y otra vez algunos sectores de la Comuna 13; “debí recorrer esas coordenadas que llaman La escombrera”, comenta. “Pero lo que hice, al final, fue ficcionalizar estos dramas a través de Pedro Cadavid, que es como un alter ego mío. Hay un telón de fondo histórico sin duda, el de la ciudad de Medellín que ha crecido vertiginosamente en las últimas décadas, rodeada de injusticias y desigualdades sociales, de crímenes que vienen de diferentes partes. Pero todos los personajes son novelescos. Y las tramas y las intrigas pertenecen al dominio de la literatura. La sombra de Orión es como el punto final que pongo a una de las facetas de mi obra, aquella que se ocupa de la violencia en Medellín. Por ello esta novela establece diálogos con otros libros míos, como las novela Los derrotados y los libros de cuentos Réquiem por un fantasma y El beso de la noche”.

Desde esta apuesta lúcida y crítica, su escritor considera que “la política de seguridad democrática que impuso Álvaro Uribe, con la aprobación de una gran cantidad de ciudadanos, fue nefasta. Esa política, para muchos, detuvo el accionar de las guerrillas, abrió el país a las inversiones económicas, oxigenó las finanzas, y por tales razones sigue siendo celebrada. Pero no hay que olvidar que dejó tras de ella un rastro abominable. Crecieron los grupos paramilitares y la desaparición forzada aumentó a niveles demenciales. A mí, como ser humano y como escritor, la situación de los desaparecidos me pesa demasiado. Aún me pesa, por supuesto, pero escribir La sombra de Orión me alivió de algún modo. Sé, por lo demás, que hay muchas personas que creen que La escombrera, como fosa común, es una invención. Hay otros más que no tienen idea de lo que es eso. No les interesa, ni les gusta mirarse como comunidad humana en un botadero de escombros que, al mismo tiempo, es un conjunto de areneras y una gigantesca fosa común”.

A partir de estas apreciaciones parte su propuesta: escribir una novela donde, con una visión dialógica, se logre un tejido narrativo entre historia nacional y regional; entre memoria, ficción, imaginación, desde un escenario específico, en este caso el tenebroso suceso de desapariciones y de operaciones militares llevadas a cabo en Medellín. De allí que su novela instale en el escenario algunas de las apuestas de la literatura moderna como son las relaciones entre el escritor y su tiempo, el reflexionar y representar estéticamente los dramas sociales, una conciencia crítica sobre la época que le tocó vivir.  

Pero al mismo tiempo su novela trata de registrar algunos de nuestros imaginarios nacionales y nuestra complejidad vivencial. Como tal, explora cómo, la macro y la microhistoria colectiva de conflictos, violencias y desgarramientos nacionales y regionales, han ido formando unas sensibilidades más apegadas a lo necrofílico que a la defensa de la vida. “La sombra de Orión, es, entre otras cosas, una fuerte requisitoria situada en el plano de la ética literaria, a una sociedad que ha permitido, eligiendo los gobernantes que ha elegido, dejándose dirigir por sus élites corruptas y perniciosas, que seamos uno de los países más desiguales del planeta. Que seamos uno de los que más desplazados internos tiene, y el que posee más cantidad de desaparecidos”, manifiesta Montoya. Y continúa: “En este último aspecto, sobrepasamos a México, a Argentina, a Chile, a Brasil. Ocupamos pues un escalafón elevado de la ignominia universal. Ahora bien, escribir en estos tiempos una literatura ajena a este tipo de crisis es algo que decide cada escritor. Y son decisiones, por supuesto, que se deben respetar. En mi caso, sí hay una necesidad de ejercer posturas de repudio y denuncia. Me interesa escribir una literatura que incomode, que le quite el velo a esas realidades que nos han querido imponer como necesarias o positivas, que deje de endulzar la píldora. Y no sólo lo hago en esta nueva novela, sino que ha sido una constante en otros de mis libros, como Los derrotados, Adiós a los próceres y Tríptico de la infamia. La verdad es que desde muy temprano y, justamente por ser un lector de Sófocles, de Voltaire, de Víctor Hugo, de Tolstoi, de Rivera, de Gide y de Camus, he asumido la literatura como un ejercicio de la rebeldía y la disidencia. Sin estos elementos, a mi juicio vitales, escribir sería un acto de mera recreación”.

Entonces, es de suponer que, frente a las novelas que se están produciendo en Colombia, La sombra de Orión vaya en contravía de dichas narrativas, pues éstas, como lo denuncia el mismo Montoya en uno de sus ensayos, “intentan penetrar en los fenómenos nacionales, pero resueltas de manera ligera, sensacionalista, poco audaz…con tramas más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenovelescas, con frágiles tratamientos narrativos, con complejidades estructurales”, sobre todo, en el tratamiento de la violencia (1). Más allá de un canon global construido tanto por el marketing como por el periodismo, y a contracorriente de lo institucional, de lo supremamente excluyente y jerarquizado, esta novela logra una mirada incluyente de personajes y de familias pertenecientes a los sectores populares que sufrieron los dramas de las desapariciones. Con ello, trata de ver las tensiones presentes entre los acontecimientos y los sucesos de nuestra historia conflictiva nacional y las vivencias particulares, por lo regular ignoradas y olvidadas por la historia oficial.

En este tejer de historia y vida presente, para enfrentar literariamente los fenómenos de la violencia Montoya ha utilizado el arte como una especie de espejo. Y lo explicita: “he acudido a la pintura, a la música, a la fotografía, a la utilización de un lenguaje que muchas veces se afianza en la poesía y a las indagaciones en la historia, para que mis libros, dedicados a estos temas, se distancien de lo que me ha parecido ser una constante fácil y enteca de la narrativa colombiana en los últimos años. He tratado de no caer en estos tratamientos que alguna vez critiqué. Esto me ha significado ir en contravía de lo más o menos establecido”.

La sombra de Orión, en esta perspectiva, sigue una ruta bastante subjetiva. En ella, por ejemplo, como manifiesta el autor, “hay tres formas de tratar la violencia cernida sobre Medellín. La primera, por supuesto, es desde la literatura. Aquí me he apoyado en el testimonio y en la memoria de las víctimas. Esto se puede observar en el catálogo de desaparecidos que ocupa el núcleo central de la novela. Luego, hay una pesquisa de orden visual o pictórico representada en la figura de un cartógrafo de La Comuna. Este hace una especie de mapa de la muerte, cuyo anhelo es ser una representación tan extensa como la ciudad misma. Y el tercer modo de confrontar lo innombrable de una realidad tan dolorosa y compleja como es la de los desaparecidos, lo representa un músico. Un personaje excéntrico que busca, apoyado en una serie de instrumentos de captación sonora, las huellas de quienes están enterrados en La escombrera. Como ves, el asunto de la violencia está entre nosotros, como una rémora adherida al sangriento tiburón que llamamos nación colombiana, pero yo trato de abordarlo desde ópticas muy personales”.  

Con este abordaje da voz a los sujetos excluidos y olvidados por una historia de “pro-hombres” que niega la existencia de un “otro” particular, in-visibilizando su presencia e importancia histórica. Se trata de mostrar a esos “otros” en las relaciones particulares y públicas, íntimas y oficiales, dibujando sus conflictos y problemáticas, sus esperanzas y fracasos a través de la ficción literaria. Tal como lo afirma Juan Moreno Blanco “el tiempo de la memoria histórica dejó de ser patrimonio de un proyecto hegemónico de poder para convertirse en territorio liberado donde los escritores emprenden una escritura conjuradora de la pluralidad histórica del país colombiano” (2).

** Montoya, Pablo, Penguin Random House, 2021.
1. Ver: Montoya, Pablo: “La novela colombiana actual: canon, marketing y periodismo” En: Estéticas en Colombia siglo XXI. Bogotá: Ediciones Desde abajo, 2020, pp. 181-194.
2. Blanco, Moreno, Juan, 2015, Novela histórica colombiana e historiografía a finales del siglo XX. Bogotá: Universidad del Valle, 2015, p. 112.

* Poeta y ensayista colombiano.

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