Vivió como un epicúreo; se dio la muerte como un estoico, el cañón del arma apuntando a su boca. Ese 11 de septiembre de 1973, el buen vividor Allende tuvo un final a la romana. No estaba previsto que entrara en la leyenda y permaneciera en las memorias. Había dos hombres en él y, desde fuera, hasta ese entonces, yo mismo al igual que los demás, sólo habíamos visto el primero: un radical-socialista de buen humor, confiado en la muñeca**, aficionado al pisco, a la buena comida, a las bromas y a las mujeres hermosas. Porque Allende tenía sentido del humor, cosa rara en la izquierda, donde la seriedad es tradición, y no posaba como el héroe que sería un día. No llevaba ni barba ni boina, el compañero Presidente. Unos gruesos lentes de carey, un bigotito bonachón, la voz burlona y cálida, simpático, fraternal e incluso masón –como Pinochet, de hecho–. Tenía todo lo necesario, diría yo, para alejar las sombras fatídicas; y para engañar a su mundo.
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