La reforma del sistema de previsión social adelantada en Chile a principios de los ochenta se convirtió en el modelo impulsado por los neoliberales en toda América Latina. Hoy se revela su fracaso, en toda su magnitud. Sin embargo, para dar al traste con el mismo, los trabajadores están en plena movilización en las principales ciudades; también cuentan con una propuesta alternativa para darle paso a un nuevo sistema de previsión, diferente a la que plantea el actual Gobierno.
Todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de condiciones. La Conferencia reconoce la obligación solemne de la Organización Internacional del Trabajo de fomentar, entre todas las naciones del mundo, programas que permitan:
Extender las medidas de seguridad social para garantizar ingresos básicos a quiénes los necesiten y prestar asistencia médica completa; Proteger adecuadamente la vida y la salud de los trabajadores en todas las ocupaciones.
(Declaración de Filadelfia de la OIT, 10 de mayo 1944).
Una profunda crisis experimenta el sistema de pensiones instaurado en Chile bajo la Dictadura Cívico Militar en 1981 con la dictación del decreto ley 3.500, de 1980. Tras treinta y cinco años de aplicación de un sistema de ahorro individual, administrado por sociedades anónimas que lucran de su gestión, los peores temores avizorados desde su instalación se han confirmado.
Las cifras son elocuentes, al 31 de octubre de este año el promedio de pensiones por vejez, se desglosa de la siguiente forma: para 355 mil pensionados la pensión por retiro programado es de $119.490, para 167 mil pensionados por renta vitalicia, la pensión es de $298.331, y para el total de pensionados por vejez, que suman 545.624 compatriotas, la pensión promedio es de $191.972. Estas cifras paupérrimas no corresponden a un fenómeno coyuntural o extraordinario, son el resultado concreto de un sistema que jamás fue concebido para pagar pensiones. Todos los análisis coinciden en que el deterioro del monto de las pensiones constituye un fenómeno con manifiesta e irreversible tendencia a agravarse. Las propias conclusiones a las que arribó la Comisión Asesora Presidencial son concluyentes: “Un 50% de los pensionados entre los años 2025 y 2035 obtendrían tasas de reemplazo igual o inferior al 15% del ingreso promedio de los últimos años” (1).
Luego de un esfuerzo destacable efectuado por los chilenos para lograr que una parte importante de la población superara la línea de la pobreza, nos encontramos hoy en una situación trágicamente paradojal: el sistema de pensiones está reintegrando a situaciones de pobreza a sectores que la habían superado.
En efecto, una catástrofe social de incalculables efectos se provocará de no mediar cambios importantes en el corto plazo.
“En particular, si consideramos las 336.000 pensiones de Vejez por Edad que pagan las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) –retiro programado–, el 91% se encuentra “por debajo” de los $156.000, lo que equivale al 62% del salario mínimo nacional. Una auténtica catástrofe social, considerando que esta modalidad es la de mayor masividad en relación con el tipo de pensiones pagadas por el sistema privado” (2).
¿Qué pasará en los próximos 10 años? El panorama se ve aún más oscuro (3). “El 72% de los afiliados que tienen entre 60 y 65 años –se encuentran al borde de jubilar legalmente– acumula menos de $30 millones en su cuenta individual, por tanto, pueden autofinanciar a la fecha pensiones “menores” a $150.000 mensuales” (4).
“Por si fuera poco, la Comisión creada por la presidenta Bachelet, que estudió el sistema de pensiones (Comisión Bravo), calculó que la mitad de las personas que se jubilen entre 2025 y 2035 y que hayan cotizado entre 25 y 33 años exclusivamente en las AFP, tendrán una tasa de reemplazo menor a 22%”. “Vale decir, si usted en los últimos 10 años de su vida laboral registraba una remuneración imponible de $500.000, solo podrá autofinanciar una pensión “menor” a $110.000 (5).
El sistema de pensiones por capitalización individual está fracasado. Pocos se atreven hoy a refutar esta sentencia. Por tanto, el debate se enmarca en el carácter de las medidas para superarla.
No hay tiempo para continuar reformando este sistema
Los sectores que han usufructuado del sistema de AFP –que no son, por cierto, sus afiliados–, luchan denodadamente para que se introduzcan reformas paramétricas –no estructurales–, que mantengan lo sustancial del sistema que les ha permitido usar el ahorro previsional de los chilenos en su beneficio, y obtener por su gestión utilidades descomunales del todo impropias en el marco de la administración de la Seguridad Social. Pudieron lograrlo con la Reforma de 2008 (ley 20.255), la que no alteró las bases del sistema de capitalización, pensando bien intencionadamente que la agregación de un Pilar Solidario solucionaría defectos que ya, a esas alturas, eran evidentes. Las organizaciones sociales que hicieron oír sus propuestas en la denominada Comisión Marcel, que ya exigían cambios estructurales, no fueron oídas.
Todo parecía seguir igual, al punto que el tema de pensiones ocupó en el programa de un gobierno de ambiciones reformistas como el de Michelle Bachelet, un lugar muy desmedrado. Sólo se impulsaría una administradora de fondos de pensiones estatal que no modificaría las bases del sistema, sino que tan solo podría alterar aspectos secundarios del mismo. El viejo recurso de reformas, no apuntaba al fondo del problema, ni resolvían el creciente drama de los pensionados.
Emerge la protesta social. NO+AFP reclaman los chilenos
Es este escenario de indiferencia, la constatación palpable de las consecuencias de un sistema ineficiente, costoso e injusto, y la falta de respuesta del sistema político, hace que la indignación de la población se manifieste. Es así como nace la Coordinadora Nacional NO+AFP. Es en 2013 cuando diferentes organizaciones sindicales, de diversas área de la economía, públicos y privados, confluyen para dar inicio a esta instancia, que se propone como único fin, luchar por un Sistema de Seguridad Social, lo cual supone acabar con las AFP pues son la antípoda de los sistemas previsionales solidarios.
El tema de las pensiones deberá ser abordado, por más que irrite las cómodas agendas de quienes lo soslayaron. Hay un pueblo expectante que reclama una solución de verdad y que no está dispuesto a que sean las AFPs, ni los grupos empresariales que se aprovechan del sistema, los que pongan los márgenes.
Las AFP son dispensadoras de un servicio ineficiente por el cual cobran altas comisiones, en consecuencia, tratándose de sociedades anónimas mandatadas por Ley para cumplir un determinado propósito, no están habilitadas para participar de un debate de política pública.
Se pide una discusión democrática acerca del sistema de Seguridad Social que requerimos, de las prestaciones y esfuerzos que ello demanda. No serán las AFPs las que fijen la ruta de reforma; ni siquiera estos meros agentes de negocio son interlocutores válidos, esto deben decidirlo los trabajadores y trabajadoras.
Las técnicas de Seguridad Social deberán ser ponderadas en este debate, pero en su justo rol instrumental. Un sistema de pensiones requiere sustentabilidad financiera y un prudente y serio respaldo actuarial.
A lo que no estamos dispuestos es a preservar la distorsión de que la Seguridad Social se construya en función y para el mercado de capitales. No, la Seguridad Social debe adecuarse a las posibilidades económicas; pero, orientarse a su rol propio de dar amparo a las personas en estado de necesidad. A tanto ha llegado esta distorsión cultural que no faltan quienes nos asombran al decir que el sistema de AFPs ha funcionado bien. Se refieren, tal vez, a las inversiones, olvidando que ha fallado en lo que es su finalidad esencial de otorgar pensiones suficientes.
La dictadura destruyó la Seguridad Social
El sistema chileno formado desde principios del siglo pasado, no obstante sus importantes logros, tuvo un desarrollo irregular generador de una profusión de entes gestores y normas reguladoras que hacía imposible modernizarlo de acuerdo a las nuevas concepciones de Seguridad Social emergentes. Se había dado espacio a formas de discutible solidaridad, en que grupos de presión lograron prestaciones preferentes en desmedro de un diseño uniformador y más justo.
Los gobiernos de Alessandri, Frei Montalva y Allende intentaron modernizar la Seguridad Social, pero salvaguardando siempre su principio esencial: la solidaridad. Incluso en la Dictadura, un sector que se reclamaba de una visión más nacionalista, intentó en 1975 una reforma que respetaba el derecho de los trabajadores a gestionar su sistema de pensiones en entidades sin fines de lucro, con un sistema de reparto que solo de manera complementaria acogía la idea de capitalización individual.
En 1979 la Dictadura Cívico-Militar, dominada ya por los sectores neoliberales, dicta el decreto ley 2.448 que elimina las pensiones por antigüedad, salvo para FFAA y de Orden que mantienen su sistema de privilegio, y uniforma los requisitos para acceder a la pensión de vejez.
Con esa normativa era perfectamente factible normalizar el sistema antiguo, manteniendo el respeto a la solidaridad. Incluso, el analista Rodrigo Cerda ha estudiado que el sistema de reparto antiguo –con todas sus incongruencias–, tenía viabilidad sin necesidad de ninguna reforma paramétrica por cuarenta y cinco años más (6).
Pero, sin embargo, se opta por un camino diametralmente apartado de la Seguridad Social y se instala lo que hoy motiva el drama de los chilenos que han jubilado o se aprontan a pensionarse.
Como modalidad de financiamiento se recurre a la capitalización individual, mecanismo fracasado en el mundo y que no cumple con lo que es esencial a la Seguridad Social, como es la solidaridad. Es unánime en los tratadistas de Seguridad Social el repudio a un sistema que, además de su alto nivel de volatilidad y riesgo, en lo conceptual y práctico castiga a quienes no tienen capacidad de ahorro, reproduce la desigualdad, es perfecto espejo de una sociedad injusta que la Seguridad Social debe orientarse a corregir y no solo a fotografiar.
En las prestaciones se elimina el concepto de prestaciones definidas o aseguradas. Las AFPs no se obligan a otra cosa que a devolver, bajo la forma de pensión, lo ahorrado más su rentabilidad, si la hubiere. Sin embargo, el sistema se vende a la población, entonces bajo una feroz Dictadura, haciendo promesas que han demostrado ser gravemente frívolas y mentirosas. Se anuncia con una publicidad que no era posible contrarrestar, debido al control militar, que el sistema generaría un milagro, otorgaría pensiones cercanas al 70 o 100% del último ingreso con una contribución sustancialmente más baja. Respecto de esto último se fija una cotización del trabajador cercana al 10% de la remuneración mensual, liberando al empleador de toda carga previsional en la materia. O sea, con un costo cercano a la mitad, este sistema “milagroso” generaría pensiones superiores al doble de las que se obtenían.
El fracaso estaba anunciado
Los cálculos que se hicieron –si se hizo alguno–, revelan una superficialidad criminal. No se tomó en cuenta la realidad chilena, sino que se construyó en el laboratorio un Chile irreal, absolutamente distante de lo que estaba sucediendo y de lo que podría pasar. Los creadores de esta contrarreforma no podían desconocer que el “Boletín de Estadísticas del Servicio de Seguro Social” indicaba que la densidad impositiva de los obreros era tan baja que impedía a una alta proporción cumplir con los requisitos que imponía la ley 10.383. Nada de esto parece haberle importado a los promotores de las AFPs, si se repara que cometieron la crueldad de exigir 20 años para acceder a una pensión mínima con garantía estatal. Estudios previos, ratificados en el Informe Marcel, determinaron que sólo el 2% de las personas que necesitarían pensión mínima, cumplirían tal irreal requisito.
“La diferenciación de la edad de jubilación entre hombres y mujeres fue trasladada desde el antiguo sistema previsional al nuevo en la reforma de 1981. No obstante, esta diferenciación tiene implicancias totalmente distintas sobre los beneficios que obtienen las mujeres en ambos sistemas. En efecto, en el antiguo sistema la menor edad de jubilación fue introducida como un beneficio especial, compensatorio del trabajo reproductivo de la mujer. En particular, se buscaba reducir la edad de jubilación en proporción al número de hijos. En aquel sistema, en que las pensiones se calculaban con base en las últimas rentas en actividad, éste era un beneficio real, pues reducía en cinco años el tiempo de trabajo de la mujer sin merma en el monto de su pensión” (7).
“En el sistema de capitalización individual, en cambio, al calcularse las pensiones para que el fondo acumulado cubra el período de sobrevida, una menor edad de jubilación significa una rebaja importante en la pensión, pues el fondo acumulado durante un período más breve debe financiar una pensión durante más tiempo. Esto reduce el monto de las pensiones entre 30% y 40%. Esta importante diferencia sólo se amortiguaría con la protección de la garantía estatal de pensión mínima, en el caso de mujeres que reúnan el requisito de 20 años de cotizaciones. Sin embargo, debido a la magnitud de las lagunas previsionales de la mayoría de las mujeres, esta protección ha terminado siendo muy limitada” (8).
La idea de los “reformistas” es que se produciría un fuerte estímulo por cotizar por los montos reales y se reduciría la evasión; que la incorporación al mundo laboral sería temprana; que se mantendría un cierto estilo fordista con estabilidad en el trabajo, que las remuneraciones crecerían progresivamente, y que se jubilaría con una alta densidad y con un ahorro sólido multiplicado por rentabilidades notables.
La realidad había sido, era y sería diametralmente distinta. Ya la crisis de 1975, en que se destruyó la industria nacional, generó cesantía y bajos salarios (que influyeron en el cálculo de bonos de reconocimiento subvalorados para quienes se cambiarían al nuevo sistema). La crisis del 82-83 dañó irreversiblemente cualquier esfuerzo de ahorro y capitalización en la década de los 80, con una cesantía que superó el 30% y con un ataque brutal a los salarios que cayeron en esos años en más de un 20%. Ello, sin considerar, empleos para muchos chilenos bajo la forma extremadamente desregulada y miserable del PEM y POJH (9).
La ilusión de salarios progresivamente crecientes, por otra parte, también fue una ilusión inexplicable –o burla cruel–, en la medida que el Plan Laboral del mismo José Piñera de 1978 había maniatado al movimiento sindical, severamente reprimido de toda posibilidad de negociación colectiva seria.
Es decir, las AFPs fueron instaladas en un contexto de total precariedad laboral, total desregulación y bajo una sistemática represión contra el movimiento sindical que lo dejó en una extrema orfandad, vulnerable a los ataques de la dictadura Cívico-Militar.
Todo lo dicho habla de un sistema de pensiones que carecía de toda seriedad y confirma que la reforma estuvo muy lejos de querer dotar a los chilenos de un sistema de retiro decente.
¿Importaban a los “reformistas” realmente las pensiones? ¿Importaban las personas?
La historia nos indica que se trató de un objetivo subalterno, muy apartado de los reales objetivos del drástico cambio ocurrido en 1981. El verdadero objetivo de la reforma de 1980 fue, ni más ni menos que el de llevar a cabo la más osada, cuantiosa y espectacular privatización: “la del manejo de los recursos previsionales”, y colocarlos al servicio del desarrollo del mercado de capitales.
El inmenso volumen de recursos con que operaba el sistema antiguo de pensiones pasó a ser gestionado por privados, a través de administradoras con fines de lucro y compañías de seguros, también privadas y con la finalidad de obtener ganancias.
Lo realmente novedoso fue que la Reforma de 1981 quebrantó la normativa de los convenios de la OIT –ratificados por Chile–, que impugnaban la intervención del lucro en la gestión de la Seguridad Social. La misma violación efectuó al eliminar del todo el aporte empresarial, previsto como esencial en tales convenios y al excluir a los trabajadores de toda injerencia participativa en la administración.
El sistema se fundó en una pretendida competencia que generaría costos razonables de administración para los trabajadores. A poco andar, la pretendida competencia se demostró que no era sino una falacia y desde 1981 las AFPs han cobrado comisiones explícitas y ocultas que desbordan lo imaginable.
Mientras los sistemas de Seguridad Social se mueven en costos de administración que fluctúan entre el 5% – 10% de sus ingresos por cotizaciones, las AFPs, ante la indolencia de las autoridades, han cobrado entre un 20% – 30 % de lo que se ingresa por cotizaciones.
Este cobro escandaloso explica sus groseras utilidades.
Aparte de esta verdadera expoliación, gran parte de los pensionados ha debido soportar otro capítulo de expropiación de su patrimonio: el pago de los gastos de comercialización, publicidad, administración y ganancias de las compañías de seguros en el caso de rentas vitalicias.
Puede afirmarse que los trabajadores han pagado durante estos 35 años inútilmente parte importante de su esfuerzo previsional para enriquecer a AFPs y compañías. de seguros. Una destinación de esos mismos recursos a un sistema que no se hubiera apartado de la Seguridad Social y no hubiera transformado las pensiones en un negocio, nos tendría, sin lugar a dudas, en una situación sustancialmente mejor.
Pero la privatización no fue aprobada solo para abrir un nicho de negocios a grandes empresas –cinco de las seis AFPs están hoy en poder de transnacionales–, sino para que el dinero que antes manejaba el Estado con un solo fin –financiar pensiones–, se inyectara a un mercado de capitales incipiente y generara para las grandes empresas un acceso al crédito barato.
Si se mira con perspectiva la Reforma de 1981, lo que se pretendió y logró fue privatizar el manejo de los cuantiosos recursos previsionales, rebajar sustancialmente el costo de la mano de obra estableciendo una ventaja comparativa –la mayor explotación del trabajador–, para competir en la nueva estrategia de apertura del comercio, excluir a los sindicatos y otras organizaciones del tema previsional, transformándolo en una cuestión estrictamente individual y entregar un sistema de pensiones basado en cálculos irreales, falacias y propaganda que hoy muestra su quiebra social.
Y no es todo. Chile tenía un sistema de pensiones por reparto en estado de régimen, maduro, que debía seguir siendo financiado. Se agregaba a ello que los militares, desvergonzadamente, se habían auto excluido del sistema que imponían al resto de los chilenos, manteniendo un sistema privilegiado de altísimo y creciente costo, debido a las formas de cálculo preferentes de pensión, el carácter marcadamente prematuro de las jubilaciones, y un sistema de pensiones de sobrevivencia muy favorable, totalmente a tono con la realidad del Siglo XIX.
El denominado costo de la transición
Para concluir, con la baja brutal del costo de las cotizaciones, publicidad desmedida e imposible de contrarrestar, e imposición incluso directa, más de un millón de afiliados del sistema antiguo se traspasó a las AFPs generando al Fisco un nuevo ítem importante de gasto, como lo es el pago de los bonos de reconocimiento que pretendían compensar las cotizaciones en el régimen antiguo de los que se cambiarían a alguna AFPs.
“El gasto originado por la transición iniciada en 1981 (bonos de reconocimiento, déficit operacional y garantía estatal de pensión mínima) llegó a ser casi un 5% anual del PIB en 1984; este gasto ha ido disminuyendo a medida que se han pagado la mayor parte de los costos asociados al cambio del sistema. En valor presente, el costo de la transición fue estimado en el equivalente a 136% del PIB de 1981 y ha sido asumido por el Estado mediante una combinación de reformas tributarias, recortes de gastos y emisión de deuda. El gasto para cubrir el déficit operacional llegó a 1,6% del PIB en 2012 (Informe de Finanzas Públicas de 2014) y se espera que al 2025 los gastos de tipo transitorios disminuyan al 1% del PIB, según proyecciones de la DIPRES. El costo total de la transición de la reforma estructural se proyecta a 2,7% del PIB en 2025 y no desaparecerá hasta 2050, tomando 70 años para extinguirse, más que las proyecciones originales” (10).
Este costo, en definitiva, lo han soportado las mismas generaciones que hoy observan con espanto sus bajas pensiones, por la vía de mayores impuestos o menores servicios del Estado. Basta recordar cómo el Estado en la década del 80 deterioró sensiblemente los servicios públicos, al tiempo que fue de manifiesta inactividad en mantenimiento y construcción de infraestructura.
En términos concretos, estas generaciones han soportado desde 1981 un doble esfuerzo: soportar el altísimo costo de la transición y ahorrar para su propia pensión. Es un elemento más de legitimidad de sus demandas por pensiones dignas.
* Tomado de: Nuevo Sistema de Pensiones para Chile, Editorial Aún creemos en los sueños, Santiago de Chile, 2017. Se conserva su redacción y estilo.
1. Informe Final. Comisión Asesora Presidencial sobre el Sistema de Pensiones. 2015, p. 91.
2. Kremerman Marco, Durán Gonzalo, Gálvez Recaredo. Fundación Sol. Opinión, “¿A quién sirve el Negocio de las AFP?”, julio 2016, El Mostrador.
3. Ídem.
4. Ídem.
5. Ídem.
6. Documento de Trabajo: “Pensiones en Chile: ¿Qué hubiese ocurrido sin la Reforma de 1981?”, Rodrigo Cerda, Profesor del Departamento de Economía, PUC, mayo 2006.
7. Informe Consejo Asesor Presidencial para la Reforma del Sistema Previsional. Comisión Marcel. 2006
8. Ídem.
9. Programa de Empleo Mínimo (PEM) Programa de empleo creado por la dictadura y puesto en práctica en marzo de 1975, con un salario equivalente a un tercio del salario mínimo. Aunque originalmente fue propuesto como transitorio para enfrentar la crisis económica, se mantuvo entre 1975 y 1988.
Programa de Ocupación para Jefes de Hogar (POJH). Programa de empleos creado en octubre de 1982 por la dictadura, su objetivo era auxiliar a las familias más necesitadas producto del alto desempleo. Solo en Santiago, en mayo de 1983, el POJH empleó a más de 100.000 trabajadores. El empleo se caracterizaba por los bajos sueldos. El trabajo estaba orientado a limpieza de plazas, pintado de muros, etc. En noviembre de 1983 alcanzó el número más alto de ocupados; 228.491 personas.
Ambos empleos estaban desprovistos de todas las garantías que la normativa internacional exige como mínimas para el trabajo. Sin previsión de ninguna naturaleza y total desprotección social. Fue considerado por muchos como una forma brutal de esclavitud asalariada.
10. Informe Final Comisión Asesora Presidencial sobre el Sistema de Pensiones, 2015, p. 58.