“Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento”.
José Martí.
Carta a Manuel Mercado
Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895.
Aquel hombre solar que iluminó los ámbitos latinoamericanos, europeos y norteamericanos por el breve espacio de 42 años, fue una criatura radical. No en el sentido extremista con que suele manejarse en estos tiempos ese concepto, sino en el que él mismo le aportó: “radical es el que va a la raíz”, y “hombre es ese, el que va a la raíz: lo otro es rebaño”.
Siendo un hombre que piensa y busca la verdad en las esencias de cuanto le rodea, no solo en la manifestación, José Martí no se detuvo en el accidente de su época ni en la circunstancia geográfica de su pequeña Isla esclavizada bajo el imperio colonial de España en América en la segunda mitad del siglo XIX. Fue a mirar en las esencias humanas, y allí encontró básicamente las respuestas a casi todos los problemas que su agitada vida le planteó. Esa singularidad es la clave de su perenne vigencia, porque las sociedades han cambiado de forma, los conocimientos acumulados por el género humano han revolucionado las ciencias y las tecnologías… pero el ser humano sigue siendo el mismo. De Pericles acá no hemos evolucionado mucho más, y continuamos llevando en cada uno de nosotros la posibilidad de convertirnos en Sócrates o Nerón, Boves o Bolívar, Hitler o el Che Guevara, Bush o Chávez. Esa elección siempre será nuestra, nadie podrá tomarla por nosotros.
Y a iluminarnos el camino de la elección de ser humanos, frente a la de alimentar la fiera que cada uno de nosotros lleva dentro, es a lo que viene al mundo, especialmente en esta época lóbrega y urgente, José Martí. Pero sus mensajes no están pensados como una catequesis de un genio extrahumano que se sentó a adivinarnos un destino. Los mensajes martianos están incrustados como gemas en la roca ígnea de su literatura, de sus discursos, sus artículos periodísticos y, de manera más reveladora, en su epistolario, donde, envuelta en la intimidad de su escritura, se nos descubre el alma poderosa y pudorosa (que el poder y el pudor juntos son la aleación de la dignidad), que confía también en la intimidad de la lectura en que habrá de mostrarse. Por eso, acercarse a la obra de Martí será siempre un desafío para las almas valerosas que tienen la noble aspiración de llegar a ser grandes y, a la vez, como diría Lezama Lima, “un poderoso impedimento a la intrascendencia y la banalidad”. Su doctrina humanista y ecuménica es un poderoso antídoto a la mediocridad. Y esa es la enfermedad de nuestro tiempo.
La juventud de esta época, que ha llegado por sí misma –a pesar de las engañosas manipulaciones a que ha sido sometida de manera sistemática, incluso desde antes de nacer– a comprender que un mundo mejor es posible, pero tiene también la certeza de que ese mundo mejor al que tenemos legítimo derecho no se producirá por generación espontánea sino que habrá que hacerlo con el sudor, la inteligencia y la buena voluntad de todos, tiene en los mensajes de José Martí un horizonte de vida cuya divisa última proclama lo que para su tierra adolorida proclamaba: “Con todos y para el bien de todos”. Porque él nos enseñó que el odio no construye, y que el amor es la única argamasa con que podremos unir sin temores los bloques del futuro.
No vienen, sin embargo, esos mensajes martianos –o estas revelaciones, como deberíamos llamarlas en justicia– de una cultura libresca, sino de la integración y aplicación práctica de aquello que aprendía en sus interminables lecturas, con la realidad de sus circunstancias. Ya fueran para analizar un acontecimiento relacionado con la misión auto-asignada de contribuir en todo lo que estuviera a su alcance con la independencia de Cuba, como cualquier otro en que considerara útil y necesario tomar parte en la opinión. Así tenemos sus escrutiñadoras y hoy proféticas escenas norteamericanas, en las que nos revela, sin pequeñeces pueriles e indignas de su honradez, las miserias humanas que “como gusanos en la sangre” habían comenzado en aquella “república portentosa su obra de destrucción”, y que la han convertido en el imperio brutal, decadente y enajenado que conocemos hoy. De igual manera sus escenas europeas y las crónicas sobre asuntos diversos que ven la luz en numerosos periódicos latinoamericanos. Aquel periodismo suyo constituye un ejemplo de utilidad humana del cual nos alejamos cada vez más, a pesar de que contamos hoy con mejores recursos y posibilidades casi infinitas de hacer mucho bien a una porción mayor de humanidad.
Obra más allá de su tiempo. En uno de sus artículos de finales del siglo XIX, Martí comenzaba afirmando que “el mundo entero es hoy una inmensa pregunta”, ¿quién de nosotros que escribimos en este recién nacido y alborotado siglo XXI no estaría tentado a emplear, quizás en grado superlativo, esta misma expresión? Si los peligros que nos acechan a las generaciones presentes son, desde todo punto, mayores que los que preocupaban al joven revolucionario cubano en su destierro, es una verdad como un templo que si no resolvemos en plazo breve lo que no hemos resuelto en todo el tiempo histórico anterior, es decir, educar para la solidaridad el alma humana que hasta ahora se ha educado siempre para la codicia, nadie dude de que los peligros que acecharán a las todavía improbables generaciones venideras serán prácticamente insalvables. ¡Asusta asomarse al porvenir desde estos tiempos tristes llenos de odio y mentiras!
Si asumimos la verdad elemental de que la inteligencia colectiva será siempre superior a la individual, así como el poder físico de muchos será siempre mayor que el de uno solo, entonces veremos como algo natural la necesidad de acudir a los hombres precursores en busca de razones que nos ayuden a comprender los posibles caminos que se tienden bajo nuestros pies. Por aquello del refranero popular de que “cuando no sepas a dónde vas, vuélvete a ver de dónde vienes”, y también el que dice que “cuando no sabes a dónde vas no hay camino que te lleve”, es imprescindible recuperar la memoria histórica de nuestros pueblos, no para buscar piezas arqueológicas, sino en busca de las claves del futuro. “Hay que saber lo que fue, porque lo que fue está en lo que es”, decía José Martí. Y para un pueblo como para un hombre el horizonte que se proyecta en el futuro, o tiene sus raíces hundidas en el pasado, o es solo un espejismo, una alucinación. El horizonte verdadero se descubre por lo que van dejando nuestros pasos. Y en este caso, por supuesto, el horizonte al que nos referimos es la utopía individual y colectiva que, parafraseando a Galeano, aunque nos parezca inalcanzable porque se aleja siempre que nos acercamos, es la fuerza mayor que nos ayuda a seguir adelante, caminando.
Y para que esa búsqueda sea efectiva, debemos aprender a trabajar coordinando todas las fuerzas, de manera que las debilidades de unos sean compensadas con las fortalezas de los otros. En ese camino la comunicación juega un papel fundamental en el sentido de acercarnos y conocernos mejor, para no tener que adivinarnos o suponernos, pues la confianza y todavía más, la ternura como expresión material del amor, no viene sino del conocimiento del otro o de los otros. Nada menos que la ternura es necesaria en esta labor de mejorar a los seres humanos como vía única de mejorar el mundo. No habrá paz en el mundo, ni concordia, ni justicia, ni belleza en toda su expresión, hasta que no haya todo eso en las almas de los seres humanos. He ahí el desafío mayúsculo a que puede contribuirnos en mucho la ética singularísima de José Martí.
En el foro juvenil “El hombre nuevo para el mundo nuevo”, realizado durante la Tercera Conferencia Internacional Por el equilibrio del mundo, que tuvo lugar en La Habana, Cuba, del 28 al 30 de enero de 2013, los jóvenes cubanos y latinoamericanos que allí expresaron sus impresiones sobre lo que les había aportado el estudio y la sistematización práctica del pensamiento de José Martí, estuvieron de acuerdo en que muchas de las respuestas a esa inmensa pregunta que nos plantea nuestra época se pueden encontrar si empleamos como brújula la ética martiana aplicada a cada contexto, a cada situación cotidiana de nuestras vidas, desde la familia hasta la sociedad y las relaciones entre los pueblos, porque toda organización humana depende, en última instancia, de la calidad de las personas que las integran, y valdrán aquellas lo que valgan éstas, y tendrán la misma dignidad de sus representantes. “De mala humanidad no se pueden hacer buenas instituciones”, enseñaba el Apóstol de la independencia cubana, como llamaron los obreros emigrados de Cuba al hombre sabio, humilde y generoso que no quiso ser nada en lo material, para serlo todo en lo espiritual, porque sabía que “la sencillez es la grandeza” y que “el genio no puede salvarse en la Tierra si no asciende a la suprema dicha de la humildad”. La solución a esta disyuntiva ética planteada por Martí no puede ser, obviamente, la desaparición o el desconocimiento de, o el rechazo a, las instituciones necesarias a la organización social de los seres humanos, sino la constate y urgente labor por mejorar a las personas que habrán de formar parte de ellas y a convertirse en su armazón y sostén.
La sabiduría de hoy no consistiría jamás en rechazar los adelantos científicos y tecnológicos de nuestra época, que son el resultado de los saberes acumulados por la especie humana en su devenir y a costa de inmensos sacrificios, sino el apropiarnos de esos logros para desde ellos y con ellos alcanzar la mayor suma de felicidad posible, como quería Simón Bolívar, para la mayor suma de seres humanos posible. La comparación más superficial entre los enormes adelantos alcanzados por la inteligencia humana y los vergonzosos índices de pobreza, con sus secuelas de enfermedades físicas y espirituales, que confluyen en nuestro tiempo no resiste el menor análisis ético.
Que los odiadores de este mundo, aquellos que jamás han deseado ni les interesa el bienestar de cada ser humano, se valgan de esos adelantos para perpetuar su predominio injusto sobre los dolores de las grandes mayorías, si bien debe irritarnos no debe sorprendernos, puesto que han sido educados para ello; pero que un número cada vez mayor de personas provenientes de esos mismos estratos sociales en desventaja colaboren de manera consciente o inconsciente, algunos hasta con alegría, con sus opresores en asegurar el sometimiento de los suyos… eso debiera sorprender además de indignar.
“El pan no vale que se le amase con la propia vergüenza”, decía Martí explicando su proceder ante cierta renuncia a un ejercicio de donde le venía una parte importante de su sostén y el de su familia. Pero, sin desconocer las necesidades materiales que nos impone a los humanos la existencia diaria, expresaba su confianza en que “la pobreza pasa, lo que no pasa es la deshonra que con el pretexto de la pobreza suelen echar algunos hombres sobre sí”. Esta lección moral cobra renovada fuerza en tiempos en que tantos nacidos entre los “pobres de la tierra” alquilan su talento, la opinión y hasta el cuerpo en pos de ciertas mejoras materiales.
“Sobre columnas, que son siempre pocas, se levantan los templos”, creyó José Martí, porque jamás, en ninguna época ni en ninguna sociedad, han sido los que trabajan por el mejoramiento humano y por la utilidad de la virtud, confiando en la vida futura, mayor en número que los que, con sus ignominias y deserciones del deber que a cada uno nos toca para levantar nuestra porción de humanidad, obligan al sacrificio hermoso a aquellos que tienen la fortaleza de cargar sobre sus hombros el deber propio y el que los otros dejaron abandonado, para que por ese esfuerzo generoso se mantenga el equilibrio moral que le permite a los seres humanos no destrozarse a dentelladas como una manada de fieras hambrientas. Recordemos que aquel “hombre más puro de la raza”, como llamó a Martí la inmensa chilena Gabriela Mistral, nos enseñó que “el hombre no es más, cuando más es, que una fiera educada”.
Para ayudarnos a colocarle riendas de seda –por la virtud, con el conocimiento y la ternura– a la fiera que siempre nos habita, viene José Martí a presentarse a los jóvenes que vivirán hasta bien entrado el siglo XXI. Él pudo ver, desde su condición humana, cómo el mayor de los triunfos que puede alcanzar una persona es el que podría alcanzar sobre sí mismo, venciendo a su propia naturaleza biológica y mejorando su condición humana por el desinterés y la ternura. Y como ese desafío iba a estar siempre presente mientras existiéramos los seres humanos sobre la Tierra, su pensamiento, su prédica en aras de la redención humana tendría total y absoluta vigencia. Esta seguridad en la trascendencia de su pensamiento noble la dejó escrita en la forma con que mejor puede revelar lo humano la otra condición que lo habita, la del ángel; lo dejó escrito en poesía cuando apuntó lo que podríamos considerar, en justicia, su propio epitafio: “Mi verso crecerá, bajo la yerba / yo también creceré”.
Carlos Rodríguez Almaguer*
*Poeta, subdirector de la Sociedad Cultural José Martí.