Rosenell Baud, sin título (Cortesía de la autora)

El dos de agosto se dio inicio a una importante fase del proceso con dos componentes significativos: el acuerdo bilateral, temporal y nacional de cese al fuego y el arranque del ejercicio de participación popular. Entre tanto se sigue poniendo en duda la validez de una negociación, a partir del enfoque de Paz Total y argumentando violaciones del Derecho Internacional Humanitario.

En la popularmente conocida como “Ley de Paz Total” del actual gobierno, hoy todavía a punto de una decisión sobre su exequibilidad por parte de la Corte Constitucional, puede leerse: “La cultura de Paz Total es un concepto especial de Seguridad Humana, para alcanzar la reconciliación dentro de la biodiversidad étnica, social y cultural de la nación a efectos de adoptar usos y costumbres propias de una sociedad sensible, en convivencia pacífica y el buen vivir” (1).  Es el principio que rige la política de paz de la cual, se dice, “hará parte la cultura de paz total, reconciliación, convivencia y no estigmatización”, Dicha política incluye también, obviamente, “procesos de negociación, diálogo y sometimiento a la justicia” cuyos instrumentos “tendrán como finalidad prevalente el logro de la paz estable y duradera, con garantías de no repetición y de seguridad para todos los colombianos”.

Como se sabe, en coherencia con la anterior idea de totalidad, se decide involucrar en los mencionados procesos dos tipos de interlocutores: los “grupos armados organizados al margen de la ley” y las “estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto”. La diferencia tiene que ver más con el tratamiento que con la caracterización de su naturaleza. Con los primeros se adelantarán “diálogos de carácter político, en los que se pacten acuerdos de paz”. Y con las otras, “conversaciones encaminadas a lograr su sometimiento a la justicia”. Se advierte, sin embargo, como cuestión general, que deberán aplicarse “estándares que eviten la impunidad y garanticen en el mayor nivel posible, los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación”.

Del diagnóstico de la violencia a la definición de la paz

Seguramente el país, y especialmente las organizaciones y movimientos sociales, no se han percatado todavía de la magnitud del replanteamiento de lo que anteriormente se denominaba “resolución, mediante negociación política, del conflicto armado”. Hace ya 25 años, en vísperas de las negociaciones del Caguán, el profesor Leopoldo Múnera señalaba la importancia de diferenciar, en la interpretación del conflicto armado, los “violentólogos” de los “conflictólogos”; desde luego, no tanto por su pertinencia académica como por sus implicaciones políticas (2). Mientras los primeros tomaban como punto de partida los aspectos históricos y estructurales de la violencia lo cual llevaba a la necesidad de eliminar las causas, los segundos, que comenzaron a imponerse desde el gobierno de Gaviria hasta llegar diez años después a su predominio, reducen la problemática a una cuestión de limitaciones de la democracia con lo cual el objetivo principal de cualquier negociación sería la reinserción política de los alzados en armas, bajo la condición de su desmovilización y desarme. El asunto de las “causas” quedaba entonces como telón de fondo y motivo apenas de una reiteración programática de los fines del Estado en relación con la democracia y la justicia social (3).

Sobra decir que la demostración más clara de la aplicación de este enfoque ha sido el acuerdo con las Farc en donde, cumplida la desmovilización y el desarme, el único resultado palpable ha sido la creación del partido “Comunes” y su representación en el Congreso de la República. Pero el enfoque de la “resolución de conflictos” tenía otros aspectos y componentes y ha llegado a su apogeo con el gobierno de G. Petro. Con dos implicaciones.

En primer lugar, se logra, poco a poco,  diluir la problemática de las “causas estructurales”, mediante su particularización y multiplicación al infinito. Queda como explicación general el irrespeto a “los diferentes”, a la “diversidad”, aunado a la incapacidad de resolver los conflictos individuales por mecanismos civilizados y pacíficos. Un poco en el sentido de la “cultura de la violencia” que estuvo en boga en los años noventa. La resolución del conflicto, que en este sentido es más bien de la conflictividad, no es asunto de negociación sino de arrepentimiento, propósito de enmienda, perdón y reconciliación. No entre fuerzas sociales y políticas sino entre todos y todas. Esto es, el discurso edificante de la Comisión de la Verdad.

El mismo discurso se aplica, de otra parte, a la revisión histórica y a la situación actual. 4 Aquí la implicación política es de mayor calado porque tiene que ver con las tentativas de negociación del conflicto armado; o sea, con la innegable existencia de grupos armados organizados, como los llama la ley. Estos últimos terminan entonces reducidos a casos particulares de intolerancia y de odio (todos). Desde luego, en busca de la reconciliación, también habría para ellos (sin importar causas, explicaciones, contenidos) una oferta de perdón. Es aquí donde aparece el contenido autoritario y moralista sacerdotal de aquello que generalmente se considera la mayor expresión de la generosidad y la misericordia. Si hay alguien que pide perdón debe haber otro que lo concede.

Para empezar, es claro que, por definición, son culpables (o si se quiere, pecadores); no cabe entonces una negociación sino una confesión. De lo que se trata es de distinguir lo perdonable de lo imperdonable. Es por ello que en los últimos tiempos se ha venido utilizando la noción de “justicia transicional” –cuánto de justicia se puede sacrificar en aras de ganar una cierta magnitud de paz. El límite está en lo imperdonable. Se confirma, por consiguiente, la necesidad de una autoridad que se encargue de hacer las distinciones: la misma que perdona. Es el Estado, por supuesto, cuya legitimidad no se pone en duda. Hasta ahora, en Colombia, a través de una jurisdicción especial y mediante un discurso jurídico también especial. He ahí por qué se ha vuelto costumbre invocar el Derecho Internacional Humanitario como parámetro para definir lo “imperdonable” y las escaramuzas sobre sus interpretaciones.

El arma del DIH

Se trata de una utilización política de este Derecho, en las disputas de la legitimidad.  En efecto, concebido en principio para las guerras internacionales, es un instrumento que busca la regularización de las confrontaciones armadas. –Sólo en un sentido figurado se habla de “humanización” de las mismas. –Significa que la comunidad internacional admite la posibilidad y validez de las guerras, no tomando partido por ninguno de los bandos, pero por ello mismo acuerda unos límites para su ejercicio. La normatividad se remonta a los cuatro convenios de Ginebra de 1949 y a los dos protocolos adicionales de 1977.

Como se sabe, es ampliamente reconocido que estos instrumentos pueden aplicarse también a los conflictos armados internos, especialmente el Protocolo II. Es una decisión interna pero al mismo tiempo una forma de reclamar una mirada internacional. En ese sentido, está sometido (mucho más que el Derecho en general) a los avatares de la lucha política. Buena parte de las dificultades para la aplicación provienen precisamente de la naturaleza de esta decisión.

En su modalidad más simple, el Estado puede obligarse por sí mismo al ratificar los  convenios y sus protocolos como lo hizo Colombia en 1996. En ese caso puede quedar la sensación, aunque no se lo confiese, de haber quedado en desventaja. Por otra parte, si es resultado de un acuerdo entre los contendientes, conllevará cierta fragilidad en la medida en que una de las partes, generalmente el Estado, colocará siempre por encima del acuerdo su exclusiva soberanía y legitimidad. Por lo demás, es claro que, al igual que en cualquier normatividad, en ésta también su aplicación está sujeta a la interpretación y calificación de los hechos o conductas. Es por eso que, en la práctica, el DIH suele convertirse simplemente en un arma para deslegitimar el adversario.

¿Sirve la paz total para una paz en particular?

No se necesita una especial consagración al tema para sospechar de inmediato que es muy difícil, casi imposible, que una organización revolucionaria, o por lo menos, insurgente, acepte como punto de partida de la interlocución, su culpabilidad. Desde luego, puede replicarse que se les juzga no por el levantamiento armado en sí mismo, sino por sus crímenes de guerra o las violaciones del Derecho Internacional Humanitario. Una salida airosa, por lo demás, frente a la “galería” de la opinión pública. No tiene en cuenta, sin embargo, que el insurgente por definición no reconoce la autoridad y legitimidad del Estado, como algo integral, y mucho menos para otorgar un perdón o aplicar un castigo.

Pero el problema principal es que deja de lado lo más importante: el contenido social y político del levantamiento. Es esto precisamente lo que una organización insurgente desearía discutir. Y el objeto de una negociación que para ella no es otra cosa que una manera de poner fin a la confrontación armada en vista de que no es posible la victoria completa; no simplemente porque acepte que está al borde de la derrota, sino porque considera que la prolongación de los enfrentamientos representaría un enorme costo en recursos (incluyendo el tiempo) y sobre todo en dolor y sufrimiento para la sociedad.

Este contenido social y político no se atiende, por supuesto, con declaraciones de buena voluntad por parte de transitorios representantes del Estado, sino que obliga a transformaciones inmediatas, no de la estructura socioeconómica como dan a entender algunos para reducirlo al absurdo (¡de la noche a la mañana!), sino de las relaciones de poder, de suerte que se pueda establecer un punto de no retorno en el camino de un vuelco significativo.

Es probable que en la Colombia de hoy las cosas no se planteen exactamente así, pero sí es cierto que el actual enfoque de la paz no tiene muchas posibilidades de éxito. Por lo menos en lo que se refiere al Eln. Ahí es inevitable una verdadera negociación; no va a bastar la “reinserción”. No se repetirá la experiencia de las Farc.  Sin duda, el problema de la desmesurada violencia y de lo que suele señalarse como extrema “inseguridad” en el campo y en las ciudades, es mucho más amplio -múltiple y heterogéneo –  de lo que identificamos como conflicto armado. Y es válido plantearse en esta materia un esfuerzo integral de paz. Pero no se gana nada identificando uno con otro y mucho menos colocando el conflicto armado como una expresión particular de la violencia en general. Es obvio que así presentado tiene ventajas desde el punto de vista de la deslegitimación del adversario insurgente, pero es ingenuo confiar en que una organización como el Eln va a resentir el golpe y va a perder fuerza en la interlocución. Pese a que es una organización bastante sensible a los juicios morales y a las afectaciones a su reputación.

El dos de agosto se dio inicio a una importante fase del proceso de diálogo y negociación. Con dos componentes que resultan significativos. El primero es el acuerdo bilateral, temporal y nacional de cese al fuego; el segundo el arranque del ejercicio de participación popular (o mejor, de la sociedad civil) en la elaboración de una propuesta de país, ejercicio cuya culminación está planteada para mayo de 2025. Esto nos da una idea de para dónde se quiere llevar el diálogo. Los componentes están íntimamente relacionados. El cese del fuego tiene como propósito crear, especialmente en los territorios, las condiciones propicias para una negociación que se está ubicando, a diferencia de otras experiencias, en cabeza de la propia sociedad. Más allá del Derecho Internacional, se concibe el acuerdo humanitario no como instrumento para regular la guerra sino para avanzar, sobre la marcha, en la construcción de la paz, al tiempo que se materializan las primeras transformaciones políticas y socioeconómicas. Es una apuesta política que supone un periodo más o menos largo de negociación-implementación.

Es fácil decir que esa puede ser la mirada del Eln, con la cual no estamos de acuerdo y por eso no importa, es otra cosa lo que se ofrece; pero también es cierto que si no la tenemos en cuenta carece de sentido intentar un diálogo, sobre todo si pensamos que ha de ser político. Sería, en el mejor de los casos, un diálogo de sordos, Y sin lenguaje de señas.  g

1. LEY 2272 DE 2022 (Noviembre 04) “POR MEDIO DE LA CUAL SE MODIFICA, ADICIONA Y PRORROGA LA LEY 418 DE 1997

2. Múnera R, Leopoldo “bases de una agenda para la paz” Revista Politeía, No. 22 F. de Derecho U.N. Bogotá, 1998. Vale la pena resaltar que fue en aquel período cuandomás seinvestigó y se profundizó en el tema, cosa que no volvió a ocurrir ni siquiera con ocasión del diálogo y el acuerdo con las Farc.

3. Esta declaración viene desde la Ley 418 y se repite tal cual en la Ley que se ha citado con sólo tres cambios: la inclusión de protección de la naturaleza, la sustitución de “individuos” por “personas, con enfoque diferencial” y el reemplazo de “desenvolvimiento” por “desarrollo”.

4.  No es posible detenernos aquí en este punto que es la sustancia empírica de la labor de la Comisión de la Verdad. Baste decir que en sus principales informes, así como en el Resumen y las Recomendaciones, no existen ni el Estado, ni las clases sociales, ni los intereses económicos en pugna, ni las formas de explotación y sojuzgamiento; en fin, no existen las relaciones de poder. La verdad es solamente la de la crueldad en los relatos de las víctimas, agrupadas según las clasificaciones de la “diversidad”.   g

* Integrante del Consejo de redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia

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Información adicional

El proceso de paz con el ELN
Autor/a: Héctor-León Moncayo S.
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Le Monde diplomatique, edición 236 septiembre 2023
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