Escrito por Clara González

Que Carabineros pueda “llegar hasta las últimas consecuencias”, sentenciaba, ante los micrófonos de los grandes medios de Chile, Marcela Cubillos la mañana del 15 de octubre de 2019. En esos términos, entre la arenga y la amenaza, se refería la entonces ministra de Educación y actual candidata a la Convención Constitucional al conflicto que atravesaba al Instituto Nacional, asediado durante meses por los controles preventivos de identidad, la revisión de mochilas a los alumnos y la presencia constante de la policía en el recinto escolar. En algún lugar de la memoria de muchas y muchos quedaron grabadas aquellas imágenes que, hace no tanto tiempo, eran tan habituales en televisión: gases lacrimógenos, escolares arrastrados del aula de clases por funcionarios de Carabineros, drones y hasta Fuerzas Especiales haciendo guardia desplegadas sobre el tejado del Instituto. Imágenes que parecían más propias de un campo de batalla que de uno de los emblemas de la educación pública chilena.

Tres días después de aquellas desafortunadas declaraciones de la exministra de Educación, buena parte del país se sublevaba contra décadas de un modelo neoliberal cebado en especial con la comunidad educativa: estudiantes, profesorado, colegios y universidades de diverso pelaje eran vapuleados por unos y otros gobiernos, desde los de la derecha hasta los de la Concertación; unos y otros responsables de concebir la educación como un mero negocio –del que por cierto sacaron provechosas ganancias– y como tal haberla administrado hasta el día de hoy.

Un fenómeno bastante similar ha ocurrido con la esfera de la cultura –tan vinculada e interrelacionada a la educación– y la manera cómo la han abordada durante las últimas décadas: la cultura comprendida como un bien de mercado a la que solo pueden acceder unos pocos privilegiados, generando por supuesto grandes bolsones de exclusión. Bajo el paradigma neoliberal imperante, se implementaron así políticas culturales de carácter subsidiario que terminaron arrebatándole a la ciudadanía también el derecho a la cultura; y con ello, ciertamente, las propias identidades y su ser como comunidades. Y es que, justamente a través del ejercicio de la cultura es que nos desenvolvemos y nos constituimos como individuos que formamos parte de un todo, de una aldea, de un barrio, de una comunidad. La cultura no es más, ni tampoco menos, que la propia manifestación de la colectividad y su identidad, aunque hoy nos la quieran vender como otro bien de consumo en este mercado de activos llamado Chile.

Luego de años de ninguneo a nuestras culturas, a nuestra educación, a nuestras identidades y comunidades, no es casual entonces que, una vez más, hayamos salido a las calles aquel octubre que alteraría definitivamente el escenario político. Si la revuelta social abrió el tablero –uno que probablemente pronto volverá a cerrarse por unas cuantas décadas más–, tenemos al frente, entre otras muchas, una tarea fundamental, la de construir hegemonía cultural para disputar el sentido de este nuevo ciclo histórico.

Cultura y comunidad

Teniendo en consideración que cuando hablamos de cultura estamos refiriéndonos a la manera misma en que nos paramos frente al mundo –bien como individuos, bien como colectividad–, podemos afirmar entonces que bajo la propia Constitución que está por escribirse subyace su carácter cultural: este será el texto que determine, para toda una generación, cómo vamos a vivir y cómo nos vamos a relacionar, cómo vamos a trabajar y cómo nos vamos a jubilar, cómo vamos a conciliar vida laboral, personal y familiar, o, incluso, cómo vamos o determinar la preponderancia del trabajo productivo frente al reproductivo. Así como también qué tipo de educación queremos, qué espacio le damos a la cultura y al tiempo libre, o cómo recogemos las formas de vida y tradiciones ancestrales, entre otros muchos aspectos que, en buena parte, serán delimitados constitucionalmente.

Y es que cultura es también la estructura, los usos, las costumbres y los códigos que dan forma a nuestra existencia. Y esa existencia pasa necesariamente por la vida en comunidad, aunque el paradigma neoliberal trate de convencernos de lo contrario. Por supuesto que era necesario romper los tejidos comunitarios, barriales, sindicales y colectivos para forzar al individuo a la soledad del consumismo bajo el importado eslogan del “self-made man”.

El Estado subsidiario dejó en manos de privados desde los derechos sociales más básicos como salud, pensiones y educación, hasta la forma misma de socializar. Con solo dar una vuelta por el barrio alto de Santiago puede observarse que apenas existen plazas, foco fundamental de socialización desde la antigüedad. Tampoco hay apenas espacios comunes, ni calles peatonales con mercados, vendedores ambulantes, arte o espectáculos en vivo; ni qué decir en barrios más pobres donde las plazas fueron sustituidas por el hormigón y los llamados guetos verticales. No será tarea fácil, pero sí necesaria, repensar y transformar el sentido en un país que ha hecho del individualismo y del consumismo la forma de vida predominante, y donde nos han convencido de que el ocio es ir al mall el domingo en la tarde.

Y sin embargo y a pesar de todo, estos últimos meses también nos han mostrado que las redes de solidaridad y colectividad siguen existiendo, resistiendo a los embates. Redes que la misma necesidad ha obligado a reactivar: cabildos, asambleas, marchas, juntas de vecinos. En los momentos más duros de la revuelta y de la pandemia hemos visto cómo se multiplican las ollas comunes –tan parte, históricamente, del acervo cultural chileno– para el abastecimiento de los barrios populares. Con pandemia o sin ella, en Chile sigue latente la pulsión por organizarse, por articular comunidad y con ello también hegemonía cultural. Es en medio de este sentido de pertenencia a una colectividad, a un territorio o a un barrio, desde donde se construye y se fortalece el tejido social, la identidad y la misma cultura.

Distribución del poder

Con una izquierda desarticulada que enfrenta el proceso constituyente desde la fragmentación y la falta de encuentro, el escenario no resulta del todo alentador. Como han repetido hasta la saciedad, es realmente probable que la dispersión de votos termine favoreciendo a la derecha, la que va a acaparar una vez más los espacios de representación política. Y si bien el disenso es –y debe seguir siendo– fundamental a la hora de dar ciertas discusiones, también lo es que podamos llegar con ciertos acuerdos a esta instancia en donde, a fin de cuentas, se determinará la distribución del poder.

En este sentido, podemos afirmar el carácter popular, plurinacional y feminista del proceso constituyente, lo que puede sentar las bases de la sociedad democrática y plural que anhelamos. Y para ello necesitaremos reformular las instituciones de manera tal que den cuenta de que la legitimidad del poder político emana de la voluntad popular: sin la participación y deliberación propias de una democracia radical no puede ejercerse la soberanía popular. Que el proceso sea plurinacional pasa entonces por reconocer la diversidad cultural, la historia y la capacidad de autodeterminación de los distintos pueblos que habitan el territorio: las voces de los pueblos originarios y comunidades migrantes no pueden quedar fuera de la escritura de la nueva Carta Fundamental.

Y cuando sostenemos que el proceso es feminista también estamos corriendo los márgenes de lo posible para el Chile que soñamos: queremos el fin de todo tipo de violencia, queremos que se reconozca la centralidad de la vida por sobre el mercado y queremos, por tanto, transformar el modelo socio-económico: erradicar el modelo de Estado subsidiario que no cuida ni garantiza condiciones mínimas para la vida de los ciudadanos y ciudadanas. Salud, educación, cultura, medio ambiente, vivienda y pensiones deben ser derechos universales garantizados en la nueva Constitución y no una fuente de enriquecimiento para unos pocos. Propugnar el fin del Estado subsidiario sería entonces un elemento fundamental de mínimos que el amplio espectro de la izquierda podría y debería defender en bloque, pues urge desmantelar el modelo neoliberal que ha colonizado todas las dimensiones de nuestra existencia. Abogar por un Estado social, solidario, garante de derechos, plurinacional y antipatriarcal puede ser un buen punto de partida hacia unas vidas dignas de ser vividas.

En medio de la gran incertidumbre que nos envuelve y que incluso amenaza con dejar a la Convención Constitucional en una suerte de stand-by, resulta complejo encontrar respuestas o fórmulas mágicas que nos indiquen el camino. Sobre todo porque las fórmulas mágicas no existen y las respuestas nadie las tiene: solamente al calor del proceso es que éstas irán brotando, y mientras, seguirán abriéndose nuevos interrogantes. Será la correlación de fuerzas y la capacidad de articulación y disputa de las clases subalternas las que, en gran parte, definan el resultado de este proceso.

*Abogada y periodista

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