por Philip Potdevin
Tengo un amigo que hace unos días se presentó a mi casa, sin previo anuncio y sin más preámbulo me confiesa:
«Tengo once amigos. Amigos de toda la vida. Entrañables. Seis mujeres y cinco hombres. Además, somos amigos entre nosotros. Amigos incondicionales. Últimamente me tienen preocupado. Algo los afecta de manera profunda y paso a decir qué lo que les aqueja es el miedo. Puro miedo. Cada uno es presa de un profundo temor. El primero, tiene miedo a la hambruna global por el bloqueo al trigo de Ucrania y por eso acumula alimentos no perecederos en su hogar; el segundo, tiene temor a una horrible recesión, una inflación desbocada y a perder su empleo y sus ahorros; la tercera, tiene temor a quedar atrapada en un país extranjero por una cuarentena forzada, pero también está en pánico de ver el dólar y el euro cada vez más caros y el peso en caída libre; la cuarta, está con mucho miedo de que Petro se vuelva dictador tras “comprar” a los generales de las Fuerzas Armadas; la quinta, no aleja de su mente la sombra de perder sus ahorros acumulados en los fondos privados; la sexta, porque teme que vayan a expropiarle sus propiedades, y también porque finalmente pueda sucumbir al covid tras dos vacunas, tres refuerzos y dos experiencias vividas con el virus; el séptimo, no le dan sosiego las imágenes de una inminente guerra nuclear entre Rusia y la Otan con consecuencias globales; el octavo, por la caída de las bolsas en Nueva York, Frankfurt, Londres y Tokio y, porque la gasolina alcanza precios imposibles y eso encarecerá el transporte público y todo lo demás; el noveno, porque ya escuchó de alguien que le dio la viruela del mono y dizque es contagiosísima; el décimo, porque tiene miedo a llegar a sentir dolor en alguna parte de su cuerpo y por eso toma desde hace años opiáceos, y además vive pensando que puede quedarse solo en la vida, y la undécima, porque siente mucho miedo de ver un exguerrillero sentado en el Palacio de Nariño».
«Lo peor –dice mi amigo– es que ellos se juntan todos los días, en sus casas o a través de los chats de las redes sociales y comparten sus miedos, así que, a estas alturas, cada uno de mis amigos no solo está arrinconado por sus propios miedos sino por los del resto del círculo con un efecto exponencialmente espantoso».
«Pero hay algo peor –continúa mi amigo– y es que, inexplicablemente, cada uno de ellos, cuando habla de su miedo, lo hace con cierto orgullo, con una suerte de tufillo de satisfacción y de superioridad por ser dueño de ese miedo, y hasta casi ¡es increíble!, lo lucen de manera eufórica, pues al expresarlo, se sienten seguros, más tranquilos de saber que ese miedo les permite vivir y andar por el mundo advirtiendo a todos los demás del temor que los aqueja y predicando que es mejor que cada cual se guarde y cuide pues el temor es cierto, posible y apremiante.»
«Lo que no quieren admitir abiertamente –explica mi amigo– es que hacen parte de la Orden de Veneración al Temor, una orden a la usanza de aquellas de tiempos de las cruzadas, una Orden secreta fundada por un monarca que tiene mil rostros y con la capacidad de mutar su entidad y aparecer siempre de forma distinta y, de esa manera, lograr amedrentar a sus súbditos para que le obedezcan ciegamente. Ese personaje, o ese régimen –continúa mi amigo–, es el que la filósofa Martha Nussbaum llama La monarquía del miedo, la periodista Naomi Klein el capitalismo del desastre y su doctrina del shock, el sociólogo y filósofo Heinz Bude la sociedad del miedo, el ensayista Bernat Castany Prado la filosofía del miedo, el sociólogo Zygmunt Bauman miedo líquido, y el siquiatra Enrique González Duro, sin nombrarlo, lo eleva a personaje de magnitud y escribe una biografía de miedo».
«Pero más preocupante aún, pues tampoco caen en la cuenta –añade mi amigo–, es el esquema que hay detrás de sus miedos. Un sistema económico, político y social “de cuyo nombre no me quiero acordar” –dijo así mi amigo, con tono socarrón–, que ha redescubierto lo sabido desde siempre: que en el ser humano la emoción primordial es el miedo, aquella que le permite sobrevivir, huir del peligro y encontrar un lugar seguro hasta que surge otro peligro que le haga sentir temor y huir de nuevo. Por eso el miedo nunca se agota como dispositivo de poder pues el ser humano, antes que cualquier otra cosa, necesita la seguridad de no sentirse en riesgo; nada más efectivo que someter al individuo, a la sociedad, a un estado de miedo permanente para conducirlo fácilmente a los “santuarios” que el mismo sistema ofrece como refugio a los atemorizados ciudadanos: el replegarse en sus casas para rumiar sus miedos, el no salir a protestar ni a manifestarse para evitar calamidades, el buscar diversiones escapistas en la televisión, el cine o literatura de consumo masivo, el dar crédito a los medios informativos que anuncian nuevos temores que acechan a la población mundial, el abrigo de ciertos templos de salvación, además de muchos otros.
Pero, ahondando más, y de manera más hábil y utilitaria –insiste mi amigo–, el sistema incita a los asustados ciudadanos a concentrar ahorros e inversiones en los bancos, monedas y sectores “más confiables”, a protegerse mediante vacunas producidas por farmacéuticas ávidas de utilidades, a votar por candidatos que ofrecen “preservar la democracia” (así sean corruptos y autoritarios), a consumir opiáceos hasta caer en la adicción para evitar el dolor físico, a gastar sus ahorros acumulando alimentos y bienes ante una inminente escasez o salir a gastar innecesariamente antes de que su dinero pierda capacidad adquisitiva, a adherir a doctrinas e ideologías que lo primero que ofrecen es protegerlos de la amenaza que se cierne sobre ellos, por ejemplo, esa masa informe y peligrosa constituida por los inmigrantes, los Lgbti, los fantasmas de la globalización, los luchadores contra el cambio climático, los defensores de los derechos humanos, los que protestan contra el fracking y el devastamiento de la selva amazónica, los protectores de los páramos dadores del agua, los que supuestamente amenazan incendiar al país si no… En fin –concluye mi amigo–, parodiando a Arquímedes que decía “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, hoy el sistema dice “dadme un temor en que apoyarme e inmovilizaré al mundo”.
Después de escucharlo pacientemente, pregunté a mi amigo: «¿Y acaso tú no tienes ningún miedo, entonces?».
«Sí –respondió– tengo mucho miedo de que estos once amigos logren encontrar una sola persona más, ¡una sola!, allá en la calle, una que tenga otro miedo, y así alistarla en la Orden de la Veneración al Temor para completar la docena de propagadores del miedo. Como a mí no lograron convencerme, están buscando como locos con quien llenar el puesto que me tenían reservado».
No se despidió y salió como alma que lleva el diablo justo en el momento en que le preguntaba, pero creo que no alcanzó a escucharme, cómo acompañar a sus amigos para enfrentar sus miedos legítimos y así desarticular la Orden de la Veneración al Temor. Al regresar a mi sillón, había un mensaje suyo en mi celular: «Eso te lo explico después».