Nueva Constitución: la negación del otro como obstáculo al pacto social

Las constituciones son instrumentos jurídicos y políticos que establecen las bases de la convivencia social, regulando el ejercicio del poder a través de la configuración de los poderes del Estado y sus instituciones y del catálogo de derechos, que establece las condiciones para dicho ejercicio tanto en el aparato institucional como entre las personas, dando forma al complejo entramado de relaciones de poder. Que sean constituciones políticas evidencia que su dimensión estrictamente jurídica no es suficiente para comprender a cabalidad la función que cumplen en el diseño y configuración del orden social, especialmente desde la segunda mitad del siglo pasado.

En general, una constitución puede expresar los acuerdos básicos en virtud de los cuales una sociedad se concibe a sí misma como tal: al reconocer la estructura de relaciones de poder como legítima y democrática, el orden constitucional se destina a explicitar los pilares de dichas estructuras y, especialmente, a protegerlos. Cuando una sociedad cuenta con estas definiciones compartidas, puede proyectar su convivencia futura sobre bases cuya fortaleza radica en el acuerdo entre los sujetos políticos que integran la sociedad y se reconocen como iguales. En la medida que no sea un orden impuesto –o una vez que las condiciones iniciales de la imposición han cesado y el orden vigente es apropiado democráticamente–, una constitución puede representar la unidad de una comunidad política, sin negar su diversidad.


Una constitución también puede emerger como respuesta democrática a un momento de crisis orgánica de una sociedad y de sus instituciones. En estos casos, un pacto constituyente puede ser una herramienta, una guía para que el pueblo establezca y renueve los mínimos a partir de los cuales construirá su convivencia democrática en adelante, fijando condiciones que le permitan un tránsito relativamente distinto de aquel que desembocó en la crisis que se trata de superar. Este ha sido el caso de algunas constituciones europeas redactadas luego de la segunda posguerra, las que se redactaron en la década de 1970 luego de las dictaduras civil-militares del sur de dicho continente, así como en Latinoaméricana durante las décadas siguientes.


El caso chileno es particular, puesto que su realidad constitucional no responde a ninguno de los dos fenómenos descritos precedentemente: el texto vigente no es el reflejo de cómo la sociedad chilena se concibe a sí misma, libre y democráticamente, en el contexto de su tradición política y constitucional; tampoco ha sido el instrumento que hemos elegido, en clave constituyente, para superar la crisis orgánica que significa el Golpe de 1973 y la dictadura. Por el contrario, el texto vigente es el dispositivo central que sostiene y protege al actual orden social, configurado en dictadura.


Hace años que Chile está en un proceso de revisión crítica respecto de la herencia constitucional de la dictadura, así como de las reformas iniciadas en 1989. Sin embargo, no hemos logrado dar con una propuesta que logre asentarse como el reflejo de un pacto constituyente. En los últimos cinco años se han redactado cuatro propuestas, muy distintas entre sí: en marzo de 2018 se presentó al Congreso el texto del proceso impulsado por la Presidenta Bachelet; en julio de 2022 se entregó la propuesta de la Convención Constitucional; en junio de 2023, una comisión de expertos redactó un nuevo texto; en noviembre pasado, el consejo que trabajó sobre dicha propuesta formuló una nueva, por lejos la más conservadora y reaccionaria del ciclo, la que será plebiscitada el 17 de este mes. Luego de tantos años arrastrando la crisis de legitimidad del orden social vigente y de desahuciada la Constitución de 1980 luego del plebiscito de octubre de 2020, es clave preguntarse por qué no hemos podido dar con una propuesta de nueva Constitución que cierre el ciclo político abierto en 1973; qué condiciones nos impiden una deliberación propiamente constituyente.


Ya sea que resulte de la evolución de una tradición política de convivencia democrática, o bien, que emerja de un momento de crisis orgánica para dar respuesta a problemas que exceden las capacidades de las herramientas disponibles, una Constitución sólo puede dar estabilidad política y social si se asienta en un pacto social que la legitime y la sostenga en el tiempo. En el contexto social actual, marcado por sociedades abiertas y plurales, donde la diversidad social es uno de sus principales activos, ese pacto ya no puede ser sólo un acuerdo intraelitario, como lo fue durante los siglos XIX y XX.


La historia del constitucionalismo moderno evidencia que un orden constitucional pactado por las élites tiende a petrificar las posiciones sociales de privilegio, de quienes protagonizan y se favorecen por los modos de acumulación del poder político y económico, cuestión que se intensifica en el actual contexto neoliberal. Por mucho que ciertos sectores los propongan como una salida a la cuestión constitucional, estos acuerdos intraelitarios no tienen la potencia para garantizar equidad y justicia social, entre otras razones porque, en Chile, la élite política y económica no tiene la perspectiva suficiente para entender que la inestabilidad de un orden social injusto nos perjudica a todos, también a esa élite. Abandonar sus posiciones de privilegio y aceptar una distribución equitativa de las riquezas que generamos entre todos y todas es condición para un desarrollo social más equitativo, que beneficiará a todos los sectores de la sociedad.


El acuerdo entre élites como salida a la cuestión constitucional deja ver un fenómeno antidemocrático muy persistente en los últimos cincuenta años, aunque no es exclusivo de este ciclo político: la negación del otro como un legítimo otro, como un sujeto político que está en condiciones de sentarse a la mesa a dialogar, de igual a igual, en clave constituyente.
Recordemos que después del golpe de 1973, una serie de bienes inmuebles de alto valor simbólico para la Unidad Popular fueron apropiados por la dictadura, subvirtiendo su sentido y borrando sus huellas históricas.


Entre otros, podemos citar el balneario popular Rocas de Santo Domingo, construido en 1971 como parte del programa de la UP y una de sus cuarenta primeras medidas, la Educación Física y Turismo Popular, en virtud de la cual se levantaron diversos balnearios para el descanso de los sectores populares; después del golpe, las cabañas se convirtieron en un centro clandestino de detención y en escuela de la dina para la tortura, siendo desmantelado en 2013. Lo propio ocurrió con el edificio inaugurado en 1972 para la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo en el Tercer Mundo (unctad iii) y construido en 275 días, un orgullo de la UP; terminada la Conferencia, el edificio fue transferido al Ministerio de Educación y rebautizado como Centro Cultural Metropolitano Gabriela Mistral; luego del golpe fue ocupado como sede de gobierno por la junta militar, bajo el nombre Edificio Diego Portales. Recordemos que los muros de este mismo edificio fueron testigos de cientos de carteles y de distintas manifestaciones de arte popular y callejero durante la revuelta social de octubre de 2019, cuyo lugar de enunciación fue nuevamente negado por grupos de extrema derecha que, entre gallos y media noche, los pintaron clandestinamente de un monótono y uniforme gris.


Detrás de estos ejemplos hay un fenómeno de profundas implicancias políticas: la negación política y social del otro. Si no hay un otro reconocido como legítimo, ¿entre qué sujetos políticos se podría suscribir un nuevo pacto social? Debemos reconocer que el gran empresariado y sus representantes siguen en un lugar de privilegio, evidenciando la actual concentración del poder. La estabilidad política y social que demanda el país requiere un pacto social que garantice equidad y justicia social para todos sus habitantes. Para ello es clave que las relaciones de poder de la sociedad se sostengan en el equilibrio entre sujetos políticos, terminando con la acumulación que favorece a unos pocos privilegiados. Ese equilibrio es imposible cuando la otredad ha sido negada y sus voces postergadas, a pesar de tener una presencia transversal en distintos ámbitos de lo social: organizaciones barriales y territoriales, pueblos originarios, sindicatos, los diversos movimientos sociales, entre otros. No es casualidad que dichos sectores hayan sido las y los protagonistas del ciclo 2019-2022, así como tampoco lo es que su lugar de enunciación haya sido negado en el proceso 2023, otra vez, tal como en las últimas décadas.

Nuevamente, este mes estamos convocados a las urnas para pronunciarnos sobre una propuesta de nueva Constitución, esta vez conservadora y reaccionaria; una propuesta que no sienta las bases de los aspectos económicos, sociales y culturales que reconocemos como comunes sino que, por el contrario, refuerza la posición de privilegio de quienes hoy concentran el poder político y económico. Antes de pensar en un nuevo texto constitucional, debemos trabajar en un acuerdo básico sobre los mínimos comunes, compartidos, que componen nuestro pacto social, para luego garantizar su viabilidad política y estabilidad histórica. Ello sólo es posible en condiciones de equilibrio en las relaciones de poder de la sociedad, donde los sujetos políticos se reconozcan recíprocamente como un otro legítimo, de modo tal que el contenido del texto constitucional no sea, una vez más, el resultado de la imposición unilateral de la oligarquía. Para conseguir esas condiciones de equilibrio, es clave fortalecer la asociatividad social y la organización popular, en sus diversos niveles.

*Universidad de Valparaíso

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Autor/a: Jaime Bassa*
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