Escrito por Damián Pachón Soto*

El artículo muestra que la vida en general, tanto histórica como individual, no escapa a la incertidumbre, la cual no debe verse necesariamente desde un punto de vista negativo, sino como oportunidad para pensar, imaginar y crear posibilidades en las sociedades actuales sometidas a cambios vertiginosos. Se argumenta que las apuestas y emprendimientos colectivos son los mejores instrumentos para hacer frente a la incertidumbre.

Oscar Pinto, sin título (Cortesía del autor)

Imaginemos seres humanos que durante cerca de veinte siglos (dos mil años) pensaron, siguiendo a Aristóteles, que más allá de la luna (mundo supralunar) no había cambio, y que entre la Luna y la Tierra (mundo sublunar) se daban todos los fenómenos que conocemos: vida, muerte, movimiento, caída, corrupción, etcétera. Estos hombres se enteran, poco después de 1577, que un brillante cometa cósmico, errabundo, ha llegado del mundo supralunar y ha entrado en el sublunar. De tal manera que estos cometas probaban que más allá de la luna también había cambio y que ese mundo no era inmutable. Lo que esto indicaba era que Aristóteles estaba equivocado y con él todos los europeos de la época. Fueron los mismos europeos los que unas décadas atrás, con el “descubrimiento” o la invasión de América, y la gran travesía de Cristóbal Colón, tuvieron que aceptar poco a poco que la Tierra no era plana, sino redonda.

Lo que estos dos hechos indican tiene que ver directamente con lo que llamamos incertidumbre, que aparece cuando las certezas encostradas, seguras y fijas que teníamos sobre las cosas, la manera como las percibíamos y nos movíamos en el mundo, desaparecen, se cuestionan o se derrumban. En estos casos, las creencias, los dogmas, las verdades con que la humanidad contaba son puestas entre paréntesis, y surge, como consecuencia, una falta de certeza sobre el mundo que habitamos. Empezamos a pensar que hemos estado engañados durante mucho tiempo, y que, tal vez, existen muchas otras cosas sobre las que probablemente estemos equivocados. En estricto sentido, nos volvemos escépticos, dudamos, porque nos damos cuenta que la explicación que teníamos del universo, del mundo, de nuestro puesto y el de las demás cosas que nos rodean, no era correcta. Nos quedamos como sin cimientos, sin base, sin el suelo que nos ofrecía seguridad y nos acompañaba en la vida cotidiana, en el mundo del diario vivir con sus ajetreos y sus afanes.

Estos cambios drásticos en la visión que tenemos del mundo, el cuestionamiento de nuestras creencias, el derrumbe de lo que consideramos sólido y verdadero, produce ansiedad, inquietud, inseguridad, desorientación y hasta angustia. Esto ocurre porque eso que llamamos verdad o certeza, es una especie de faro que hace posible la vida y la existencia.

Ahora, es válido hacernos tres preguntas. La primera, ¿qué es propiamente la incertidumbre, qué relación tiene con la verdad y la certeza?; la segunda, ¿cómo podemos valorar la incertidumbre, tiene algo de positivo? Y, finalmente, en los tiempos actuales, en la sociedad del riesgo permanente, ¿cómo podemos hacerle frente? Veamos.

-I-

Usualmente, para explicar el significado de un concepto necesariamente tenemos que acudir a otros conceptos. Por ejemplo, si deseo explicar qué es el amor, debo decir que es un sentimiento, aludir a la cercanía, el afecto, el respeto, la relación, la reciprocidad, etcétera, entre personas; también puedo referirme al amor al arte o a la lectura. Concretamente, para explicar una palabra, debo acudir a otras palabras. Lo mismo sucede con la palabra incertidumbre. Esta no se entiende si no la pongo en relación con la verdad o con la certeza. De hecho, la incertidumbre suele asumirse como la falta de certeza o de certidumbres, ausencia de verdad; o relacionada con lo incierto, lo azaroso, lo contingente.

La verdad, en el sentido clásico, se ha considerado como una adecuación entre el intelecto y la cosa, más precisamente, entre el juicio que hago de una cosa y lo que esta cosa es. En latín se solía decir que la verdad era una adaequatio intellectus ad rem que en términos actuales podemos enunciar como “la verdad del discurso se define, pues, como adecuación del discurso a la cosa” (1). De tal manera que si digo “la Tierra es plana”, en este enunciado le estoy atribuyendo una cualidad a “la Tierra”. Y este juicio es, desde luego, falso, porque es redonda, achatada en los polos. O lo que es lo mismo: lo que digo de la Tierra no se corresponde o adecua con lo que ella es. También la verdad ha sido considerada como des-ocultación, o sacar a la luz lo que estaba tapado, escondido, lo que no aparecía de manera clara. Este último sentido es el que se asume cuando la gente dice: “tarde o temprano la verdad aparece”; o “la verdad siempre se termina sabiendo”.

Desde el siglo XVII, el famoso filosofo René Descartes asimiló verdad con certeza, en el sentido de que lo cierto era aquello que aparecía claro y distinto, es decir, sin que se confundiera con otra cosa. La verdad tenía que ser evidente y evidente es aquello que, como se dice coloquialmente, “salta a la vista”, se impone sin necesidad de mayores disquisiciones. Por eso para Descartes era evidente que: “pienso, luego existo”. O lo que es lo mismo: si pienso es porque existo. De hecho, muchos dijeron después: “siento”, luego también existo. Entonces, esta era una verdad obvia, de Perogrullo, accesible a todos, y quien la decía podía tener plena certeza de que estaba diciendo algo verdadero.

Si nos fijamos bien, “tener plena certeza” denota el “estado supremo de seguridad o de firmeza con que asentimos a la verdad de un juicio”, o de algo que decimos sobre las cosas. Es, para decirlo de otra forma, cierto grado de adhesión que la mente presenta respecto de sus propios contenidos. También puede definirse como la seguridad subjetiva que tengo sobre la verdad de algo. Si no poseo esa seguridad subjetiva caeré en la incertidumbre, en lo incierto, en el escepticismo.

De ahí que después de estos rodeos por los conceptos de verdad y de certeza, podemos definir la incertidumbre como “ausencia de verdades”, falta de seguridad subjetiva sobre lo que son las cosas, ausencia de convicciones definitivas, falta de confianza en las creencias que se tienen; o de forma más obvia: “falta de certidumbre”. Eso fue, sin duda, lo que les ocurrió a aquellos humanos del siglo XVI cuando se descubrió que la Tierra no era plana, que no se podía dividir el universo en mundo sublunar y supralunar, o cuando Copérnico lanzó la tesis de que la Tierra no era el centro del universo, sino que, de hecho, giraba alrededor del Sol.

Ahora podemos pasar a considerar la segunda pregunta: ¿cómo podemos valorar la incertidumbre? Preguntémonos de entrada: ¿es esta negativa? La respuesta es no, pues resulta bastante saludable perder las certezas habituales que tenemos, entrar en tensión con el mundo en que vivimos y despojarse de las seguridades. De hecho, es la pérdida de certidumbres lo que hace avanzar a la especie humana y a la ciencia históricamente. Aquellas personas que habitaron en el curso del siglo XVI, cuando se volvieron escépticas porque su cosmovisión o manera de aprehender el mundo estaba errada y éste no era lo que ellos pensaban, tuvieron que salir en la búsqueda de nuevas seguridades. Desde el punto de vista psicológico, el humano necesita seguridad, un horizonte claro hacia dónde dirigirse. De tal manera que cuando sus convicciones se ponen en duda, tiene que salir de sí mismo e intentar buscar nuevas respuestas, nuevas rutas. La incertidumbre en la cual caemos nos obliga a avanzar, a explorar, a dejar la comodidad habitual y nos empuja a buscar nuevos puntos de referencia para poder conocer, para poder vivir. Tal vez sin esas incertidumbres del siglo XVI no hubiera nacido la revolución científica del siglo XVII, y no hubiera sido posible un Galileo, un Newton. Frente al sentimiento de inseguridad generado en esa época, quienes vivieron esa experiencia tuvieron que inventar el método científico y reglar la experiencia para embarcarse en la búsqueda de las leyes de la naturaleza, de esas regularidades que gobiernan los fenómenos físicos.

Como seres humanos, debemos ser conscientes de que la incertidumbre nos atraviesa, nos cerca, nos acecha siempre. La historia misma es maestra, decía Maquiavelo, y ella nos enseña que nada es definitivo, todo cambia, que las cosas que considerábamos inamovibles se transforman, mutan. El mundo y la realidad humana es un devenir permanente. Las mismas formas de vida nacen y perecen; las que considerábamos muy fijas, pueden llegar a esfumarse. Por ejemplo, ningún campesino del siglo XI pensaba que el mundo en el cual vivía, donde Dios lo había puesto a cumplir una función determinada en la sociedad medieval, cambiaría tan sólo unos siglos después. De tal manera que es saludable tener presente que la vida, o mejor, que todo está atravesado por el azar, la casualidad; es saludable ser consciente de que aquello que llamamos verdad es histórico y que lo que es verdadero hoy, tal vez ya no lo sea mañana; igualmente, que esas creencias con las que vivimos o moramos son históricas y hasta pasajeras: si en el siglo XVII se consideraba que el ser humano debía dominar la naturaleza y establecer su imperio sobre el universo como decía Francis Bacon, hoy sabemos que debemos crear una nueva racionalidad científica para no dañar la naturaleza, para no suicidarnos y desembocar como especie en un desierto superpoblado.

-II-

De manera graciosa el filósofo francés Jean Baudrillard decía que vivíamos en “la cultura de la ‘yaculación precoz’”(2), queriendo significar con ello que la actual es una sociedad veloz convertida en un espectáculo permanente gracias a los medios de comunicación y las redes sociales. A un suceso le sucede otro, el cual a su vez es borrado por otro que se le superpone, de tal manera que el mundo mismo se ha convertido en un manojo de imágenes, en un cúmulo de información donde no hay tiempo para procesar lo que sucede.

Pues bien, en este tipo de sociedades las estructuras sociales, los valores, las normas, “las instituciones que salvaguardaban la continuidad de los hábitos, los modelos de comportamiento aceptables” (3) que garantizaban una seguridad vital se han desvanecido en el aire, cambian, devienen permanentemente. Las pautas de acción que normaban la vida varían; lo nuevo se impone sin que lo viejo llegue a tomar forma y a cristalizar. Es una sociedad del riesgo permanente donde todas aquellas condiciones que formaban parte de las garantías para llevar una vida tranquila, normal, ya no existen más.

Los individuos en la actual sociedad están condicionados por crisis económicas que no controlan, que no comprenden; por las decisiones de la geopolítica global, las amenazas climáticas, huracanes, terremotos, sismos; crisis estructural del empleo, pobreza, debilidad de los sistemas de seguridad social y cada vez una mayor vulnerabilidad y precariedad de la existencia, donde no hay nada seguro. La actual pandemia puso de presente, y de manera contundente, cómo la incertidumbre gobierna nuestras vidas. El mundo tenía ya suficientes problemas, pero la pandemia los visibilizó más, a la vez que nos enrostró cómo lo imprevisible, lo inesperado, la irrupción de aquello que no se veía venir en el horizonte, cambió millones de vidas en el mundo, y posiblemente tendrá consecuencias para el tiempo por venir que no alcanzamos a determinar con precisión. Este es el mundo de la incertidumbre, la crisis y el miedo permanentes.

En la actualidad se habla de crisis civilizatoria en el sentido de que es una forma de vida la que está agonizando. Esta crisis se manifiesta en lo ambiental y económico, pero también proyecta la crisis energética, climática, demográfica, alimentaria, axiológica. Estos aspectos son objetivos, pero las crisis también tienen un gran impacto sobre la subjetividad y los afectos de las personas. Esto es claro si comprendemos que: “La crisis muestra las entrañas de la vida humana, el desamparo del hombre que se ha quedado sin asidero, sin punto de referencia; de una vida que no fluye hacia meta alguna y que no encuentra justificación” (4).

Las crisis sociales generan, pues, la sensación de desamparo, desorientación, indefensión, desprotección y, en los casos extremos, desesperación. Surgen también los distintos miedos sociales atizados por la anomia social, por la ausencia de puntos de referencia, de suelo firme, por el vacío de porvenir que se prevé, por el empañamiento del horizonte, el cual no ofrece visibilidad para el despliegue de la vida. Desde luego, los miedos sociales se acrecientan en momentos de crisis. En el miedo, un mal futuro, real o imaginario, afecta al sujeto; se actualiza hacia atrás, por decirlo así, y patentiza, ante todo, la imposibilidad de poder seguir reproduciendo la existencia. Es la perpetuación del vivir, del existir, lo que se pone en entredicho, de ahí que “las expectativas de una disminución, de una pérdida o de un daño causan miedo” (5). La posibilidad de perder lo que se tiene, de perder el estatus social, de no tener garantizado el tiempo que se viene, de caer en la inseguridad vital; la posibilidad del colapso del sistema social, es lo que genera el miedo, es lo que produce la incertidumbre existencial. Podemos decir, entonces, que el estado de crisis, con los elementos objetivos y subjetivos que comporta, produce incertidumbre y, a su vez, ésta, al no poder ofrecer certezas, tranquilidad, adaptación al mundo que se padece, al actualizar la posibilidad de que la vida “no fluya hacia meta alguna”, en condiciones óptimas, genera el miedo.

El miedo es un mecanismo de supervivencia, pero también en tiempos de crisis puede ser fuente de errores y de desafortunadas decisiones. El miedo a la precariedad de la clase media alemana, la desorientación de los trabajadores y obreros de la época, el resentimiento ante el pasado y contra los vencedores de La Gran Guerra (1914-1818), etcétera, todo esto generado por la incertidumbre, pues “incertidumbre quiere decir miedo” (6), arrojó al pueblo alemán a los brazos del nazismo, que como es bien sabido, fue responsable de actos inhumanos y de grandes barbaries en el siglo XX. El nazismo es la prueba de los desaciertos que pueden producir las crisis y los miedos sociales, sobre todo cuando son hábilmente manipulados y canalizados por la demagogia propagandística del fascismo. El nazismo, prueba también, que el miedo es peligroso, que puede generar paranoia, y que moviliza afectos, sentimientos, que no necesariamente separa a los individuos, sino que los puede reunir para los fines más siniestros.

III-

Tratemos, ahora, de responder la última cuestión: ¿cómo hacer frente a la incertidumbre?, ¿cómo encararla? Para responder debemos aceptar que la incertidumbre llegó para quedarse. No es una anomalía en la matriz, sino una cualidad de esta época. Desde luego, siempre ha existido un grado de incertidumbre en la historia, pues ésta no es un reloj programado que funciona mecánicamente. No. La historia es producto de la actividad práctica humana, es hija de sus intereses, proyectos, desvaríos, locuras… de sus pasiones. Por eso no es posible hablar de un fin de la historia, pues mientras haya humanos ésta seguirá su curso. O, para decirlo de otra manera: donde no hay vida humana no hay historia. Ahora, si la incertidumbre no se puede eliminar, lo peor que podemos hacer es darle la espalda. Aquí no es posible el negacionismo tan de moda por estos días. Negar la realidad es la forma de hacerse más vulnerable ante ella, es la peor manera de enfrentarla. De lo que se trata, entonces, es de aprender de ella, convivir con ella, existir en medio de o entre ella. Este es un buen consejo para la actualidad, para los colombianos. Si vivimos en un sistema-mundo interconectado, unido, sometido a un destino común, la mejor forma de aprender a vivir juntos, y de prepararnos para el futuro, es tener los sentidos bien abiertos, y la razón reflexiva bien atenta, para enfrentar estos tiempos de incertidumbre.

Ante esta realidad, no podemos claudicar ante la incertidumbre, pues esta actitud se convierte en un impedimento para enfrentarla de manera colectiva, tampoco podemos permitir que nos paralice. De aquí se infiere, desde luego, que la canalización de la omnipresente incertidumbre sólo es posible mediante la acción concertada. Por eso “las personas que se sienten inseguras, las personas preocupadas por lo que puede deparar el futuro y que temen por su seguridad, no son verdaderamente libres para enfrentar los riesgos que exige una acción colectiva. Carecen del valor necesario para intentarlo y del tiempo necesario para imaginar alternativas de convivencia; y están demasiado preocupadas con tareas que no pueden pensar en conjunto, a las que no pueden dedicar su energía, y que sólo pueden emprenderse colectivamente” (7).

No se puede, entonces, ignorar la incertidumbre, como ya se advirtió, sino de asumirla adecuadamente. Ya no de manera individual, como se suela aconsejar. Aquí no sirven los llamados a luchar contra la inseguridad del futuro acudiendo al egoísmo, al heroísmo individual, a la inversión permanente y solipsista en el “sí mismo”; no se trata del utilitario llamado a ser “empresarios de nuestra propia vida”, de concebirnos como capital y empresa para hacer frente a la precarización existencial. No. Se trata de emprendimientos colectivos, colaborativos, intersubjetivos, orientados por objetivos comunes que a la vez generan identidad colectiva, y ensamble de afectos. Es formando red de solidaridades afectivas como las fuerzas confluyen, como el deseo y los afectos movilizan. Se trata de vivir-con, pensar-con, imaginar con-los otros, priorizando las necesidades, articulando las demandas, para apostarle con decisión a una utopía colectiva y forjar así un buen vivir.

La apuesta por la democratización del Estado, la defensa de la democracia, la lucha contra la corrupción, el rechazo de la violencia, la canalización y tramitación pacífica de los conflictos, la defensa de los bienes comunes (tierra, agua, aire e incluso la naturaleza concebida como un bien público universal), sólo son posibles con la participación de los ciudadanos, de la potenciación de la soberanía popular como fuente de toda autoridad y de la legitimidad política. Son los objetivos comunes los que unen; es un horizonte compartido de existencia el que articula los esfuerzos y las esperanzas. Ese horizonte compartido de vida debe ser una construcción de los ciudadanos. Aquí la apuesta por una vida digna, en paz, donde los individuos puedan materializar su pluridimensionalidad humana, es la utopía a construir. Si la utopía es la distancia entre la realidad y el deseo, si es una racionalidad alternativa que puede guiar los pasos humanos, su construcción es un trabajo de todos.

La incertidumbre nos reta, entonces, a aprender a caminar sobre el abismo, sobre la cuerda tendida. Es una invitación permanente a aprender sobre la marcha. La incertidumbre nos compele a tener los oídos bien abiertos al presente, a sus retos, desajustes, tendencias. Nos prepara también para ser más abiertos, atentos, menos facilistas. Nos enseña que la existencia es una estructura abierta, no fijada, nos invita a ser más flexibles. Nos enseña que la vida es una aventura, una novela que se escribe y re-escribe todos los días. La incertidumbre nos pone de presente, igualmente, que la creatividad y los valores sociales compartidos son las herramientas más aptas para la construcción de otro mundo posible. Esa creatividad debe ser vista como la capacidad de otear, de derivar perspectivas, puntos de vista, opciones, posibilidades. Sólo con la creatividad irrumpe lo nuevo, lo inédito, lo que antes no tenía presencia efectiva en la realidad. Y esto sólo acontece si trabajamos en común, colaboramos, nos comunicamos colectivamente, y si tomamos las riendas de los acontecimientos, si aceptamos con Albert Camus que: “la verdadera generosidad con el porvenir consiste en darlo todo en el presente”(8). Es en ese porvenir donde se actualiza el no-ser constitutivo que es el ser humano, esa criatura que nace todos los días. ν

* Una versión fue publicada en Wasserman, Moisés et al. Bogotá, Comisión de la verdad, 2020.
1. Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método II. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1992, p. 54.
2. Baudrillard, Jean. Olvidar a Foucault. Valencia: Pre-Textos, 2001, p. 31. 
3. Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. México: Tusquets, 2008, p. 7.
4. Zambrano, María. Hacia un saber sobre el alma. Buenos Aires: Losada, 2005, p. 93 y 95.
5. Bude, Heinz. La sociedad del miedo. Barcelona: Herder, 2017, p. 115.
6. Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre, Op. Cit., p. 134.
7. Bauman, Zygmunt. En busca de la política. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 13.
8. Camus, Albert. Breviario de la dignidad humana. (Elisenda Julibert, ed.). Barcelona: Plataforma editorial, 2013, p. 37.

** Doctor en Filosofía, Profesor Asociado Escuela de Trabajo social, Universidad Industrial de Santander. Profesor visitante Asociado de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe, Japón. Email: dpachons@uis.edu.co

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