Sorprende…

 

Llama la atención, en la intensa y acelerada coyuntura política que vive Colombia, la diversidad de procederes, pronunciamientos y aclaraciones polémicas acerca del tema de la paz. Unos pueden ser desprevenidos, otros son fruto de un proceder razonado en sus distintas intenciones. Entre unos y otros abre senderos la posibilidad de una paz definitiva, que no es fácil ni será inmediata, así diga el telón de fondo que “la guerra en Colombia ha terminado”.

 

Sorprende, por decir lo menos, esta sentencia del presidente Santos. En tono rimbombante la pronunció el pasado 21 de septiembre en el marco del 71° período de sesiones ordinarias de Naciones Unidas. Ojalá fuera así. Sin embargo, tal exclamación, cargada de buenos deseos, es falsa. Falsa, y bien sabe que es falsa quien así pontificó, como también lo sabe toda persona que viva u observe sin unilateralidad interesada ni apasionamiento la realidad nacional.

 

El Acuerdo con las Farc abona un importante trecho al recorrido en pos de una paz mayúscula en Colombia. Solamente eso. Una parte del trecho por culminar. El tramo restante no puede dejar intacta la naturaleza excluyente del poder y sus privilegios. Tampoco, dejar sin avance las garantías para obtener las reivindicaciones sociales con deuda histórica. Asimismo, es necesario avanzar en la negociación con el Eln, explorar la misma posibilidad con el Epl, y –¡como no!– desarticular el factor paramilitar y sus complicidades desde la fortuna y el poder. Por supuesto, deberán ser neutralizados, como combustible financiero y cómplice con los factores armados, el narcotráfico y sus eslabones bancarios y de cuello blanco, junto con otras variables de la economía ilegal. Es un límite mediano, para no decir su fin, quimera propia de un país con economía en acople con la cantidad de dinero lavado y con un Estado que no responde ni se interesa por el conjunto social. ¿Sueño o engaño? Sorprende oír que “la guerra terminó”.

 

En la embriaguez a que puede llevar la idealización de cualquier suceso, en su intervención ante las Naciones Unidas el Presidente presentó lo alcanzado como paso de la noche al día. Según él –por arte de magia–, cesará la deforestación producto de la erradicación de los sembrados de coca. ¿Acaso las Farc maneja todos los territorios de cultivo? ¿Acaso tiene tal ascenso sobre las comunidades rurales como para persuadirlas para que busquen otras opciones? Ni lo uno ni lo otro. Por tanto, el problema continuará presente, ya que es vox populi que ningún otro producto del campo genera tal rentabilidad en tan poco tiempo, luego… ¿por qué razón dejarían su siembra quienes no tienen otra fuente segura de ingresos?

 

Sorprende la extensión al tema petrolero que hace Santos del despropósito de su frase, como si las Farc fueran la única guerrilla en Colombia o tuviera el carácter de megapoderosa. Ahora resulta que, una vez fuera del conflicto en armas, cesarán los atentados contra los oleoductos. Por desgracia, esta realidad continuará hasta cuando haya un acuerdo con el Eln –organización sobre la que recae el mayor número de atentados contra la infraestructura de conducción del “oro negro”–, organización con la cual se deberá firmar otro acuerdo, éste sí, ojalá, definitivo, para cerrar el conflicto que por décadas ha sufrido el país. Cuando este acuerdo tenga firma, ¿cuál adjetivo usará Santos o quien haga cabales ese honor y esa alegría? Entonces, cuando así sea, ¿en que quedarán las palabras pronunciadas el 21 de septiembre en la sede de la ONU y las escuchadas cinco días después en Cartagena, con sus ecos? Palabras e imágenes totalizadoras también presentes en otros actos ‘finales’, como la firma del “fin del conflicto” entre Juan Manuel Santos y Timochenko, escenificado en La Habana el 23 de junio a propósito de la concertación del cese definitivo de fuegos.

 

Ante este juego –¿manipulación?– comunicativo, ¿qué pensarán y qué dudas echarán raíces entre la gente? ¿Es posible sembrar confianza entre dirigentes y dirigidos cuando prevalece este manejo; cuando un presidente cabalga en la estrategia comunicativa de exprimir al máximo el avance con las Farc en La Habana –que no es poco, se reconoce–, y organiza la firma del Acuerdo dos y tres veces (en La Habana y Cartagena) y lo presenta en la ONU como máximo logro del mundo allí reunido?

 

Otras maniobras también sorprenden, como la de neutralizar a tiempo el efecto que pudiera tener dentro y fuera del país el persistente abstencionismo –manifestación mayoritaria de un prolongado desinterés por los ritos oficiales. Para asegurar una suficiente participación del electorado, se reduce en un margen de truco el umbral electoral para el plebiscito: de 37 por ciento a 13 por ciento del censo electoral. La decisión se toma tras un análisis/encuesta que pone al descubierto que los colombianos son apáticos a los llamados a las urnas y no se mostrarían como una fuerza arrasadora. Reducción, bochorno, manejo estatal, abuso del poder que desnuda su esencia: todo poder concentrado en pocas manos acomoda cada circunstancia a sus necesidades. Pero esta medición de opinión pública es negada por el Presidente al responderle a un periódico europeo: “Nunca he gobernado para las encuestas, porque si se vive pendiente de ellas no se toman decisiones” (1).

 

Sorprende, en otro ángulo, la manera como finalizó la negociación en La Habana. En efecto, las Farc le despejaron el tiempo a Santos para la aprobación de la reforma tributaria. Sorprende que sectores opuestos al establecimiento –en medio de la negociación– actúen favoreciéndolo. Comportamiento típico en la izquierda de mayor filo tradicionalista: actuar mirándose a sí misma, sin reparar en las mayorías sociales. Es decir: primero el aparato político y luego el país. Prioridad por el aparato realzada en las palabras del máximo comandante de las Farc cuando dice: “El Estado colombiano, tras la firma de este Acuerdo, no puede seguir siendo el mismo en que se permite que la salud sea un negocio. Los tristemente famosos paseos de la muerte y las agonías a las puertas de los hospitales tienen que desaparecer para siempre. No más familias condenadas a la calle y a la miseria por cuenta de las usureras deudas con el sistema financiero o las bandas del gota a gota […]”. Habla con el deseo. ¿En dónde, en qué inciso de los Acuerdos quedó establecido el cambio de modelo económico? Justo ese mismo que sitúa a este país entre los más desiguales del mundo. Precisamente el no puede seguir siendo era el reto por lograr en la negociación sellada. Imprecisión que no honra la verdad, como hace la política al viejo estilo que impone la clase dominante que por siglos ha negado la realidad. Verdad y ética son esenciales para una nueva política y un nuevo país. Quien propende por el cambio y la justicia no puede ser inferior a este reto.

 

Sorprende esta coyuntura de tornasoles en la que flota Colombia. Forzada la mayoría de los sectores por el cambio de régimen político, queman toda su energía en un coro por el sí, sin parar a preguntarse por qué un porcentaje no despreciable de la sociedad, llamativamente popular, opta por el no. ¿Es que transita Colombia en la desventaja de una polarización entre sectores ‘ilustrados’ y populares? ¿Cómo debieran actuar quienes propugnan por el cambio social y político, para sintonizarse con quienes pretende proyectar al protagonismo de lucha, pero con quienes mantiene señora distancia? En este afán por el sí, necesario y justo –sin diferenciación sensible–, la izquierda queda desfigurada en su imagen principal. Queda a rastras.

 

Izquierda aprisionada cual colofón de un régimen político y de un gobierno que auspician políticas económicas y sociales con perjuicio para las mayorías sociales. Así, sin poner distancia y marcar campos, la izquierda, que carga sobre su cuerpo una culpa ajena, neoliberal, que caracteriza el proceder de Santos y sus planes de posacuerdo; en su intención con tufillo empresarial de índole multinacional, que enfrentará a campesinos de distintos territorios con el establecimiento ante el hecho, con sentido secundario o ‘acompañante’, la izquierda rema sin postura ni agenda educativa que politice y madure los tejidos sociales, regionales y ancestrales.

 

Tal proceder conduce a un 2018 como opción vedada o de tercer lugar para quienes aspiran a “torcer la realidad” sólo con votos –sin banderas de calle y resistentes–, desde la Casa de Nariño. Quemadas sus naves en esta coyuntura, queda a estos sectores, como agenda inaplazable, rectificar, reconstruir tanto en su ideario y comportamiento cotidiano como en sus mecánicas de liderazgo. Fallaría que no pongan de conjunto los pies sobre la tierra.

 

 

Factor decisivo

 

 

lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras (2)

 

 

Llama la atención, cuando menos, la manera despectiva como el Gobierno trata la situación con el Eln. Concentrado con las Farc, la otra insurgencia quedó al margen de una solución política desde el escenario posible de dos mesas y un solo acuerdo final. Dada la naturaleza del poder, esta ‘discriminación’ no sorprende. Así como ahora el Eln es secundario en el escenario que aplica el Gobierno, hace unos años fue el flanco principal que concentró sobre sus filas una ofensiva paramilitar y oficial con foco en el norte del país, sin conseguir el propósito y la misión de aniquilarlo. Ahora, visto el Eln como guerrilla de menor capacidad operativa y de copamiento territorial, es dejada a un lado, apartada a una posterior negociación “más rápida y fácil”. En este marco, esta insurgencia, con distinto ámbito de problemáticas, tendría que inclinarse ante el acuerdo de La Habana.

 

Hay que recordar que Farc y Eln son guerrillas con modelos organizativos totalmente diferenciados: la primera como núcleo de ejército de base rural, y la segunda como organización político-militar con algo en método de inserción social en campo y ciudad. Es decir, las Farc funcionan de manera piramidal, con prioridad de la actividad en armas, mientras que el Eln promueve y aspira a ser instrumento de radicalidad social y ruptura. La primera aspiraba a cercar las ciudades para copar al enemigo y sus cuarteles; la segunda espera propiciar insurrecciones populares que den cuenta del establecimiento.

 

Ante lo firmado por las Farc, llegan los cuestionamientos del Eln: “[…] es inadmisible que, fruto de unos acuerdos entre partes iguales, ahora el Estado resulte exculpado de sus responsabilidades en el genocidio y la insurgencia sea mostrada como la causante de los males históricos del país”. Y señala en otro aparte de su comunicado: “Se deja impune el terrorismo de Estado, aun cuando la propia ONU, en uno de sus informes, responsabilizó al Estado colombiano de causar el 80 por ciento de la violencia en el conflicto armado, por sus operativos militares de tierra arrasada o por la guerra sucia encubierta, o por el exterminio social encomendado al paramilitarismo”. Y enfatiza: “Sin cambiar nada, ahora se evaporan las causas que originan el conflicto social y el alzamiento armado. Muestra de ello es que, para los negociadores del gobierno, la rebelión sigue estando tipificada como un delito y no como un derecho ante la violencia impuesta de los poderosos” (3).

 

Con suma de otra responsabilidad en el conflicto, la negociación por adelantar entre estas dos partes no será armónica con el interés y el diseño del Gobierno. Tendrá más puja en la Mesa. Y en el terreno de operaciones, de las “encubiertas” y de las que vulneran el honor militar, como seguramente se contempla desde la Casa de Nariño.

 

De este modo, el diseño de escenarios del gobierno Santos aplaza, enreda y perjudica a la paz: concentró todas sus fuerzas en el factor que valoró como fundamental, y al alcanzar su propósito le anuncia al mundo que “en Colombia la guerra culminó”. Pero no. Por efecto de su proceder, puso a la guerrilla inferior en capacidad de fuego y despliegue operativo, como factor fundamental –final– para que el país pase la página de la guerra interna: el Eln, que por el desarrollo histórico de las insurgencias comparte y disputa con las Farc una parte de los territorios donde el posacuerdo queda sectorialmente puesto a prueba. ¿Guerra o posacuerdo? Croquis presidencial que enturbia, conscientemente, la interrumpida negociación en curso.

 

A pesar de estar establecida una agenda Gobierno-Eln, Santos insiste en un punto que no selló antes en la Agenda orientadora del diálogo: “renuncien al secuestro”, dice. Sorprende que el Gobierno firme una cosa y actúe en contravía. ¿Está dispuesto a esta negociación o busca asestarle al Eln un profundo golpe militar en su escala de mando, para forzar una “entrega de armas y guerrilleros” o a una negociación en desventaja?

 

La dualidad y la duda abren muchos interrogantes acerca de los verdaderos propósitos del actual Gobierno, con la negociación ya concluida y con las que están pendientes. Ante el desafío por un país que no repita, ¿podrán recuperar los sectores por el cambio su autonomía y su liderazgo incluyente de país? Costoso si no lo alcanzan. ¿Podrá cumplirse en pocos años la afirmación de Santos en el seno de las Naciones Unidas? ¿Quién o cuál gobierno firmará tal/es acuerdos finales? Cuando así sea, ¿cómo recordará el mundo a Santos? Con monumento o con la increíble y triste historia de un presidente desalmado

 

 

1 Juan Manuel Santos, “Una justicia perfecta no permite la paz”, El País, 3 de septiembre de 2016. 

2 García Márquez, Gabriel, El coronel no tiene quien le escriba. 

3 http://kaosenlared.net/colombia-habla-el-ejercito-de-liberacion-nacional-la-moneda-de-la-paz/.

 

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