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¿Tiene sentido propender por el sentido de la vida?

¿Tiene sentido propender por el sentido de la vida?

Este artículo recoge la palabra escrita de diversos autores: unos se aproximaron a la pregunta que nos concita a través de la lectura crítica de pensadores de referencia, y otros recogieron lo que en comunidad se reflexionó sobre la misma. Labor encarada en el marco de un espacio de formación ciudadana que avanza en Medellín mes a mes.

 

¿Preguntar-se?

 

El ser humano, esto lo hemos escuchado en repetidas ocasiones, es el único ser que está en capacidad de pensar esa vida suya, y ello es posible en tanto reconoce y sabe que ésta se acaba, que tiene un fin que es la muerte. Arrojado a la vida como está, de la cual no comprende ni domina ni podrá jamás explicarse del todo qué es, no le queda sino preguntarse por el ‘para qué’ de esa vida, y es ésta pregunta en primera instancia la que lo conduce a enunciar la expresión sentido de la vida.

 

Ahora, si a este recorrido vital, comandado por el orden de lo biológico, de lo corpóreo que somos los humanos (del nacer al morir), logramos esquivarle en un batallar diario (pues es una conquista cotidiana) la idea de absurdidad que fácil y lógicamente se deriva de él, estaremos tan lejos de afirmaciones absolutas como cerca de más cuestionamientos en torno al fundamento y ser de nuestra existencia: ¿qué se entiende por sentido de la vida?, ¿es el sentido de la vida un dictamen a seguir, uno que hay que encontrar y develar, uno que preexiste, o éste se construye, se elabora, se inventa?, ¿se encarga cada sujeto de esto, o quien lo hace? Y, por lo demás, ¿qué sentido tiene entregarse a estas interrogaciones que a medida que se enuncian te transforman el rostro en expresión confusa, de angustia, de no claridad, de ausencia de respuesta, en tanto lo que está en juego es el para qué levantarse diariamente, valga decir, las convicciones, los sueños, las motivaciones que movilizan, que conducen a un actuar?

 

La pregunta, y las que de ella se derivan por el sentido de la vida, nos conciernen a todos los seres humanos, aunque pocos se atrevan a darles la cara, de hecho más fácil se escabulle de ellas y se palea la angustia que deviene de ese escabullirse, tocando las puertas de la psicología, de la bioenergética, de la meditación, de toda una “filosofía” parapetada en la pretensión de suturar preguntas antes que profundizarlas. Así, por tanto, estamos ante dos posibilidades: pensar y reflexionar, sin garantía alguna, ese sentido de la vida y, entre tanto, propender por él, o no pensar en su sentido ni preocuparse por él, creyendo que nos está dado y no hay sino que disponerse a sentirlo, a vivenciarlo, a actuarlo.

 

El sin-sentido como la gran posibilidad del ser humano

 

El animal no tiene ningún problema con el sentido de su vida –de ahí que carezca de una existencia–, pues él tiene uno, fijo y común a todos los miembros de la especie. Problema con el sentido de la vida sólo lo tiene una criatura –la humana que carece por principio de él y está conminada a adoptar una posición ante esta falta. Carecer por principio de sentido para su vida abre para cada ser humano tres vías de resolución: 1. Dotarse de uno; 2. No tener ninguno; 3. Hacerse a varios que sean relativos y que coexistan. Teniendo esto en cuenta, se puede decir que la aguda crisis que con respecto al sentido de la vida se observa en la sociedad contemporánea –crisis denotada por la propagación de la angustia y el hastío que hoy gobierna en buena parte de la humanidad– tiene que ver con la pérdida de esas garantías de sentido absoluto que proveía la religión y que en términos generales abolía la incertidumbre, pérdida que, a su vez, ha encontrado una desesperada respuesta en esas actitudes que proclaman que el ser humano ha de desentenderse por completo del problema del sentido y que la vida ha de vivirse al golpe del instante y como acontecimientos sin conexión y, mucho menos, dirección, actitudes que han encontrado su legitimación académica en el discurso posmoderno. Sin embargo, entre el sentido absoluto de corte religioso y el “nada de sentido” de los posmodernos, es posible establecer para la vida una salida que la comprometa con la dotación de sentidos, escamoteando, eso sí, la pretensión de que sea único y común.

 

Y es que, entre nacer y morir, reconocemos una porción de tiempo que nos es dada en suerte para vivir y que, al enlazar sus diversos momentos, puede trazar una trayectoria y forjar un destino, valga decir, delinear un sentido. El sentido no es otra cosa que la articulación de los elementos o eslabones de una vida, de tal forma que ésta se despliegue como por un cauce, no necesariamente lineal y sí sinuoso y con meandros y brazos muertos, incluso con regresiones y redireccionamientos, de tal forma que ese cauce por el que fluye la vida constituya una elección –consciente o no– que opera no sólo como eliminación de muchas otras elecciones posibles, sino como una apuesta por un destino específico, no escapando jamás, por ende, el asunto del sentido de la vida a las connotaciones del riesgo y de la incertidumbre. Cuando Nietzsche planteaba que “vivir es estar en riesgo”, quería decirnos que la vida es una materia plástica, que tiene muchas formas posibles de hacerse, pero que no todas valen lo mismo, razón por la cual no puede ser indiferente el sentido que le asignamos a esta vida única, irrepetible e irreversible que nos ha sido donada.

 

De ahí, también, que frente al absurdo irracionalismo que hoy propagan los discursos posmodernos y las metafísicas ingenuas, sea menester reivindicar el valor, la necesidad y la urgencia de pensar la vida para asignarle los mejores sentidos que estén a nuestro alcance, pues, si bien somos hechura de los sentidos recibidos por parte de otros (padres, amigos, maestros, amores, conciudadanos, etcétera), también es verdad que somos hacedores y por tanto responsables del sentido o del sin sentido del que sepamos dotar a nuestros pasos por este mundo. Así pues, el ser humano es una criatura que, más allá del absurdo que introduce la muerte con respecto a su obrar, puede esforzarse por darle dirección a su vida por asignarle valor, advirtiendo, eso sí, que dirección no quiere decir acá logros necesariamente loables o encomiables, pues también el sentido puede representar la trayectoria de una vida hacia lo peor, cosa esta nada excepcional ya que el ser humano no está impelido necesariamente por el propósito de una buena vida, existiendo algo en él que lo empuja a escamotear este propósito.

 

Fiesta gratísima: la existencia

 

Por las particulares características históricas de la sociedad contemporánea nunca habíamos sido más menesterosos y nunca habíamos estado más requeridos de afrontar la vida como constructores de sentidos que le den a ésta esa razón de ser que no tiene por sí misma, pues nuestra época, a más de la sempiterna conciencia de nuestra finitud que desde siempre nos acompaña, nos ofrece los maravillosos logros de la ciencia (astrofísica, biología, química, etcétera) que, a diferencia de las ilusiones de la Ilustración del siglo XVIII, hoy nos trae malas noticias en lo referente a la precariedad, azarosidad y fragilidad de nuestra presencia en el universo y en la vida. Deparándonos, al mismo tiempo, la reflexión filosófica que nos advierte que Dios ha muerto y que hay un ineludible absurdo en el fundamento de nuestra existencia. Nos obsequia, asimismo, con la literatura, por ejemplo de Dostoievski, con la conciencia de que estamos sumergidos en una masa gris que se mueve inercialmente, casi como impelida por el mero propósito de sobrevivir, o la literatura de Kafka, que desnuda que todo piso sobre el cual creemos edificar sólidamente nuestra vida no es más que algo imaginario que nos hemos ingeniado. Vida moderna que nos arroja a las brutales incertidumbres y desestabilizaciones que trae consigo la moderna y feroz sociedad del capitalismo salvaje.

 

Pero entre muchas imágenes posibles que pueden contribuir a aclarar este tema del ser humano y el sentido de su vida, hay una imprescindible: que la existencia es como una gratísima fiesta de la que uno sabe que tiene que retirarse a una hora precisa, pues algún compromiso lo reclama, pero de la cual uno se va agradecido del buen tiempo que allí ha pasado, deseando sinceramente que los que permanezcan en ella, o algunos que llegarán después de la partida propia, encuentren la alegría y la dicha que ella sabe conferir. Que la fiesta debe continuar sin uno, que otros se merecen encontrar en ella el goce que a uno también le fue dado, incluso aunque la fiesta haya sido turbada por algún momento de malestar o desencuentro con otros asistentes, es algo por lo que debemos propender, no sólo por la gratitud que nos obliga por haber estado en ese festejo, sino porque nuestra condición humana se calibra por la capacidad de darle lugar al otro en nuestro propio ser, esto es, por la capacidad de trascender las fronteras de nuestro propio yo, haciendo las cosas de tal forma que para otros sea posible la dicha que a uno le fue dada.

 

Pero, precisamente por eso de que ahora más que nunca el sentido de la vida se nos ha hecho difícil, debemos encarar nuestra responsabilidad para con nosotros y para con los demás, superando nuestra tendencia a evadirlo y construyendo con él una relación que lo defina como plural y relativo, esto es, que la existencia sea un dominio en el que puedan coexistir sentidos varios, pero de alguna forma articulados, alcanzando de esta manera un valor especifico en tanto ser, al igual que permitiéndonos asumir una posición trágica ante la vida, valga decir, que tengamos la capacidad de afirmarla con decisión, desplegando lo mejor de ella y aceptando que al cabo del tiempo la tenemos irremediablemente perdida. 

 

 


 

Palabra desatada

Alguien tomó la palabra y puso en duda la capacidad de todas las personas para toparse, en algún momento de su vida, sea cual sea, con la pregunta angustiante: “¿cuál es el sentido de mi vida?” ¿Qué decir, por ejemplo, de una vida que desde su comienzo está inundada de sentidos, desbordada en propuestas que no consultan con un deseo propio? ¿Cuándo podrá ese individuo detenerse y hacerse la pregunta, si desde niño se “tapona” la posibilidad de crear un sentido propio para una vida que sólo él vivirá?

Quizá el hecho de saber que moriremos no hace sino devolvernos la pregunta (que la atendamos o no es otro asunto) ¿mientras me muero… qué? Un ser puede decir “me dedicaré a trabajar veinte o treinta años y luego tendré tiempo para salir al mundo y buscar el sentido de mi vida”. Pero he ahí un problema: el tiempo de la vida se agota, y quizás luego de todo aquel “trabajo” lo que quede sea el cierre de posibilidades pues ya no se tiene todo el tiempo que se desearía para emprender otras empresas, estas sí, existenciales.

Hubo quien desató su palabra rodeando la pregunta por el sentido de la vida a través de una imagen. “Supóngase que uno se encuentra en Francia, en el museo del Louvre. Supóngase también que por cualquier razón ha de partir hacia Colombia a las cinco de la tarde y usted ha llegado al museo a las diez de la mañana para gozar de toda la producción artística de la humanidad que se ha guardado allí. Pues bien, usted decide ir al baño y luego emprender un recorrido, recorrido este que ha de ser sesgado desde el principio pues no tiene tiempo de recorrer las miles y miles de obras expuestas: ¡a de elegir!, ¡a de escoger un conjunto de obras despreciando inapelablemente otras! Pero qué pasa si usted allí, en el baño, descubre la maravillosa configuración de los adoquines, la extraordinaria calidad de los azulejos, la increíble belleza de los inodoros… en fin, ¿qué pasa si se le va el tiempo admirando el baño? ¿No es acaso algo parecido a lo que podría pasarle a uno en la vida, en donde el tiempo de existir es tiempo para estar en el Louvre y las miles de obras son nuestra posibilidad? Pero supongamos que sale del baño sin perder mayor tiempo: ¿hacia dónde ir?, ¿qué obras visitar?, ¿en qué salas quedarse y en qué otras pasar de largo? ¿Y si al salir del baño nos quedamos paralizados ante esta realidad: “no podré verlo todo”? Alguien pasa y nos da una guía del museo, incluso una que dice “Guía para el Louvre”. ¿Se limitaría uno a seguirla? ¿Qué tal si en su recorrido no contiene una obra que se desea ver con mucho detenimiento? Parece pues que una opción ante este escenario es, precisamente, hacerse a una guía propia, a un recorrido por las obras que a uno le interesen más que otras, y no simplemente aceptar la guía que alguien más ha trazado para nosotros”.

 


 

 

por Corporación Cultural Estanislao Zuleta*

* Este artículo es una síntesis de uno de los temas tratados en “La conversación del miércoles”, proyecto de formación ciudadana organizado en Medellín, desde hace cinco años, por la Corporación Estanislao Zuleta y otras entidades que lo respaldan como Comfama, Confiar, Haylibros.com, entre otras. Ciclo 2012: De la cultura que tenemos a la cultura que queremos. Equipo del proyecto: Carlos Mario González, Diana Suárez, Vincent Restrepo, Álvaro Estrada, Eduardo Cano, Santiago Gutiérrez, Alejandro López, Isabel Salazar y Sandra Jaramillo. Más información y publicación completa en: www.corpozuleta.org o en http://bit.ly/CdelM12.

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