Triunfalismo, vacío y malestar en la cultura

El cambio, necesitamos el cambio.

Se viene el cambio.

Llegó la hora del cambio.

¿Nos quedó grande el cambio?

Pero entonces,

¿Cuándo va cambiar todo esto?

El 19 de julio de 2022 asistimos a un pulso presidencial apretado y de infarto. Hasta los últimos conteos de votos el fantasma del cinismo, la corrupción, la desinformación, la guerra, el narcotráfico, la represión, el matoneo político, el embrujo autoritario, la justicia silenciada y de rodillas, más una inacabable lista de desalientos, volvían a recodarnos que el país retornaría a su triste impotencia y a su miserable barbarie. De repente la calle aulló de júbilo y con un desbordado entusiasmo, un pueblo enjaulado empezó a creer que no todo estaba secuestrado e hipotecado por las oligarquías ensimismadas de siempre.

Los artistas esperanzados se sumaban al clamor descamisado e insumiso de los jóvenes airados y de los nadies. La palabra cambió con su dulce aroma flotaba y danzaba como nunca en el aire, oxigenaba con clave de sol nuestra trágica historia pútrida. Se anunció el tiempo de las reformas, nada ni nadie podría contenerlas. La democracia daba no solo la razón sino el poder altisonante de las mayorías. Otra vez se podría volver a creer que las instituciones agenciadas por el Estado, recuperarían su vocación de rehacer y volver a hacer valer lo público. En ese sentido, el Ministerio de la Cultura, como parte del cambio, velaría como nunca por nuestro patrimonio, por nuestra pluralidad étnica, quizás en esta ocasión defendería a nuestros artistas como baluartes del diverso ser nacional, tal vez y al fin serían valorados por la cabeza bien pensante del supremo Estado, el ángel guardián de lo público.

La confianza tocaba a la puerta. La tripulación estaba más que contenta. Tenía un capitán inteligente, progresista y con el corazón sincero de una izquierda democrática y honesta. Una formación visionaria que dejaba atrás las pretensiones misioneras y foquistas del mesianismo armado. Esas eran las provisiones del futuro para preservarnos del inminente naufragio en que se encuentra el mundo.

En teoría, ese propósito loable sonaba bien. En la práctica, sin ánimo de perverso profesional aguafiestas, en el fondo sabemos que ese quehacer en nuestro país sigue extraviado y a la deriva. Cada cuatro años asistimos a las urnas enlodadas de la democracia representativa, intentando salir de nuevo del cuatrienio de lo peor. Y los artistas, como cualquier ciudadano que tiene fe en el rito de elegir a sus dirigentes, se suman al deseo de ver cumplidos sus sueños de ser bien gobernados, esto es, mediados por las promesas argüidas por los políticos de turno como expertos publicistas de sus futuros planes de gobierno.

El estallido social del  2021  infló entre muchos y variopintos creadores la anhelada esperanza de posibles horizontes transformadores, no solo económicos, sociales, sino también culturales. La vieja y anquilosada hegemonía de la ultraderecha se había enseñoreado y enquistado en el poder, a punta de patrañas, sangre y fuego. Pero, de súbito, gracias a su incapacidad y creciente impopularidad, se mostró resquebrajada por el amotinado descontento. Los artivistas insumisos y llenos de expectativas con el triunfo del progresismo, vislumbraron la oportunidad para arrojar por la borda la política cultural que se gestó  como ley desde la sustanciosa y vitamínica economía naranja, eso sí, bien exprimida y rendida con agua. Era de celebrar. El progresismo era ahora el dueño de la llave mágica y la certeza ineludible del cambio. Sus simpatizantes y expertos gestores mostraron en su agenda de campaña un discurso de sanas intenciones distintas y transparentes, de frente a esos otros en contienda electoral que rehuían el debate, o porque no tenían el menor interés o nada sustancial para decir.

La campaña ganó espacios. Quería ser la más pulcra, cohesionada y coherente. No estaba de espaldas a los artistas. En su propósito de escucha, recogía el sentir de las largas luchas de sus sectores (en contra del afán de una mercantilización del arte y la cultura) sobre todo de la creación autogestionada e independiente, que siempre se ha opuesto a las políticas neoliberales que no representan un verdadero aporte y beneficio, ni para la mayoría de los artistas, ni para la mayoría cada vez más empobrecida de la sociedad, y que lo único que buscan es la rentabilidad a ultranza del capital, siguiendo patrones de marca, marketing, o las maneras estratégicas propias del emprendimiento corporativo de estructuradas y jerarquizadas industrias culturales. En últimas,  dichas políticas buscan fortalecer un modelo de empresa que acentúe la división del trabajo, y que sea potencialmente productiva y autosostenible como ejemplo eficaz de desarrollo. No importa que se banalicen sus contenidos, ni tampoco que se elitizen mucho más los espacios para la cultura.

Aquí quienes ponen las reglas del juego son el Estado y el capital. Hay que tener músculo financiero, capacidad de endeudamiento, y por favor, no se alarmen, les ayudaremos a que se creen los créditos blandos, para eso están los diligentes bancos.

Lo que auguraba el triunfo era que la cultura dejaría de ser la eterna condenada, el último renglón, la marginada, la desencantada cenicienta de todos los pésimos gobiernos. La oportunidad brillaba sobre la mesa, una nueva legitimidad quería abrirse paso. El estallido social sería, en consecuencia, sinónimo de estallido cultural. La cultura gloriosa sería potenciada y se tomaría simbólicamente las calles. La palabra estallido, ruidosa y guerrera, sería el grito de paz del albor de una nueva cultura. Los artistas, testigos mudos, tendrían una voz participativa y real.

Se aplaudió el nombramiento de una figura símbolo del arte, de la resistencia cultural y alternativa. Nada de darles figuración a ilustres desconocidos como a la vieja usanza del botín burocrático y politiquero. Se festejó con comparsas, bombos y platillos. Entretanto, el reloj del boom cultural en su compás de espera no avizoraba un proyecto gestor sólido y claro y como un globo en emergencia se veía poco a poco desinflar. Tal vez se estancó en sus lentos procedimientos, en la brega por deshacer los nudos de lo heredado, en sus viejos lastres, en sus consignas triunfalistas, en su predecible poética, en sus formas jurídicas y burocráticas… Suena duro decirlo, pero cuando el triunfalismo es tan solo el espectáculo del mucho ruido, el vacío concluye en reflejar una auténtica nada.

En los corrillos ministeriales crecían los rumores, las envidias de poder, las intrigas, tendencias y dudas. Rondaba, sin embargo, un sinsabor: el Ministerio no podía ser solo una cuota de reconocimiento político o simbólico. Era necesario que el pensamiento no fuera únicamente orientado por el puro deseo, era preciso también que el conocimiento técnico y audaz lo guiara para elevar a otro plano una gestión desafiante, cohesionada y ambiciosa, porque si no los gabinetes y los equipos improvisados empiezan a desmoronarse, a desmotivarse. No hay que olvidar que nuestro Estado es un potrillo mal criado, agreste y salvaje. Escenario propicio para que, en el reinado de la confusión y la vanidad protagonista, surja de la tras escena un encargado de las preferencias y los afectos familiares y presidenciales, por completo ajeno a los procesos que desde las bases obedecían de manera más orgánica, horizontal y asamblearia, a sectores que estuviesen estrechamente conectados a sus reivindicaciones, a luchas puntuales y concretas. Con sentires y necesidades de colectividades artísticas de muchas partes del país que hace tiempo pujan para hacerse más oídas y visibles. Sin duda, no se trata de satanizar y acribillar al encargado por ser amigo del Presidente. Él asume de buena gana el Ministerio acéfalo. No se busca convertirlo en tiro al blanco con mala fe, ni tampoco hay quienes duden de sus capacidades como músico, o su actitud de diálogo y de sus buenas intenciones. Lo cierto del desconcierto es que no genera un norte conciso que convoque y despeje el panorama, sumado a que no goza de credibilidad intelectual y reconocimiento gestor de quienes cocinaron la victoria. La atmósfera se enturbia. Sus opciones difusas tampoco convencen.

Al calor de los hechos, queda en el aire la pérdida de tiempo. La decepción y la impaciencia se tornan preocupantes. El escepticismo ronda y se multiplica. Se sospecha que las políticas progresistas han puesto freno a un impulso renovador, dando marcha atrás de manera inexplicable, retrógrada, caprichosa, autocrática, de malos modales, o secretista, cuando lo que se esperaba era poder construir y converger desde una armonía plural no autoritaria, para dar vía libre a  una ruta cultural más humana nada sectaria y de verdad sociable, en un país acostumbrado a su inercia y que desde la política liberal o conservadora nunca ha podido entender el creciente despertar de las artes como el supremo ideal espiritual de un país que merece salir del pantano de la barbarie y la guerra sucia, en donde la educación y la cultura son el escalón imprescindible de principios integradores para forjar desde la paz, pensamiento sensible y cohesión social.

Lo peligroso y regresivo es que las banderas de la derecha, desde su fuerte y marrullero apego al poder, se nutrirán de la desazón y la impotencia popular y colectiva. Pescaran en río revuelto, dividirán y reinarán. Si los dejamos, porque donde hay poder debe haber resistencia. Es urgente para salir del limbo cultural, crear contrapesos, contrapoderes. La imaginación no se puede rendir, debe sobrevivir a los malos gobiernos. “Solo en lo colectivo residen los depósitos de esperanza”, nos lo recuerda y reconfirma Angela Davis.

Náufragos en el mar de la complejidad

En el mar poblado de aporías, paradojas y contradicciones complejas, en que yace sumergido nuestro enfermo planeta, no resulta fácil para nadie encontrar la nuez del espíritu que reclama nuestro tiempo. La pesadilla del realismo capitalista advierte que, en medio de la catástrofe de nuestra especie, se fermenta una derecha soberbia y militante, decidida, inclemente, prejuiciada, ignorante, dogmática, bizarra, descarnada, grotesca y desvergonzadamente totalitaria. Los líderes carismáticos de esa cofradía con tendencia a volverse internacional, parecen inspirarse en la caricatura patafísica de dictadorzuelos a la altura bufa del padre Ubú. Colombia empezó y exportó el modelo.

Es la respuesta desorbitada de un mundo en crisis, en un capitalismo despiadado que se devora a sí mismo, apelando a los más bajos instintos insolidarios de la condición humana.  Esos líderes corrosivos se coronan como reyes gracias al poder magnético que de forma sobreactuada ejercen sobre numerosas y desesperadas masas. El poder mediático los fabrica, engrandece e inflama sus mediocres logros. Sus aparatos de propaganda falsifican la realidad o inventan enemigos ficticios para atesorar la dominación y la codicia del capital, que bien sabemos adolece de moral. Estamos a merced de la infocracia. De la sociedad del espectáculo, de la matrix invisible del gran hermano. El que ostenta el monopolio de la información domina al mundo. Es el ciego que guía como rebaños a un abismo a otros ciegos. “El poder sabe con claridad y nosotros de una manera confusa” decía el clarividente Guy Debord. El caca-pipi-talismo digital-patriarcal es la fétida bacteria, la activa agente del caos del no futuro que se nos vino encima.

Esa disputa tenebrosa por el presente, coloca a los movimientos sociales contra las cuerdas. El derecho a la protesta es satanizado y criminalizado. El disenso y la libertad se hacen más difíciles e indiscernibles, se refugian y atomizan cada vez más en las cuevas dormitorios de los lobos solitarios que habitan en las colmenas verticales de contaminadas mega urbes. Nos distraen con banalidades o dispersan con falsas noticias. El neoliberalismo, altamente destructor, apunta a volverse cada vez más anarcocapitalista. Se vale de la democracia representativa como trampolín para erigir al soberano farsesco, con el fin de destruir desde adentro lo que quede de responsabilidad social o cultural del Estado. Se le rinde culto a su personalidad y, de paso, se expropia una bandera del anarquismo clásico para privatizar mucho más la economía, perpetuándola en minoritarias manos usureras y depredadoras, que se niegan a pagar altos impuestos. Entre tanto, en la orilla antípoda, los movimientos sociales ya no sueñan ni con revoluciones idílicas ni con utopías integrales; sueñan en el derecho del aquí y el ahora todo el tiempo amenazado, y que, en el peor de los casos, se paga con heridos o muertos. Continuamos dando tumbos y tumbos de tumba en tumba, observando como todo se derrumba. Y lo público como la urgente bandera se descolora, se contrae, se fractura, se atomiza o se diluye.

La anarquía como democracia directa, imprevista, espontánea, que se toma las calles, esa que ya no cree en vanguardias políticas o comisiones sindicales, negociadoras y burocráticas, con el paso del tiempo se desgasta, se frustra, se la reprime, se la calumnia, en largas revueltas y contiendas que poco a poco terminan en manos del destino aciago de un eterno retorno del péndulo electorero y caudillista.

Hay que atravesar como viejos topos el túnel, buscar un poco de luz. Otra vez insistir en reactivar la educación, la cultura de los comunes y su ayuda mutua. Y creer y crear como un ave Fénix ciudadanías libres que no sean simples reflejos de políticos profesionales, de vedettes egópatas y arribistas del Estado o el capital en sus fluctuantes vaivenes electoreros.

Frente al apocalipsis distópico del cambio climático o una demente guerra nuclear, un mundo nuevo persiste y resiste desde lo posible. Lo llevamos en nuestros corazones. El grave problema en esta sobrepoblada carrera de caballos en que nos tienen, es que ya casi nadie sabe si quiere o vale la pena pensarlo, soñarlo y forjarlo. O inventamos o seguimos como especie errando. En esa cultura asfixiante e incierta mal vivimos y estamos sobreaguando en la espesa nata del nihilismo en la entraña enigmática de la aldea global. n

* Fundador, codirector, dramaturgo y titiritero del Teatro de Títeres La Libélula Dorada.

Suscríbase

https://libreria.desdeabajo.info/index.php?route=product/product&product_id=180&search=suscri

Información adicional

Autor/a: Iván Darío Álvarez Escobar*
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Le Monde diplomatique, edición 235 agosto 2023
El Diplo We would like to show you notifications for the latest news and updates.
Dismiss
Allow Notifications