Home Ediciones Anteriores Artículo publicado N°123 Una voz pretérita con reclamo al presente

Una voz pretérita con reclamo al presente

Una voz pretérita con reclamo al presente

Mucho varió el mundo desde los días en que los ancianos eran venerados y protegidos por representar la memoria colectiva. Es decir, eran la garantía de continuidad histórica entre unas y otras generaciones. Como tal, su voz era la última y decisiva ante los diversos problemas, tal vez, frente a la inclemencia de la naturaleza, a los conflictos de convivencia interna, y externa (ante otros pueblos). Significaban mucho. Escuchados y respetados, los ancianos eran a la vez padre, maestro, ejemplo, líder, consejero, amigo… Y su destacar no era un liderazgo casual.

 

¿De dónde proviene su autoridad? De la experiencia prodigada por tantos años de vida, de épocas en el sobrevivir y sobreponerse ante las diversas circunstancias de la naturaleza, entre éstas, las consecuencias que el esfuerzo físico, en el trabajo cotidiano, deriva sobre el cuerpo. De años de lucha y voluntad. De síntesis del qué, cómo, cuándo, por qué, de qué manera, proceder ante las demandas del día a día. Ante cada circunstancia, el viejo hacía las recomendaciones y ofrecía consejos. Su voz era sabiduría y los más jóvenes así lo reconocían.

 

De este modo, la vejez era asumida como un logro, como un triunfo. De ninguna manera, la entendían como una carga o como un motivo de preocupación por el “tan feo que me veo”, o con temor ante la posibilidad de quedar en el abandono, negado, desconocido. La comunidad, en una primera etapa de la historia humana, y luego la familia, con satisfacción velaban por él.

 

Tuvieron que transcurrir siglos para que la vejez significara diferente: inquietud, temor ante la soledad y preocupación por la escasez de ahorros para asumir el declinar del ciclo vital. Incluso, del contemporáneo temor por perder la juventud que, con escudo en la vanidad, llegó el medicamento botox que borra arrugas. Tuvo que consolidarse el Estado moderno, con la imposición de la dominación y de los intereses de unos pocos sobre los muchos, y el diluirse de la familia extensa en el cambio y nueva costumbre de la pequeña, con pocos miembros y su arquitectura de apartamentos donde no sobra espacio para nada y falta espacio para todo, y del vivir en hacinamiento en inmensas ciudades. Pero también, tuvo que imponerse sobre nuestra manera de ver y asumir la vida, el prototipo occidental, individualista, mercantilista, utilitarista…

 

Por siglos, el de los viejos era un liderazgo comunitario pero también familiar. Así continúa la vida en muchos pueblos indígenas, e incluso entre algunas familias, sobre todo las más pudientes, en las cuales la capacidad empresarial, que además del estudio y adquirirse en los centros universitarios pasa por la transmisión de viejos a jóvenes, de los padres a los hijos. Pero esta es una excepción.

 

Las cifras ahora indican que los viejos padecen las consecuencias de un modelo social y político. Un modelo de Estado que no garantiza por igual la seguridad social de todos sus miembros. Una realidad que es más evidente a medida que las sociedades envejecen, o que se malgasta el “bono demográfico”. En particular para el caso de Colombia, donde según el Dane, entre el 2000 y 2020 la población mayor de 60 años en duplicación, pasará de 3.335.633 a 6.435.899 (12,6 por ciento de la población proyectada para entonces) (1), realidad que no solo es crítica sino cruel, en tanto la comunidad no responde por ellos, la familia en la mayoría de los casos tampoco, y el Estado no cumple con su función.

 

Es así como, producto de un modelo económico y político que no garantiza el trabajo sino para un pequeño segmento de sus asociados, la inmensa mayoría de ancianos no cuenta con derecho a pensión ni una renta básica (2), debiendo esforzarse en muchos casos, mucho más allá de sus condiciones físicas, para continuar en el rebusque diario tras unos pesos, que solvente sus gastos cotidianos, así como los de su núcleo familiar. Y no son pocos quienes en esta condición tienen que terminar sus días.

 

De 5,4 millones de personas en edad de recibir pensión, solo 1,6 millones cuentan con ese recurso, el resto ve afectada su calidad de vida por no contar con un respaldo económico que asegure unas buenas condiciones de salud, vivienda, alimentación e independencia durante su vejez. Pero además, entre quienes la perciben, en la mayoría de los casos es igual o inferior a dos salarios mínimos.

 

Esa es una realidad que no cambiará en el corto ni el mediano plazo aquí, toda vez que la informalidad laboral es la característica que domina el mundo del trabajo, con más de un 60 por ciento de las personas clasificadas en la denominación de informalidad, o trabajo por cuenta propia, sin capacidad de ahorro ni de cotización dentro del sistema pensional, con lo cual, el cumplimiento de una política solidaria intergeneracional no es factible.

 

Es una realidad innegable, que con toda razón hace temer la llegada de la vejez, con su piel ajada y la disminución de la fuerza y la agilidad física para desempeñar ciertas labores cotidianas; más aún, cuando para muchas empresas, una persona que llega o supera las cuatro o cinco décadas de edad ya no clasifica para sus registros de posibles empleados.

 

Obligados a batirse en la calle ofertando cachivaches de todo género, vendiendo ilusiones o en la promoción y grito de diversidad de servicios, o en otras ocasiones, sometidos en trabajos a destajo, quienes debieran gozar de ingresos fijos mensuales por cuenta del conjunto social, apenas consiguen por su labor mensual menos de un salario mínimo, que no garantiza tranquilidad ni vida digna (3). Es un trabajo y buscar la vida que no depara satisfacción alguna, ya que está realizado, en el 79 por ciento de los ancianos, por obligación, porque les toca, como confirman algunos informes (4).

 

En estas circunstancias, sometidos a los rigores de la pobreza, la inmensa mayoría de estas personas queda con esperanza en la política de asistencia social oficial (Programa de Protección Social al Adulto Mayor), que se reduce a la entrega de míseros subsidios, que como indican en la páginas 24-25, oscilan “entre $40.000 y $75.000 en múltiplos de $5.000 para Servicios Sociales Básicos”. No es casual por tanto, que entre los mayores de 60 años un porcentaje que fluctúa del 40 al 48 por ciento vivan en pobreza, y que en indigencia el registro tenga un porcentaje superior al del conjunto de la población.

 

Entonces, con ingresos insuficientes y sin una política oficial que les procure vida digna, estas personas encuentran en su núcleo familiar su más cercano, real y efectivo apoyo, que les procura, por lo menos, la alimentación y el techo. Cuando esto no sucede, la indigencia, y el alcoholismo, es un destino final para muchos de ellos.

 

Desde esta relación familiar, surge entonces una realidad para los viejos que se puede clasificar así: “(…) indigentes, sin familia, sin recursos económicos; abandonados, personas con familia pero sin contacto con sus cercanos; dependientes e inválidos, personas que carecen de autonomía funcional; proveedores de la prole y los nietos (padres sustitutos); e integrados a la familia, con un status de autoridad” (5). Sin una política pública efectiva que cubra y garantice un final feliz de sus vidas y en no pocas ocasiones sin un núcleo familiar que vele por ellos, no queda sino la “caridad pública”, defendida y con aplicación por parte de la Iglesia.

 

Para este sector de nuestra población, desde la década de los años 50 del siglo XX esta política tomó cuerpo en el país a través de los ancianatos, que ofrecía alimentación, refugio y algunos medicamentos, a quienes eran recogidos de la calle, o aquellos por quienes sus familias pagaban para que fueran atendidos. Para entonces, aún no había en el país profesionales de la gerontología ni de la geriatría, motivo por el cual no se contaba con una asistencia integral para quien entraba al final de su ciclo vital. Pese a tal ausencia, y con esta política asistencialista, las comunidades religiosas cubrían en parte los quehaceres y necesidades que el Estado no afrontaba.

 

Luego, con el paso de los años, del descomunal crecimiento de las ciudades, del desvertebramiento de muchos de los núcleos familiares, la minimización de los espacios para las viviendas familiares, la vinculación de la mujer al mundo del trabajo, etcétera, y del persistir de la no existencia de una política oficial a favor de las personas ancianas, toman cuerpo y empieza a verse la multiplicación de centros geriátricos y los anuncios de particulares para atender personas mayores. Con la llegada al país de los estudios en gerontología y geriatría (mediados de los años 70 del siglo XX), la oferta se disparó a tal punto que para el año 2011, solo en Bogotá, existían 506 de estos hogares registrados en la Secretaría de Salud.

 

El servicio funcionaba en viviendas que en pocos casos garantizaban condiciones óptimas para sus usuarios. En paralelo, tampoco surgía una oferta financiera estatal ni distrital para que las adecuaran, ni una política educativa para profesionalizar a todos aquellos que las atendían. Mucho menos, la construcción de infraestructura por parte del Estado para prestar –como política pública– este servicio. De esta manera, por cuenta propia, y luego de más de 30 años de la apertura de programas formativos en el ramo, el país sólo cuenta con unos 250 gerontólogos y 50 geriatras.

Como es común en todas las áreas de la vida social, el aspecto que el Estado sí puso en marcha fue el de control y persecución: fiscalizando el funcionamiento de estos hogares, con normas y estándares que solo unos cuantos pueden cumplir. Perseguidos, sancionados, amenazados, muchos cierran los hogares, mientras otros hacen parapeto en la ilegalidad. Para el caso de Bogotá, hoy sólo 249 de estos hogares están registrados ante las entidades que los supervisan.

En paralelo, y con políticas de subsidio, el Distrito le cancela a entidades contratantes (Ong’s) $ 1.200.000 por la atención de cada uno de los ancianos que reciben en los denominados albergues. En total, cada año destina no menos de 22 mil millones de pesos para cubrir esta demanda, ajeno a la construcción de una política pública integral para este sector social y negándose a una concertación con los hogares privados que alcanzan a cobrar menos de quinientos mil pesos por persona atendida.

Una revisión de historias de vida evidencia que estos ancianos llegan a estos hogares, en la mayoría de casos, bordeando los 75 años, cargando problemas de salud mental (demencia de alzhéimer), accidentes cerebro vasculares, parkinson, trastornos bipolares, u otros problemas (como incontinencia urinaria), ante los cuales sus núcleos familiares, a pesar de ofrecerles amor, resultan incapacitados o faltos de tiempo para cuidarlos de manera adecuada, por lo cual acuden a estos hogares.

De todo esto se desprende que la problemática de los hoy llamados “adultos mayores” es compleja y/o múltiple: por un lado, tiene que ver con la política laboral y pensional, por el otro con una de salud pública. Pero también, con una política deportiva y recreativa, como educativa en general. Además, con una que los valore e integre en todas las áreas de la sociedad como consejeros. Para esto último, con el retomar de vivencias de otras épocas y tiempos en los cuales sí eran valorados, construyendo comités de ancianos en los barrios, fábricas, talleres, haciendas, etcétera, que integren a todos quienes expresen sus condiciones y habilidad de compartir y aportar sus conocimientos y sueños con las nuevas generaciones. ¡Jubilados pero vitales y con sueños!, debería ser la máxima.

Al final, de así suceder, la vejez no será un pasaje de temor ni de miseria. Ni un momento de la vida del cual se pretenda huir, aparentando una falsa juventud. A cambio, serían los días que en su verdad son: la antesala de la muerte, en cuya espera siempre debiera haber serenidad. Una vejez con un entorno de igualdad social, cariño colectivo, familiar y social, la deberían rodear.

1 ¿Sabemos cómo estamos en relación con la vejez y el envejecimiento en Colombia? Encuesta SABE Colombia: una necesidad.

2 “Un sueldo por existir”, Le Monde diplomatique edición Colombia, No. 122, pp. 8-15, mayo de 2013

3 Diagnóstico de los adultos mayores en Colombia, www.SaldarriagaConcha.org

4 “Colombia enfrentará graves consecuencias por no prepararse para la vejez”, www.asuntosmayores.org

5 www.bdigital.unal.edu.co/1359/11/10CAPl09pdf/

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