por Akram Belkaid*
Desde su anuncio en 2010, la Copa Mundial de Fútbol de la Fifa de Qatar que se inaugura este mes despertó numerosas críticas y llamados al boicot –que fracasaron–. Sin embargo, estas denuncias, aunque certeras, revelan cierta hipocresía por parte de sus emisores.
El 2 de diciembre de 2010, en Zúrich, un voto del Comité Ejecutivo de la Federación Internacional de Fútbol Asociación (Fifa) designa a Qatar para organizar la Copa del Mundo de 2022. En Doha, la capital del emirato, hay una explosión de alegría. Suenan las sirenas de los barcos en el puerto, las bocinas de los sedanes rutilantes estacionados en la costanera les hacen eco, y los medios locales celebran en bucle un reconocimiento institucional que consagra la entrada del país en las grandes ligas. El emir Hamad Ben Khalifa Al-Thani, padre del actual soberano que lo sucedió en 2013, está exultante. Su reino es conocido ahora en el planeta entero.
Pero pronto llueven críticas de todos lados. Desde lo deportivo, se denuncia la aberración de organizar una Copa del Mundo en un país desierto y con canículas donde no hay pasión alguna por el fútbol. Al mismo tiempo, Estados Unidos, derrotado por catorce boletas contra ocho en la votación de la Fifa –cuando estaba convencido de llevarse la victoria– vocifera que hubo corrupción y compra de votos. En el plano político, organizaciones no gubernamentales alertan sobre el carácter autoritario de esa opulenta gasomonarquía en la cual los partidos políticos y los sindicatos están prohibidos. En su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en Qatar (19 de marzo de 2011), Amnistía Internacional escribe: “Las mujeres son víctimas de discriminación y violencia. Los trabajadores inmigrantes son explotados, maltratados y están insuficientemente protegidos por la ley. Hay centenares de personas que siguen siendo arbitrariamente privadas de su nacionalidad. Se decretaron penas de flagelación. Las condenas a muerte siguen decretándose, pese a que no haya habido ejecución alguna”. Todo dicho, o casi.
Boicot selectivo
En los doce años que siguen, la novela de Qatar 2022 suma permanentemente nuevos episodios: investigaciones judiciales, en Estados Unidos pero también en Francia, sobre el voto muy controvertido de la FIFA y el prevaricato de varios de sus dirigentes; reportajes edificantes sobre la condición execrable de los trabajadores asiáticos (bangladesíes, indios, nepaleses, paquistaníes, filipinos) y africanos (keniatas, somalíes y sudaneses); denuncia de los ataques al medioambiente provocados por la construcción de siete estadios dotados de sistemas de climatización. El acta de acusación se alarga mes a mes, pero nunca se pone en cuestión la organización de la competición en sí. Como en el caso de la Copa del Mundo organizada en la Argentina de la dictadura en 1978, los escasos llamados al boicot son un fiasco. Por su lado, el emirato va capeando el temporal, gasta decenas de millones de dólares en comunicación para volver a dorar su imagen, y los 200.000 millones de dólares que consagra a las inversiones en infraestructuras (estadios, subte, etc.) hacen la felicidad de centenares de empresas occidentales, chinas y japonesas.
Ya cerca del puntapié inicial de la competición, el 20 de noviembre, las críticas se desbocan. Dado que nunca es demasiado tarde para hacer las cosas bien, todo el mundo quiere expresar su cuota de indignación. “Teniendo en cuenta lo que sabemos sobre las condiciones de desarrollo de esta competencia, tanto climáticas como de la construcción, si yo fuera jefe de Estado –pero no lo soy, entonces mi posición es fácil– no iría a Qatar”, afirma François Hollande (22 de septiembre). Pero cuando estaba en el Elíseo, el ex presidente no tenía semejantes consideraciones. El 23 de junio de 2013, en visita oficial a Doha, prometía incluso que Francia ayudaría al emirato a “organizar una muy hermosa Copa del Mundo”. Por entonces, la suerte poco envidiable de los trabajadores asiáticos que construyen desde hace décadas Qatar y las otras petromonarquías del Golfo era ampliamente conocida. Pero, proyecto de venta de aviones caza Rafale mediante, a Hollande eso no le preocupaba.
La Municipalidad de París también se volvió súbitamente solidaria con los condenados de Qatar. ¿La prueba? No va a abrir una “fan zone” durante el Mundial. “Denuncio toda connivencia con Estados que, hoy por hoy, no respetan las cuestiones climáticas, las reglas sociales o las reglas del derecho fundamentales”, se enardece David Belliard, alcalde adjunto de la Municipalidad de París, para justificar este boicot temerario. ¿Pero qué hay del club París Saint-Germain (PSG)? Es propiedad de Qatar desde 2011, y su presidente Nasser Al-Khelaïfi, cercano al emir Tamim Al-Thani, recibe regularmente en sus tribunas VIP del Parque de los Príncipes a la alcaldesa de la capital, Anne Hidalgo. En cuanto a la cadena televisiva TF1, decidió hacer desaparecer la mención “Qatar” en sus publicidades concernientes al Mundial –sin renunciar, por supuesto, a difundir los partidos de la competición–.
Si se boicotea a Qatar, habría que poner en cuarentena a todas las monarquías del Golfo, y desde hace ya bastante tiempo, porque desde Arabia Saudita al sultanato de Omán, todas merecerían iguales críticas. Si centenares de obreros murieron en las obras del Mundial qatarí, bastantes otros habían perecido en Dubai en los años 2000, cuando se levantó una de las mayores torres del mundo, el Burj Khalifa. Su terraza panorámica atrae hoy a decenas de miles de turistas de todas las nacionalidades y nadie piensa en impedirlo. En Omán, la construcción de la ciudad nueva de Duqm movilizó legiones de trabajadores extranjeros, que no son en absoluto mejor tratados que los de Qatar, pero nadie quiere señalar con el índice el tan apreciado Tour ciclista de Omán. Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos y el reino de Bahrein no dejan de ser señalados por su falta de respeto de los derechos humanos, su rol en la guerra de Yemen y el carácter autocrático de su poder. ¿Pero quién habla de boicotear los grandes premios de Fórmula 1 que organizan estas monarquías? En cuanto a la presencia de dos equipos ciclistas, uno financiado por los Emiratos Árabes Unidos y el otro por Bahrein en el Tour de France, nadie cree necesario decir algo.
¿Y qué pasa con los ataques al medioambiente entre los demás miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG)? ¿Y con los siete estadios climatizados para la Copa del Mundo? Una herejía medioambiental, seguramente. ¿Pero qué peso tienen frente a los miles de toneladas de hidrofluorocarburos (HFC) que liberan las centrales de climatización sin las cuales la vida en Qatar sería infernal de marzo a octubre? En 2016, en oportunidad de una cumbre internacional en Kigali y después de un intenso lobby, las monarquías del Golfo lograron postergar hasta el año 2047 la prohibición de esos gases de alto efecto invernadero, en lugar del año 2036 vigente para los demás países. Nada indica sin embargo que esta fecha límite vaya a ser respetada. En Abu Dhabi, las piletas de los grandes hoteles se refrigeran durante el verano. En Dubai se puede esquiar todo el año en una estación indoor concebida por una empresa francesa. Un derroche de energía enmascarado por una comunicación muy experta respecto de las promesas de la tecnología verde: en los Emiratos Árabes Unidos, gigante del petróleo, se encuentra la sede de la Agencia Internacional de Energías Renovables (Irena)…
El precio de la ambición
Al organizar la Copa Mundial de Fútbol, Qatar descubre el precio de sus ambiciones en la escena internacional. Recibir competencias deportivas regionales, o bien la Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (como en 2001) –ideal para impedir que no se repitan las manifestaciones de Seattle en 1999–, vaya y pase. Pero no el Mundial de Fútbol, uno de los acontecimientos deportivos más mirados en el mundo entero: imposible de ahora en más pasar desapercibido y escapar a las críticas, las desconfianzas, los celos… Por esa razón, Qatar habría podido sacar algunas enseñanzas de la experiencia de Kuwait que, a fines de los años 1980, también chocó contra un techo de cristal y contra una lluvia de críticas. Apoyado en un tesoro de guerra de 200.000 millones de dólares, el emirato caza por entonces buenos negocios en Wall Street y en el London Stock Exchange. Menos de un año después del crack bursátil del 19 de octubre de 1987 (“el lunes negro”), las acciones de las grandes multinacionales están baratas, empezando por las de British Petroleum (BP), que el gobierno de Margaret Thatcher acababa de privatizar. Durante el primer semestre de 1988, el fondo soberano Kuwait Investment Office (KIO) pone sobre la mesa 2.000 millones de dólares para controlar el 22 por ciento del capital del grupo petrolero y anuncia que participará en la gestión estratégica de BP. En Londres hay indignación. ¿Un peso pesado de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) iba a tener derecho de inspección sobre esa joya británica? ¡Fuera de cuestión! Thatcher amenaza a Kuwait con represalias si ampliaba su participación en el capital de la petrolera y el líder laborista Neil Kinnock pone el grito en el cielo por “la puesta en peligro del interés nacional”. El KIO finalmente acepta disminuir su participación en el capital de BP.
En Estados Unidos, donde ya causa estragos una fuerte hostilidad respecto de los inversores japoneses, el KIO pasa súbitamente a ser sospechoso para gran cantidad de miembros electos en el Congreso, a los que les preocupan sus adquisiciones en el rubro inmobiliario de lujo, particularmente en Nueva York. Este “Kuwait bashing” roza incluso a Francia, donde nadie se olvidó de que, durante la Copa Mundial de Fútbol de 1982 en España, el jeque Fahad Al-Ahmed Al-Jaber Al-Sabah, hermano del emir, se metió en el césped del estadio de Valladolid y, con la seguridad de su estatuto principesco, obligó al árbitro a anular un gol marcado por el equipo de Francia. Algo nunca visto en la historia del fútbol. Este contexto de desconfianza generalizada obliga al KIO a aceptar importantes gastos en comunicación y lobby político para convencer a los occidentales de que Kuwait, por más rico y arrogante que sea, no merecía su anexión por parte del Irak de Saddam Hussein en agosto de 1990.
Aleccionados por sus decepciones, los dirigentes de Kuwait optaron desde hace tres décadas por una discreción absoluta de su país en la escena internacional. ¿Terminará Qatar por elegir el mismo camino? Dependerá del (buen) desarrollo de la Copa del Mundo y de lo que concluyan las investigaciones en curso. Arabia Saudita, que pretende tomar a su vez la antorcha, podría incluso sucederle en el rol de villano del Golfo. El país ya se ve a sí mismo organizando la Copa del Mundo dentro de ocho años, asociándose con Egipto y Grecia, o con Marruecos. Acaba de ser elegida anfitriona, para 2029, de los juegos asiáticos… de invierno.
*Jefe de redacción adjunto de Le Monde diplomatique, París.
Traducción: Pablo Rodríguez