Home Ediciones Anteriores Artículo publicado N°123 Notas sobre la identidad, la tradición y el quehacer filosófico

Notas sobre la identidad, la tradición y el quehacer filosófico

Notas sobre la identidad, la tradición y el quehacer filosófico

Mucho se ha debatido sobre el tema de la identidad en la filosofía en América Latina y en Colombia. El debate se ha tornado repetitivo y en verdad no ha llevado a ningún lado. Ni es probable que lo haga. Se hilvanan aquí unas ideas para reencausar el debate.


I

 

Lo primero por aclarar es el tema de “identidad”, entendida aquí no como una “sustancia”, una Idea, un molde, un problema lógico donde A=A, o como una esencia. La identidad, ya lo dijo Ortega y Gasset, es lo que hemos “sido”. En el “sido” está la identidad: esto quiere decir que nuestra identidad está en el pasado, uno que es material y concreto. No es un pasado que yo me pueda dar totalmente a posteriori, a mi antojo, pues así estaría desconociendo su materialidad, su concreción; sino que es un pasado con el cual me puedo enfrentar día a día, revaluándolo en algunos aspectos. Es esto lo que hace que mi libertad sea relativa, pues ese pasado la condiciona en algún sentido, pero no me determina totalmente. Es esto lo que debemos comprender cuando se dice que la identidad está en el pasado que soy. Y hay que recalcar que nuestra relación con ese pasado es dinámica. Y que sea dinámica quiere decir que cada vez que me enfrento a él, que me acerco a él con una nueva metodología, lo puedo revaluar, puedo descubrir nuevos aspectos, puedo ver nuevas perspectivas, nuevos horizontes. Pero esa relación dinámica con el pasado, no quiere decir, como piensa gran parte del interpretacionismo posmoderno, que el pasado se puede convertir en un muñeco de trapo con el que puedo jugar a mi antojo. Eso es relativizar demasiado la historia. Eso es imposible de hacer. Por ejemplo, quien se ha arruinado económicamente debido a su afición al juego no puede seguir haciéndolo indefinidamente, pues sus circunstancias, producto de sus propias acciones, se lo impedirán. Así sucede en la vida personal, pero así puede suceder también con la historia de los países, de los pueblos. En Colombia, por ejemplo, no podremos firmar la paz si no asumimos los hechos del pasado. No sólo el actuar de las guerrillas, sino de los gobiernos anteriores, así como su relación con los otros grupos al margen de la ley.

 

Por otro lado, decir que la identidad es lo que somos es responder a medias o es asumir el problema incompletamente. La identidad también debe verse como no-ser; pues el “no-ser”, lo que aún no soy, lo que no soy todavía, lo que aún no se tiene, etcétera, es el motor para la construcción y la creación. La identidad entendida como no-ser es también la identidad como proyecto de futuro. Así entendida, podemos pensar en personas, grupos, movimientos sociales, comunidades, etcétera, que se unen, se identifican en pro de unos intereses o demandas comunes para materializar, para buscar aquello de lo que carecen, para construir aquello que les falta, para dirigirse hacia ese horizonte que es el futuro. Esto no quiere decir que la identidad entendida como proyecto (Manuel Castells), como creación, producción de lo nuevo, cree homogenizaciones y asesine la diferencia. No es necesariamente así. La identidad como proyecto, como instrumento de lucha de los movimientos sociales, no mata necesariamente la singularidad de los individuos. Veamos el caso del movimiento Lgtb: sus integrantes buscan unos derechos, quieren adoptar, tener acceso a la salud, quieren casarse, etcétera, y para reivindicar estos derechos se organizan, se identifican. Pero eso no quiere decir que ese grupo sea homogéneo. En él hay homosexuales, heterosexuales que los apoyan, abogados, trabajadores sociales (incluso en las marchas indígenas del año 2009 se apoyaron esas demandas), bisexuales, lesbianas, etcétera. No se puede decir aquí que la identidad es inútil y que mata la diferencia o que homogeniza o que crea totalitarismos, nacionalismos o populismos. Quienes forman parte del movimiento Lgtb no forman guetos rabiosos e histéricos, violentos, etcétera, contra el resto de la población. Es más, la identidad así concebida no es una “esencia”. El día en que ese grupo logre todos sus derechos se disolverá en la sociedad, en la cotidianidad de la ciudad. Y nada pasará. Es decir, las identidades también pueden ser contingentes: se forman, logran lo que quieren, y desaparecen. Otras perduran mucho más.

 

Quienes se identifican pueden compartir algunos puntos en común, aquello que los identifica o los une, pero pueden guardar y resguardar sus diferencias internas, pueden y deben preservar su especificidad, su singularidad, su ser cualsea para usar en este contexto la expresión de Giorgio Agamben. Es en este sentido como puede reivindicarse totalmente el concepto de identidad al margen de los entusiasmos posmodernos.

 

Lo anterior nos permite decir, entonces, que la identidad puede ser concebida como una dialéctica entre el “ser” (no asumido especulativamente o como Idea) y el no-ser, es decir, entre lo que somos (el pasado) y lo que aún no somos. Así las cosas, estamos sobre el presente, arraigados en el pasado y con un píe en el futuro.

 

Las anteriores consideraciones no pasan por alto el hecho de que el problema de la identidad en la filosofía latinoamericana ha sido planteada en términos especulativos. Cuando se ha preguntado por lo que somos, gran parte de la filosofía latinoamericana respondió a la pregunta en términos de “sustancia”, de “esencias”, de “Ideas”. Pero esa respuesta, en esa forma, es puro platonismo. Cuando se pregunta qué es América la respuesta no puede ser: la esencia de América es “el estar”, la “América profunda”, “el continente de la tristeza” como dijo el conde Keyserling, quien –al parecer de Fernando González– era un “verdadero hijo de puta”. La “esencia” de América tampoco es “Amerindia” o “Indoamérica”. Es así de simple porque lo indígena es tan solo una parte del continente, es sólo una realidad parcial que no se puede extender al todo. La “esencia” de América tampoco es el mestizaje en términos raciales, porque la raza es una “ficción encubridora” como dijo Rafael Gutiérrez Girardot. Además no olvidemos que en el siglo XVIII uno podía ser mestizo hoy y si me hacía un “lavado jurídico” de la sangre y le pagaba a España, al otro día amanecía blanco. Entonces, el mestizaje mezcla conflictos económicos y de estratificación social como bien lo mostró Jaime Jaramillo Uribe en sus Ensayos de historia social colombiana de 1968. Cuando se dan este tipo de respuestas a la pregunta por la identidad de América se está respondiendo platónicamente. Se responde con una esencia o con una Idea. Pero América no es una Idea. ¡Óigase bien! América es una realidad histórica que se viene construyendo hace 500 años. En cambio, las Ideas de Platón no son de este mundo, son del otro. Y por eso mismo no son históricas. Las ideas de Platón no tiene historia; América sí.

 

Preguntarse qué es América en términos esenciales convierte el problema de la identidad en un problema metafísico. Pero plantear la pregunta en esos términos lleva al equívoco de convertir una realidad histórica en un ente del cual se busca su “Ser”. América Latina no es una Idea, es, un devenir histórico. Y de ese devenir, de eso que somos, sólo se puede responder con un estudio detallado de las realidades que se han configurado desde 1492. La respuesta la puede dar la historiografía social y económica, la genealogía (sin rechazar el problema de la identidad como se ha planteado arriba) y otras metodologías que esclarezcan cómo se ha constituido históricamente lo que somos, es decir, nuestro pasado en lo social, económico, político-jurídico, cultural, etcétera. Para concluir –y en esto es interesante revisar lo que al respecto ha dicho Rafael Gutiérrez Girardot en sus obras–, la pregunta por lo qué es América sólo puede responderse desde la historiografía, desde nuestra “vida material” (F. Braudel) concreta desde hace 5 siglos. Para responder esa pregunta ahí están, por ejemplo, las obras de José Luis Romero, entre ellas, Latinoamérica: las ciudades y las ideas y Situaciones e ideologías en América Latina. Esta es la manera de no confundir el plano metafísico con el historiográfico. Y en este problema la filosofía puede ayudar afinando las categorías de análisis de esa historiografía, pero no asumiendo la respuesta en términos esencialistas.

 

II

 

Dicho lo anterior, planteemos algunas reflexiones sobre el problema de la tradición y su importancia para el quehacer filosóficos entre nosotros.

 

Cuando nos remontamos al origen latino de la palabra tradición nos encontramos con traditio que, entre otras cosas, significa entregar, transmitir, significa enseñanza. Esta palabra remite a la vez al verbo trado que denota entregar, dar, transmitir una cosa a la posteridad; por su parte, jurídicamente la traditio es una forma de adquirir la propiedad. ¿Qué es entonces la tradición? Es un cúmulo de experiencias, prácticas, símbolos, ideas, imaginarios, etcétera, que se han constituido históricamente en el vivir de un pueblo; en el vivir con y en una circunstancia. En este sentido, la tradición condiciona (no absolutamente) las formas de pensar, hacer y enfrentarse al mundo histórico, al porvenir, a lo ‘por hacer’. La tradición constituye la identidad de una comunidad, la define, le da su personalidad, delinea sus contornos, pero no la lanza a un destino inexorable.

 

La tradición es una propiedad, es algo que se tiene, es un legado del pasado, una herencia construida y ganada en lucha con el devenir, en el forcejeo con el mundo, una lucha de la cual se ha aprendido y se ha recibido enseñanzas. En ese trasegar han quedado experiencias valiosas que pasan a formar parte del acervo de un mundo históricamente constituido. Es así en lo económico, lo social, lo cultural, lo ideológico, etcétera. Las tradiciones son prácticas concretas que ligan al hombre con su raíz, con su pasado y su experiencia; son estructuras que se heredan de una experiencia histórica y que, por lo mismo, contienen en sí un pasado que se hace presente con su actualización, rememoración y práctica; un pasado que hay que “superar” para lanzarse hacia el porvenir.

 

La tradición nos recuerda que el hombre no es un ser flotante que proviene de la nada, sino que tiene unas capas y unos lazos con lo que se “ha sido”. Ahora, si bien la tradición es la savia de un pueblo, ésta no es inmoble. Todo lo contrario, se renueva, transforma, muta y vivifica con la experiencia histórica. La tradición no es un féretro donde descansa el pasado, no es un yermo pétreo. No. Es un continuo dialogo con el presente en el cual reposa el pasado y con las tendencias del porvenir. En este sentido, la tradición nos ayuda a enfrentarnos a los retos de la historia en claro diálogo con lo que somos. En el presente actúa la tradición, en él vive el pasado, es un cimiento profundo que nos habita. La tradición y el pasado son como un diario escrito que llevamos dentro, son nuestra memoria. Es, pues, en el presente, en la vivificación de la tradición con miras al porvenir, donde se cristaliza la experiencia histórica. Es en el hoy donde la tradición renovada adquiere toda su importancia.

 

Esta es la forma como se aborda en este escrito la tradición. No se trata de ensalzarla y glorificarla acríticamente. Si la convertimos en un mármol, en una situación donde los muertos matan a los vivos como decía Husserl en una nota sobre la tradición filosófica, por esa vía se llega al conservadurismo recalcitrante; un conservadurismo, no de cara al porvenir, sino de frente al pasado, a un pasado que convierte en ídolo y al que le labra estatuas. La tradición de los conservadores y reaccionarios se convierte en enemigo de lo nuevo en nombre de lo viejo. Es un misoneísmo. Así lo corroboran nombres como el de Bonald, Joseph de Maistre y Donoso Cortés en el siglo XIX. Ellos reaccionaron contra la Revolución Francesa, defendieron la monarquía ya superada, el catolicismo recalcitrante, no entendieron los cambios históricos y no estuvieron dispuestos a renovar la tradición. Todo lo contrario, erigieron altares a la vieja forma de ver el mundo, a la monarquía, al catolicismo policiaco y al orden establecido. Su ejemplo es sinónimo de intolerancia y de dogmatización a ultranza. Ellos defendieron a capa y espada los dogmas y no hay nada que se oponga más a la renovación espiritual, a la vivificación de la tradición que los dogmas, especies de piedras duras y eternas inmunes al cambio y cerradas al reino de lo posible.

 

Es necesario decir que la tradición –sobre todo su renovación– tiene que ver con los procesos, lo cual implica fases, interacciones, lucha, agonía, resoluciones. El proceso mismo es movimiento, es desenvolvimiento de un desarrollo no determinista, simplemente se va configurando y tomando forma en el camino, en el trasegar, en sus etapas. De tal manera que cuando se capta el resultado posible de un proceso, se puede hablar de tendencias históricas. Marx supo hacer muy bien esto y, de hecho, a él le debemos el análisis más brillante del capitalismo, de sus tendencias, sus contradicciones y su posible crisis. El historiador sólo tiene que aguzar las herramientas para aprehenderlos, estando seguro de que esto no es posible de forma total. Si el historiador pudiera aprehender de forma única y absoluta el pasado, sería un Dios, pero él no lo es; tampoco lo es el filósofo a quien a veces se le exige demasiado cuando se lo interroga como si fuera una pitonisa. En esto José Luis Romero fue un maestro. Por otro lado, esas continuidades y discontinuidades nos llevan a establecer el “hilo conductor” de los mismos o las rupturas drásticas con el pasado, con la tradición. Y las rupturas drásticas, es preciso decirlo, no implican un inicio adánico, idílico o paradisiaco, sino que en el fondo recoge parte del pasado y lo remite a una capa más profunda y menos notoria de esa nueva realidad. Sólo el comienzo bíblico es “puro”. Así las cosas, la tradición no se puede desechar porque es una huella eternamente presente en el devenir de los pueblos. Es el estudioso quien tiene que fijar las coordenadas de ese proceso, quien tiene que dilucidar y auscultar “la clave” del mismo. Y para eso sirve la historia. Aquí es preciso decir con Fernando Braudel: “Hace falta ver las cosas en grande, porque si no, ¿para qué sirve entonces la historia?” Es decir, ese trabajo con la historia implica establecer el sentido (así algunos se rasguen las vestiduras) o, sino, ¿para qué el estudio del pasado? Si pudiéramos prescindir de la historia, no habría necesidad de estudiarla y de ver lo que ha pasado, de ver lo que “somos” como realidad histórica constituida en un devenir de sucesos.

 

Hechas las anteriores anotaciones sobre la tradición, es válido plantear la pregunta: ¿qué ha pasado con la tradición en América Latina? ¿Cómo la manera en que se ha dado ha condicionado nuestro quehacer filosófico? Responder esto implica ver, precisamente, nuestro pasado. Este proceso, como todos, fue complejo en América Latina.

 

III

 

Sólo hay que anotar que antes de que Colón pisara por accidente tierra americana, el destino de la filosofía y el mundo intelectual estaba, de cierta forma, predestinado. Es así porque la mentalidad de Colón, como hijo de su tiempo, era la cristiana. Una mentalidad acorde con la idea del “Orbe cristiano”, con un conjunto de verdades consideradas eternas, que implicaban, por otra parte, una aptitud sectaria y dogmática que llevaba a la extinción o sometimiento de otras formas de ver el mundo. Colón quería, por ejemplo, y es algo que plantea en su diario, evangelizar rápidamente los habitantes de las tierras descubiertas para gloria de sus “majestades” y de Dios. Esa mentalidad, más las políticas específicas de España en el siglo XVI, especialmente las del Concilio de Trento, determinaron la vida intelectual en América hasta el siglo XVIII. Las universidades que se fundaron en América desde finales del siglo XVI y durante el siglo XVII reprodujeron a esa mentalidad. Esas instituciones se encargaron de reproducir una cosmovisión del mundo. No tuvieron en cuenta el pensamiento indígena, ni ningún otro: los eliminaron, los censuraron o los ocultaron. De esta forma, la tradición indígena se desconoció y se encubrió. Entre tanto, hasta el siglo XVIII se crea una tradición católica muy adversa al pensar filosófico mismo. Fue así, por lo menos, en la enseñanza universitaria donde los alumnos eran papagayos aprendiendo recetas de memoria. Poco se pensaba en realidad. Si pensar es ponerse en camino como dice Heidegger, en la Colonia no se caminaba. El alumno se apoltronaba a repetir. De tal manera que las críticas que se hicieron en el siglo XVIII al ergotismo, los planes de estudio, la enseñanza en latín, etcétera, eran totalmente justificadas.

 

Desde mediados del siglo XVIII América vive, para recordar a Alfonso Reyes, dando grandes zancadas en la historia. Después de una incipiente tradición científica iniciada con Mutis, continuada por Caldas y José Félix de Restrepo, viene el pensamiento político inglés, francés, norteamericano, luego Bentham, las doctrinas liberales, el romanticismo utópico francés, el positivismo, la neoescolástica de Lovaina y, en el peor de los casos, en versión Jaime Balmes; de ahí se pasa a Bergson, la fenomenología recibida tardíamente, las ideas socialistas, un marxismo de segunda mano…hasta la llamada normalización filosófica que si bien se proclamó en 1940, su maduración completa sólo se logra en los años 70. Estos “saltos en el vacío” inculcaron la improvisación en América Latina. Cada moda intelectual, cada vestido –para decirlo con Nariño–, era rápidamente reemplazado por otro. América se convirtió en una pasarela con grandes desfiles. Cada traje, es decir cada filosofía, aparecía en el escenario y era sustituida por la creación de un nuevo diseñador al cual se acogía devotamente. Así fue la vida intelectual durante gran parte del siglo XIX y del XX.

 

Sobre el tema de la tradición, un énfasis: “el problema de la falta de tradición, su desconocimiento, la falta de conciencia de ella, es que no se cuenta con una base fuerte, sólida, desde la cual confrontar críticamente el pensamiento extranjero, en el caso particular de los latinoamericanos, la filosofía europea. Ese “vacío de tradición”, que implica un desarraigo del pasado, hace que las modas intelectuales entren y salgan, que se sustituyan unas por otras, tal como sucede hoy en Colombia con algunos pensadores fashion. Este problema impide un debate serio, que confronte, discuta críticamente si esas modas aportan algo a la cultura o de lo contrario, sino lo hacen” (**). Es preciso recordar aquí las palabras de Rafael Gutiérrez Girardot sobre el tema: “Sin discusión alguna de las corrientes, se pasa de Lukács al estructuralismo, de éste al maoísmo, del neomarxismo a la semiótica, de Heidegger a la filosofía analítica inglesa, o se combina una de estas corrientes con otra completamente contradictoria a aquélla”. Es decir, el “vacío de tradición” imposibilita una asimilación crítica de los aportes de otra cultura.

 

Es necesario ilustrar lo mencionado con dos ejemplos: en los años 20 del siglo pasado empezó a ingresar en América el marxismo. Lógicamente la recepción de esta filosofía fue muy anormal: ¿cómo entender bien a Marx si no se cuenta con la traducción de sus obras y si, en cambio, se tiene que acudir a los manuales o las versiones de segunda mano?, ¿cómo discutir seriamente con el marxismo si no se ha leído a Kant, Hegel, Feuerbach, antecedentes claros del pensamiento del padre del materialismo histórico? Estos protuberantes problemas aplazaron una comprensión seria de Marx por lo menos hasta los años sesenta, donde incluso se seguían haciendo lecturas papales de su pensamiento, como las del Partido Comunista o, en el mejor de los casos, “elementales” y manualescas como las del famoso libro Conceptos elementales del materialismo histórico de la devota Marta Harnecker.

 

Lo mismo sucedió en América con la fenomenología. ¿Cómo entender, discutir y apropiarse de la fenomenología de Husserl y la de Scheler, que llegaron a América a partir de los años 30, sin un conocimiento y una asimilación de la tradición filosófica posibilitada por Descartes, Hume, Kant, Hegel y otra cantidad de pensadores europeos que eran fundamentales para enfrentarse críticamente con la nueva moda filosófica? ¿No encumbra esta falta de tradición el aventurerismo intelectual? Las consecuencias de esos “saltos en el vacío” son funestas, pues imposibilitan la formación de una disciplina de trabajo y reproducen lo que Gutiérrez llamó el rastacuerismo intelectual y la improvisación.

 

Si la tradición tiene que ver en su sentido latino con enseñar, transmitir, entregar, en América Latina ésta –en el campo filosófico o del pensamiento– no se ha cultivado ni asumido críticamente. El énfasis aquí realizado es a nuestra propia tradición intelectual y a la europea; incluso otras. Los saltos en el vacío han pasado por alto el regalo y eso explica la asunción deficiente del pensamiento, la creatividad improvisada y la construcción histórica de un pivote fuerte y macizo para simplemente filosofar.

 

Y esto no quiere decir que en América Latina no se ha hecho nada, ni que no hayamos tenido pensadores de talla y con notables obras, sólo se quiere evidenciar que gran parte de nuestra historia intelectual ha sido colonizada, especialmente la universidad latinoamericana y, por ende, los sujetos que imparten la formación, esto es, en el caso que nos interesa, los filósofos. Es aquí cuando son oportunas las palabras del filósofo colombiano Darío Botero Uribe: “Los intelectuales latinoamericanos son colonizados por su propia voluntad, se sienten herederos de una realidad que no es la suya, aman una cultura que no viven; su existencia se desenvuelve en la dispersión de su propio ser enajenado; se reconocen en un mundo que los niega y niegan el mundo que podría afirmarlos”. Pues bien, es hora de superar todos esos escollos. Y si bien el diagnóstico anterior no parece muy alentador, lo cierto es que cada día vemos indicios de un mejor amanecer, de una aurora más luminosa para nuestra filosofía.

 

** Pachón, Damián, Estudios sobre el pensamiento colombiano, volumen I, Ediciones desde abajo, pp. 130, Bogotá, 2011.

* Profesor Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Santo Tomás. Contacto: damianpachon@hotmail.com

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