El desempleo es un problema estructural de la civilización. Frente a esta realidad, tenemos tres opciones: o se redistribuye la riqueza y creamos la sociedad del tiempo libre; se siguen intentando reformas que son paños de agua tibia; o, lo que sería un regreso a la barbarie, asistiremos a la instauración de una sociedad cada vez más eugenésica, jerarquizada, desigual, injusta y, por lo mismo, más represiva.
En realidad, todo político miente cuando en las campañas promete, por un lado, invertir en ciencia, tecnología y modernización y, por el otro, crear empleos. La razón es muy simple: las dos promesas son contradictorias. Y lo son precisamente porque las relaciones entre la inversión en ciencia y tecnología, tecnificación, modernización, etcétera, es inversamente proporcional a la creación de trabajos o empleos. Es decir, a mayor desarrollo de las fuerzas productivas, menos trabajo físico y hasta intelectual de las personas. Este es un problema constitutivo de la civilización, es inherente a ella, es estructural. Siempre lo ha sido. Desde el mal llamado “hombre prehistórico”, cada vez que la techné se desarrolló más, correlativamente se ahorró energía humana aplicada al trabajo fatigoso.
Cuando apareció la imprenta, por allá en 1451, ¿cuántos escribientes fueron liberados del trabajo? Cuando aparecieron los correos electrónicos a finales del siglo XX: ¿cuántos carteros y cuántos empleos se suprimieron en las empresas de mensajería? No sobra recordar que este fenómeno se empezó a hacer realmente notorio desde la era industrial, cuyo símbolo fue la máquina vapor. Esto evidencia que, a medida que crece el desarrollo tecnológico, es decir, a medida que las sociedades iban materializando el sueño técnico-científico de la modernidad que inauguró teóricamente el inglés Francis Bacon, en el siglo XVI, la tecnología como aplicación de la ciencia y la técnica tendían a producir una liberación del trabajo. Sin embargo, conocemos la historia. En lugar de liberar al hombre de su fatiga, esfuerzo y penosas labores, el capitalismo sobreexplotó esa fuerza de trabajo. Es decir, al trabajo de la máquina se le agregaba el plusvalor extraído de la fuerza de trabajo del hombre sobreexplotado, mal pagado, a favor de una mayor acumulación de ganancia por parte de la industria en el siglo XIX. Desde luego, esto permitió una mayor acumulación del capitalismo en Europa, una acumulación que tiene como lógica interna la desposesión. Pero, ¿qué es lo que se despoja con esta “acumulación por desposesión”, para usar una expresión de David Harvey? Marx lo sabía muy bien: la vida misma de las personas, su subjetividad viviente, convertidas por las fábricas, las empresas –hoy las maquilas–, en meras mercancías, en cosas que “trabajan”. Eso ocasionó que las personas se empobrecieran material pero también espiritualmente.
Ya en La ideología alemana, escrito entre 1845 y 1846 y publicado por primera vez en 1932, decía Marx, avizorando lo que se viene afirmando atrás: “Vemos que, cuando, por ejemplo, se inventa hoy una máquina en Inglaterra, son lanzados a la calle incontables obreros en la India y en China y se estremece toda la forma de existencia de estos reinos” (1). Este es el problema de la automatización, es decir, la sustitución del hombre por la máquina debido a que ésta puede realizar su trabajo. Es lo que sucede hoy cuando se innova en un hardware o en un software en una compañía del Primer Mundo, ocasionando a la vez miles de despidos de trabajadores, en su mismo país y en los de la periferia, donde explotan la mano de obra, pero que ahora, gracias a la innovación, simplemente los privan de los medios de subsistencia. Esto sucede todos los días en el mundo. De ahí que hoy contemos con más de 200 millones de desempleados, millones de subempleados y millones de seres en el planeta sumidos en la miseria, cifras que tienden a aumentar exponencialmente en las próximas décadas.
Desde los románticos alemanes; desde el propio Rousseau, que sabía que las instituciones eran lo que producía la desigualdad entre los hombres; desde Baudelaire mismo, que comprendía cómo el progreso técnico no significa necesariamente progreso espiritual y humano, estas verdades son muy sabidas. Lo interesante del pronóstico de Marx es que afirme también que el fenómeno “estremece toda la forma de existencia de estos reinos”, es decir, en el caso de hoy, el desempleo estremece la vida de millones de personas, no ya en el reino sino en la “aldea global”. Si bien Marx estaba de acuerdo con el crecimiento de las fuerzas productivas de nivel global, lo cual era necesario para la instauración de la sociedad comunista universal, Marx también sabía que el objetivo de tal crecimiento era la realización personal. Por eso, cuando existiera suficiente riqueza y se aboliera la necesidad material, el hombre podría vivir en una sociedad en la cual el trabajo se convertiría en una “actividad personal” libre.
En esa sociedad no se tiene una profesión obligatoria. Si a la persona le da la gana, puede ser pescador, cazador, pastor o crítico (2). Lo importante es que la sociedad le permita desarrollar su individualidad, su pluridimensionalidad humana. Por eso, en Marx, la actividad libre que sustituye al trabajo alienado no es ese esfuerzo laborioso y penoso. Es la mediación entre el hombre y la naturaleza que le permite a cada uno potenciarse, alcanzar su riqueza espiritual. Es una actividad que implica el goce; es la autorrealización de cada individuo. Esto es claro en los Manuscritos de 1844 (3); allí nos recuerda, además, que “el hombre necesitado, cargado de preocupaciones, no aprecia [está impedido para apreciar, D.P] el espectáculo más hermoso” (4).
Productividad y tiempo
Todo esto debe llevarnos a pensar en la situación actual. Hoy existen suficiente productividad y alimentos. La riqueza material de la sociedad actual puede perfectamente permitir que se elimine la necesidad de millones de personas, que se elimine la escasez. Estamos en una época en que la automatización y la tecnociencia pueden producir la “sociedad del tiempo libre”, tal como ya lo postulaba Marcuse el siglo pasado en libros como El hombre unidimensional y Eros y civilización (5). Eso implica, como lo apuntaba Charles Fourier, que el trabajo pueda ser convertido en juego y gratificación. Pero eso no se hace porque atentaría contra la ganancia que produce el capitalismo y que monopolizan unos pocos en el mundo. Tampoco se hace porque implicaría por lo menos tres cosas, la primera, la disminución de las jornadas de trabajo.
En realidad, concebir al hombre únicamente como un ser trabajador y consumista (que no fue el caso de Marx) es una actitud miserable. El hombre no necesita laborar ocho horas diarias ni atiborrarse de cosas. En cambio, puede laborar dos o tres –como lo proponía Paul Lafargue– y dedicar el resto del día a su crecimiento, al deporte, al arte, la lectura, la creación, etcétera. Pero eso exige tener sus necesidades básicas satisfechas, y es aquí donde se necesitaría la segunda medida: la redistribución de la riqueza, es decir, la apropiación pública de “lo común”, tal como se plantea hoy en el pensamiento del filósofo italiano Antonio Negri. Eso no implica hombres iguales; todo lo contrario, implica que la diversidad de la riqueza humana se materialice.
En tercer lugar, se requiere, como lo postulaba Marcuse, “la negación de la necesidad de una producción despilfarradora y destructiva, inseparablemente atada a la destrucción” (6), lo cual supone correlativamente que la población global actual modifique sus hábitos de consumo, su relación con la naturaleza, sus costumbres, y su noción de lo que significan el desarrollo y el progreso humano. Si no somos conscientes de la necesidad de estas transformaciones radicales en la civilización, con toda seguridad tendremos que afirmar con Marcuse: “El más alto desarrollo de las fuerzas productivas coincide con el más alto grado de opresión y de miseria” (7).
El desempleo es, en estricto sentido, una consecuencia de la lógica técnico-científica de las sociedades de nuestro tiempo; el trabajo físico, alienado, está en cuidados intensivos gracias a la tecnociencia y sus desarrollos, tal como lo planteó Jeremy Rifkin en su libro El fin del trabajo (1995). La reducción de las horas de trabajo, con salarios dignos, puede generar más empleo, pero a largo plazo, al seguir creciendo la demografía mundial, el problema seguiría siendo el mismo. Por eso es necesario tener en cuenta lo que plantearon Marx, Fourier, Marcuse, entre tantos otros. Aquí la utopía tiene cabida, pues ésta no es más que –como dijo Ignacio Ramonet, “una verdad inmadura”. Si no nos “perturbamos” frente a lo que sucede, si no buscamos soluciones a largo plazo, tendremos que seguir escuchando que los políticos prometan contradicciones e imposibles; tendremos que seguir escuchando de los economistas, técnicos y demás engendros de esa zoología darviniana puesta al servicio del capitalismo las mismas sandeces que nada solucionan en lo estructural. Si no lo hacemos, con toda seguridad la historia nos echará encima una sociedad eugenésica, jerarquizada, con el 75 por ciento de la población convertida en desechable –como vaticinaba ese genio de la imaginación, José Saramago–, y, sin duda alguna, más represiva. ν
1 Karl Marx, “La ideología alemana”, en: Marx y su concepto del hombre, de Eric Fromm, México, FCE, 2011, p. 220.
2 ibíd., p. 215.
3 Eric Fromm, Marx y su concepto del hombre, op. cit., pp. 51-53.
4 Karl Marx, “Manuscritos, en: ibíd., p. 142.
5 Damián Pachón Soto, La civilización unidimensional. Actualidad del pensamiento de Herbert Marcuse, Bogotá, Ediciones Desde abajo, 2008, pp. 144 y ss.
6 Herbert Marcuse, “La rebelión de los instintos vitales”, en: Ideas y valores Nº 57-58, Bogotá, UN, 1980, p. 15.
7 Herbert Marcuse, Razón y revolución, Madrid, Altaya, 1994, pp. 304-305.
*Profesor de filosofía y teorías políticas en las universidades Santo Tomás y Nacional de Colombia. Escritor. E-mail: damianpachon@gmail.com.