Home Ediciones Anteriores Artículos publicados Nº136 Conversación en La Habana. García Márquez, el último encuentro

Conversación en La Habana. García Márquez, el último encuentro

Conversación en La Habana. García Márquez, el último encuentro

 

Ya enfermo, pero siempre lúcido y jovial, García Márquez recibió en su casa de campo de La Habana a Ramonet, donde conversaron largamente, lejos de la amenaza de la muerte.

 

 

Me habían dicho que estaba en La Habana pero que, como estaba enfermo, no quería ver a nadie. Yo sabía dónde solía alojarse: en una magnífica casa de campo, lejos del centro. Llamé por teléfono y Mercedes, su esposa, disipó mis escrúpulos. Con calidez me dijo: “Para nada, es para alejar a los pesados. Ven, ‘Gabo’ se alegrará de verte”.

 

A la mañana siguiente, bajo un calor húmedo, remonté una alameda de palmeras y me presenté ante la puerta de su quinta tropical. No ignoraba que sufría de un cáncer linfático y que se sometía a una agotadora quimioterapia. Decían que su estado era delicado. Incluso le atribuían una desgarradora carta de adiós a sus amigos y a la vida… Temía encontrarme con un moribundo. Mercedes vino a abrirme y, para mi sorpresa, me dijo con una sonrisa: “Entra. Gabo ya viene… Está terminando su partido de tenis”.

Poco después, bajo la tibia luz del salón, sentado en un sofá blanco, lo vi acercarse, en plena forma –efectivamente–, con el pelo rizado todavía mojado de la ducha y el bigote desgreñado. Vestía una guayabera amarilla, un pantalón blanco muy ancho y zapatos de lona. Un verdadero personaje de Visconti. Mientras bebía un café helado, me explicó que se sentía “como un ave silvestre que se escapó de la jaula. En todo caso, mucho más joven de lo que aparento”. Y agregó, “con la edad, compruebo que el cuerpo no está hecho para durar tantos años como nos gustaría vivir”. Acto seguido, me propuso “hacer como los ingleses, que nunca hablan de problemas de salud. Es de mala educación”.

La brisa levantaba muy alto las cortinas de las inmensas ventanas y el espacio empezó a parecerse a un barco flotante. Le comento cuánto me gustó el primer tomo de su autobiografía, Vivir para contarla (1): “Es tu mejor novela”. Sonríe y se ajusta los anteojos de armazón gruesa. “Sin un poco de imaginación es imposible reconstruir la increíble historia de amor de mis padres. O mis recuerdos de bebé… No olvides que sólo la imaginación es clarividente. A veces es más verdadera que la verdad. Basta con pensar en Kafka o Faulkner, o simplemente en Cervantes”, afirma. Cual trasfondo sonoro, las notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, inundaban la sala con una atmósfera a la vez alegre y dramática.

 

Pasión por el periodismo

 

Había conocido a Gabo unos cuarenta años atrás, hacia 1979, en París. Él había sido invitado por la Unesco y, junto con Hubert Beuve-Méry, el fundador de Le Monde diplomatique, formaba parte de una comisión presidida por el premio Nobel Sean McBride, que estaba encargada de elaborar un informe sobre el desequilibrio Norte-Sur en materia de comunicación de masas. En aquella época, había dejado de escribir novelas, por una prohibición autoimpuesta que duraría mientras Augusto Pinochet estuviera en el poder en Chile. Todavía no había recibido el Premio Nobel de Literatura, pero ya era una gran celebridad. El éxito de Cien años de soledad (1967) lo había convertido en el escritor de lengua española más universal desde Cervantes. Recuerdo haber quedado sorprendido por su baja estatura e impresionado por su gravedad y seriedad. Vivía como un anacoreta y sólo abandonaba su habitación, transformada en celda de trabajo, para dirigirse a la Unesco.

En cuanto al periodismo, su otra gran pasión, acababa de publicar una crónica donde describía el asalto de un comando sandinista al Palacio Nacional de Managua, en Nicaragua, que había precipitado la caída del dictador Anastasio Somoza (2). Allí aportaba detalles prodigiosos, dando la impresión de haber participado él mismo del hecho. Yo quería saber cómo lo había logrado. Me cuenta: “Estaba en Bogotá en el momento del asalto. Llamé al general Omar Torrijos, el presidente de Panamá. El comando acababa de encontrar refugio en su país y todavía no había hablado con los medios. Le pedí que avisara a los muchachos que desconfiaran de la prensa, porque podían deformar sus palabras. Me respondió: ‘Tienes que venir. Sólo hablarán contigo’. Fui y junto con los jefes del comando, Edén Pastora, Dora María y Hugo Torres, nos encerramos en un cuartel. Reconstruimos el acontecimiento minuto a minuto, desde su preparación hasta el desenlace. Pasamos la noche allí. Agotados, Pastora y Torres se quedaron dormidos. Yo seguí con Dora María hasta el amanecer. Volví al hotel para escribir el reportaje. Luego, regresé para leérselo. Corrigieron algunos términos técnicos, el nombre de las armas, la estructura de los grupos, etc. El reportaje se publicó menos de una semana después del asalto. Hizo que la causa sandinista se conociera en el mundo entero”.

Volví a ver a Gabo muchas veces, en París, La Habana o México. Teníamos un desacuerdo permanente acerca de Hugo Chávez. No creía en él. Para mí, en cambio, el comandante venezolano era el hombre que iba a hacer que América Latina entrara en un nuevo ciclo histórico. Aparte de eso, nuestras conversaciones siempre eran muy (¿demasiado?) serias: el destino del mundo, el futuro de América Latina, Cuba…

Sin embargo, recuerdo que una vez me reí hasta las lágrimas. Yo volvía de Cartagena de Indias, suntuosa ciudad colonial colombiana; había divisado su casona tras los muros y había hablado con él al respecto. Me preguntó: “¿Sabes cómo hice para tener esa casa?”. Ni idea. “Siempre quise vivir en Cartagena –me contó–. Y cuando tuve el dinero, busqué una casa aquí. Seguía siendo demasiado caro. Un amigo abogado me explicó: ‘Creen que eres millonario y te aumentan el precio. Déjame buscar por ti’. Unas semanas después, encuentra la casa, que en ese entonces era una vieja imprenta casi en ruinas. Habla con el propietario, un ciego, y entre ambos acuerdan un precio. Pero el anciano pone una exigencia: quiere conocer al comprador. Viene mi amigo y me dice: ‘Tenemos que ir a verlo, pero no tienes que hablar. Si no, en cuanto reconozca tu voz, va a triplicar el precio… Él es ciego, tú serás mudo’. Llega el día del encuentro. El ciego empieza a hacerme preguntas. Le respondo con una pronunciación imprecisa… Pero, en un momento, cometo la imprudencia de responder con un sonoro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –exclama–, yo conozco esa voz. ¡Usted es Gabriel García Márquez!’. Me había desenmascarado… Enseguida agrega: ‘Vamos a tener que revisar el precio. Ahora, la cosa es diferente’. Mi amigo intenta negociar. Pero el ciego repite: ‘No. No puede ser el mismo precio. De ninguna manera’. ‘Bueno, ¿cuánto, entonces?’ –le preguntamos, resignados–. El anciano reflexiona un instante y dice: ‘La mitad’. No entendíamos nada… Entonces, nos explica: ‘Ustedes saben que tengo una imprenta. ¿De qué creen que viví hasta ahora? ¡De las ediciones piratas de las novelas de García Márquez!'”.

Aquel ataque de risa todavía resonaba en mi memoria cuando, en la casa de La Habana, seguía mi conversación con un Gabo envejecido, pero aún intelectualmente despierto como siempre. Me hablaba de mi libro de entrevistas con Fidel Castro (3). “Estoy muy celoso –me decía, riendo–, tuviste la suerte de pasar más de cien horas con él.” “Soy yo el que está impaciente por leer la segunda parte de tus memorias –le respondí–. Por fin podrás hablar de tus encuentros con Fidel, a quien conoces desde hace mucho más tiempo. Tú y él son como dos gigantes del mundo hispano. Si se compara con Francia, sería algo así como que Victor Hugo hubiera conocido a Napoleón..”. Lanzó una carcajada, al tiempo que alisaba sus espesas cejas. “Tienes demasiada imaginación… Pero te voy a decepcionar: no habrá segunda parte… Sé que mucha gente, amigos y adversarios, de alguna manera esperan mi ‘veredicto histórico’ sobre Fidel. Es absurdo. Ya escribí lo que tenía que escribir sobre él (4). Fidel es mi amigo y siempre lo será. Hasta la tumba”.

El cielo se había oscurecido y la sala, en pleno mediodía, estaba ahora sumida en la penumbra. La conversación se había vuelto más lenta, más apagada. Gabo meditaba con la mirada perdida y yo me preguntaba: “¿Es posible que no deje ningún testimonio escrito de tantas confidencias compartidas en amistosa complicidad con Fidel? ¿Lo habrá dejado para una publicación póstuma cuando ya ninguno de los dos esté en este mundo?”.

Afuera, una lluvia torrencial se precipitaba desde el cielo con la fuerza de las borrascas tropicales. La música se había apagado. Un fuerte perfume a orquídeas invadía el salón. De pronto, Gabo tenía el aspecto agotado de un viejo guepardo colombiano. Permanecía allí, silencioso y meditativo, mirando fijamente la lluvia inagotable, compañía permanente de todas sus soledades. Me escabullí en silencio. Sin saber que esa era la última vez que lo vería.

 

1 Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2003.
2 Gabriel García Márquez, “Asalto al Palacio”, Bogotá, Alternativa, 1978.
3 Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Madrid, Debate, 2006.
4 Gabriel García Márquez, “El Fidel que creo conocer”, prefacio al libro de Gianni Minà, Habla Fidel, México, Edivisión, 1988, y “El Fidel que yo conozco”, Cubadebate, La Habana, 13-08-09.

 

*Director de Le Monde diplomatique, edición española.

Traducción: Gabriela Villalba

 

 

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