Aunque importantes economistas de nuestro tiempo como Amartia Sen, Joseph Stiglitz, Yanis Varoufakis, Luis Inacio Lula da Silva, y en Colombia Eduardo Sarmiento, entre muchísimos otros, han hecho suyas hace tiempo las advertencias de Carlos Marx sobre la paradoja según la cual el libre cambio aniquila no solo la libertad de comerciar sino las libertades humanas en general, tal libre cambio, hoy conocido como neoliberalismo, es la doctrina económica que, después de dos guerras mundiales, y de una larga Guerra Fría, domina el planeta y sus destinos a partir de las victorias electorales de Margareth Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en los Estados Unidos, y la subsiguiente entrega cobarde y vergonzosa de los dirigentes de la social democracia europea a los mandatos imperativos del neoliberalismo corporativista.
El neoliberalismo es la doctrina económica, recubierta con un barniz político, de la extrema derecha plutocrática y lumpenesca, cuya praxis consiste en una pretendida globalización que presupone la desaparición de la soberanía de las naciones, e incluso de las naciones mismas, para crear feudos (aldeas) globales al servicio exclusivo de los intereses de las corporaciones multinacionales que en la era de la globalización ejercen el papel de los poderosos señores feudales de la Edad Media. De ahí que el apelativo de neoliberal también resulte engañoso. Vivimos en un régimen neofeudal (su verdadero nombre) soportado en los avances vertiginosos de la ciencia y la tecnología, que ese poder neofeudal utiliza no para beneficiar sino para esclavizar a la raza humana, para crear una nueva especie de siervos de la gleba global que contribuyan con su trabajo, miserablemente remunerado, al enriquecimiento incesante de los nuevos señores feudales de la Edad Media cibernética.
Mientras impere el régimen neoliberal (neofeudal), los conceptos filosóficos de democracia y paz, de libertad y de justicia, serán un espejismo. Aquellos gobiernos que se aparten de la doctrina corporativista, que adopten medidas económicas contrarias a los intereses de las corporaciones multinacionales, serán borrados sin importar su legitimidad constitucional. El caso más reciente lo tenemos en Brasil, donde gobernó doce años el Partido de los Trabajadores con un régimen social antineofeudal, que echó atrás las disposiciones de los gobiernos neoliberales y estableció un Estado de libertades efectivas, de plenas garantías de ejercicio democrático, justicia social y economía para el bienestar de todos. En doce años el gobierno de los trabajadores sacó de la pobreza a cuarenta millones de ciudadanos y convirtió a su país en la quinta potencia económica del planeta. Sin embargo, una trama tortuosa, dirigida por los poderes político (el Congreso), judicial, mediático y económico, provocó un golpe de Estado institucional para derrocar a la presidenta legítima, Dilma Rousseff, elegida por cincuenta y cuatro millones de votos. Las víctimas de ese golpe ladino fueron la democracia, la paz, la libertad y la justicia. Una enseñanza para los trabajadores se deriva de la experiencia brasileña: para defender sus derechos no les basta con tener el gobierno. Hay que ganar también el poder.
La situación en Colombia no puede examinarse sin mirar a fondo el contexto latinoamericano y el contexto global, pues la opresión de los trabajadores, es decir, del noventa y cinco por ciento de la población, originada por el imperio global del neofeudalismo o neoliberalismo, es la misma en todas partes. No habrá paz ni democracia reales mientras el neoliberalismo exista.