Desde 1991 es común escuchar que la Constitución Política, refrendada en Colombia en ese año, “es una de las mejores del mundo”. Tal vez el alivio de asistir al entierro del entuerto que rigió la vida nacional desde 1886 llevó a muchos a opinar con tal magnanimidad. Con un siglo y un poco más de años de dominio, la Carta decimonónica patrocinó y brindó todo tipo de espacios para la consolidación de un remedo de democracia, deforme, minúscula, soportada sobre las armas y las manipulaciones de una minoría excluyente y opresora, en que lo sustancial era la apariencia de elecciones en igualdad de oportunidades, y lo real el sojuzgamiento social, el control territorial, la acumulación de tierra y otras riquezas en manos de unas pocas familias.
Transcurridos 25 años de aquel entierro y del florecimiento de una nueva Carta proyectada sobre el siglo XXI, es posible afirmar que la ilusión pudo más que la realidad. Como en otros territorios, en este el camino también está empedrado de buenos deseos.
Tal vez una de las pocas grandezas de ese cuerpo de normas que regula desde hace un cuarto de siglo la vida nacional es que su nacimiento es el fruto de la desmovilización y del despliegue político público de varias agrupaciones guerrilleras de origen urbano. El reconocimiento del país de finales del siglo XX, cada vez más urbano y diverso, vinculado a la dinámica global, trazó sus caracteres a lo largo de 380 artículos, nueva Carta que debe ser ponderada como logro, aunque la letra quede sepultada por las prioridades y los afanes del poder.
Reconocimiento y diversidad, inclusión social, resumida e incorporada mediante los derechos humanos de todo tipo y de diversa generación, logro de las luchas sociales de toda la humanidad, en una prolongación extendida desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. Pareciera que el país del autoritarismo, soportado por el prolongado Estado de Sitio, disfraz de una dictadura civil de hecho que oprimió en Colombia a dos generaciones, daba paso a la apertura democrática, tan en boga en los discursos oficiales de aquellos días.
Simple querencia. Ya desde antes del acuerdo mismo que selló el pacto político de nuevo cuño, el neoliberalismo más voraz ganaba terreno en la política gubernamental criolla, de cuya factura la Ley 50 de 1990 era la evidencia más preclara. En el campo ya andaban con fuerza desbocada los paramilitares, esa otra cara del Estado y sus Fuerzas Armadas; y en las ciudades, una síntesis entre policía, ejército y narcotraficantes concretaba el terror requerido por el capital para multiplicar su acumulación.
Es así como el país acelera un baile a dos ritmos: el de la supuesta apertura democrática y la vigencia formal de todo tipo de derechos, y el de la tierra arrasada, tanto en el campo como en el Congreso y en el conjunto de la economía nacional.
Producto de esta siniestra conjunción, el Estado, que debiera materializar lo estipulado en la nueva Carta Política, arrasa con ella. Su Preámbulo brinda idea de lo sucedido durante estos años con los derechos individuales y colectivos, y con el proyecto social que debiera estimular la vida cotidiana:
“El pueblo de Colombia
[…] en ejercicio de su poder soberano […] y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana, decreta, sanciona y promulga la siguiente […].
Esa siniestra conjunción destruye el ahorro social y colectivo, endosando al capital privado lo acumulado por décadas, fruto del trabajo de varias generaciones. Para así proceder expiden leyes y normas que les dan carta blanca: la Ley 142 de Servicios Públicos Domiciliarios y la Ley 143 de Energía Eléctrica, que abren el sector a los intereses privados; la Ley 789 de 2002, que reforma el mundo del trabajo y arrebata conquistas a los trabajadores; la Ley 100 de 1993, que transforma el sector salud, haciendo del mismo una mina de plata para el capital privado; el Acto Legislativo número 1 de 2001, que les arrebata derechos al magisterio y al campo de la salud al reducir el monto de las trasferencias de la nación a los municipios.
El Estado no sólo renuncia a sus obligaciones sino que también hace lo propio con un proyecto histórico que debía liderar tras la cohesión del conjunto social con visión de futuro y sentido histórico, ideal que asimismo estuvo en la base de la acción guerrillera urbana de quienes renunciaron a la acción directa, armada, hacia finales del siglo XX, y expusieron con el valor de la dialéctica sus ideas, en parte incorporadas en la Constitución de 1991.
La renuncia estatal a un proyecto histórico y un deber colectivo anula el sentido de mantener bancos como el Cafetero, el Popular, el Ganadero, el Central Hipotecario, con los cuales en otra época se buscó apalancar el trabajo en el campo y la ciudad, crear y potenciar mercado interno/externo, a la par de abrir líneas de crédito para la inversión empresarial. En algunos renglones, también brindaban soporte para concretar lo pactado con la Comunidad Andina de Naciones en una perspectiva de Integración subregional.
El desmonte estatal vivido en igual época en otros campos, tras el prurito de “evitar el total deterioro de estas empresas”, es demencial. Todo lo público fue puesto a la venta, todos los bienes de la nación fueron vistos como potenciales negocios para acumular capital. Una tras otra son feriadas Telecom, Alcalis de Colombia, Termocartagena, Termotasajero, Chivor, Betania, Emgesa, Ebsa, Codensa, Carbocol, Minercol; las electrificadoras de Norte de Santander, Cundinamarca, Santander y Atlántico; y Ecogas, entre otras, adelantándose, además, la “democratización accionaria” en empresas como ETB, ISA, Isagen (finalmente, vendida en su totalidad), Ecopetrol, EEB, a lo cual se suma la liquidación de la institucionalidad pública de la seguridad social como en ningún otro país ha ocurrido, y la liquidación y cierre de varios hospitales públicos, entre muchos de ellos el emblemático Hospital San Juan de Dios de Bogotá.
Era y es una ofensiva social sin par. Y de su mano, la barbarie paramilitar por campos y ciudades que tiñe de sangre el país. Decenas de masacres son consumadas por grupos armados protegidos o en asocio con las Fuerzas Armadas oficiales. Se trata de un proceder en procura del control territorial en disputa con las fuerzas insurgentes, a la par de lo cual estaba el robo de miles de hectáreas de tierra, propiedad de pequeños y medianos propietarios, por parte de terratenientes de viejo y nuevo cuño. El asesinato de miles y el desplazamiento de millones consuma un proceder que arrasa con el espíritu de la Carta que ahora cumple sus primeros 25 años.
La corta historia nacional aquí resumida, que recuerda y evidencia, uno, que “el papel puede con todo”; dos, que ningún derecho se torna realidad sin sangre de por medio; y tres, que lo vivido en las sociedades en todo momento es una intensa confrontación, unas veces abierta, otras encubierta, por el dominio y el control en ella de uno de los grupos o clases sociales que habitan el país.
Todo ello desemboca en que lo sucedido durante estos 25 años en Colombia, cuando se suponía que el país viviría una apertura democrática, es una enconada confrontación social, política y militar, una guerra de clases, de la cual salió victoriosa la dominante encumbrada en el poder desde dos siglos atrás. Es el triunfo sellado por la conjunción de varios factores: la potenciación de toda su fuerza y poder tras un mismo y único objetivo –conservar el poder a cualquier precio–; su desplegada combinación de todas las formas de lucha, con lo cual confundió a una parte de la ciudadanía, liquidó una franja de ésta y ahondó su hegemonía entre otros sectores sociales, llevando hacia las fronteras a los actores armados que le oponían resistencia, combinación para la que tramó y concretó alianzas con sectores populares y de clase media –emergentes–, transformados en empresarios de los narcóticos, urgidos de protección oficial para ampliar sus negocios, sectores hambrientos de poder para legitimar sus inversiones y procederes de todo tipo. Una transformación cultural no queda excluida de esta conjunción de intereses entre oligarquía y mafia. Como soporte, estímulo y asesoría de todo su proceder, siempre estuvo la alianza con el capital internacional, encabezado en primera instancia por quienes gobiernan desde la llamada Casa Blanca.
Lo que ahora cierra el país mediante la negociación abierta con las insurgencias es el ciclo acá reseñado. El Estado pretende desconocer, al mismo tiempo, que durante estas dos décadas y media también enfrentó una ardua resistencia social urbana y rural desarmada; miles de miles luchando por sus derechos, conquistas sociales de vieja data y querencias, resistencia que manipuló e igualó ante la opinión pública con ayuda de los grandes medios de comunicación, como otra expresión –en este caso civil– de los actores armados. Manipulación y tergiversación de la historia colombiana, que da paso a una historia oficial que pretende reducir el ciclo de violencia vivido como expresión de la confrontación entre dos actores, historia con la cual el Estado y sus principales agentes económicos y políticos, quedan excluidos de la barbarie que por décadas cubrió al país, de la cual se valieron para llenar sus arcas y conservar su poder excluyente. Historia deformada que niega que con las armas oficiales, y de sus aliados emergentes, enfrentó las resistencias sociales llevando a que la lucha por los derechos humanos, a que la acción sindical, ambiental y, en suma, el liderazgo social, fueran percibidos por la sociedad como espacios peligrosos para sumarse a ellos, pues eran antesala de muerte. Aquí reside una parte de la explicación de la ‘indiferencia’ y la ‘despolitización’ predominantes en Colombia. El terror cumplió, supo sembrar su macabro mensaje.
Consumado este triunfo oligárquico, abre Colombia un nuevo ciclo político y social, ahora desarmado, por parte del campesinado enrolado en las filas guerrilleras, y potenciado en su activismo por parte de los movimientos sociales aún activos; un nuevo ciclo para tratar de concretar, por parte de algunos, lo que resume la Constitución de 1991 como derechos de todo tipo y, por parte de otros, para realizar un nuevo tipo de sociedad. El gran reto de estos diversos sectores que sobrevivieron a la barbarie oligárquica –encubierta por el accionar paramilitar– es concretar un solo proyecto histórico, con los instrumentos orgánicos que ello implica, y trazar un eje articulador y potenciador de las acciones que el mismo demanda, para enfrentar a sus contrarios con éxito. No todo está perdido: una nueva apertura, no solo política, sino también económica y militar, que dé paso a otra democracia que sí es posible, se debe abrir en el corto plazo en nuestro país.