A Otto Morales Benítez, por su tentativa de historia social y su compromiso con la paz y el latinoamericanismo.
En Los sueños y el tiempo sostuvo la filósofa española María Zambrano:
“El hombre es el ser que padece su propia trascendencia. Y, por tanto, padece su realidad: la suya, y la realidad en tanto que le es dada, que le concierne […] aunque le resista […] porque con ella se enfrenta ya desde el principio como sujeto. Como sujeto que no es simplemente un soporte, un punto fijo, una cosa o un ser acabado y fijo, ya completo, sino como un núcleo viviente que va más allá de donde está, que tiende a ser más allá de lo que es, que se sobrepasa. Un alguien –ser y no-ser al tiempo– que trasciende y aún se trasciende. Pues si no se trascendiera así mismo, no se habría de padecer a sí mismo, a su realidad” (1).
Dos ideas por resaltar de esta reflexión de Zambrano.
La primera, la del ser de los humanos como trascendencia; la segunda, la idea de que nuestra realidad nos concierne porque es la nuestra, porque la padecemos y es esto lo que ha determinado el notable carácter afirmativo del ser humano, realidad enarbolada por la filosofía latinoamericana desde sus comienzos. Vamos por partes:
La trascendencia humana y el filosofar
La primera idea tiene que ver con el ser de los humanos. Esta ha sido una pregunta frecuente en la filosofía y, muy especialmente, a partir del surgimiento de la llamada antropología filosófica en la segunda década del siglo pasado. Hoy, en los círculos posmodernos y no sólo en ellos, la pregunta por el ser de los humanos parece ser obsoleta, sin embargo, una película como Trascendence del año 2014, protagonizada por Jhonny Deep, en vez de confirmar el posthumanismo, nos lleva a concluir que tal característica, con sus implicaciones metafísicas, es hasta hoy privilegio único del ser humano. Lo que afirmamos aquí es, pues, que el ser de los humanos es la trascendencia. Ahora, ¿qué significa esto?:
“Trascendencia es el substantivo abstracto del verbo transcendere que significa subir pasando por encima de algo. Etimológicamente, no alude, pues, a una cosa sino a un movimiento, a un movimiento cuya estructura corresponde a la estructura del ser del hombre” (2).
La trascendencia del ser humano es realmente lo que constituye su humanitas, la que le permitió construirla, la que la sigue aun construyendo y por la cual no es una mera cosa, no es mera naturaleza. Y no es mera naturaleza porque ese “movimiento”, ese “subir pasando por encima de algo” es ya praxis producto de su libertad constitutiva. El ser humano, pues, tiene una libertad que la naturaleza no posee. Y en esto consiste su ser metafísico. El ser humano es el reino de la libertad, con sus respectivas limitaciones, pero la naturaleza es el reino de la necesidad. Es la trascendencia la que permite definirlo como un ser de posibles, un ser con futuro, un ser con proyecto propio que puede labrar y modelar su vida, que puede “esculpirse a sí mismo” que es artífice de sí. Los animales y las plantas tienen el ser completo, pero el humano es “criatura en trance de continuo nacimiento”, es decir, vive, y “vivir es no poder reposar hasta la muerte” (3). Este nacimiento continuo es posible gracias a la trascendencia, pues es ella la que ha creado al ser humano en el proceso antropoiético, esto es, gracias a la trascendencia y la libertad es que éste se produce y se autoproduce. Eso es lo que llamamos antropoiesis (4). En pocas palabras, la trascendencia hace que la vida del ser humano no sea mera Zoé, mera vida vegetal o mera vida animal, sino que también sea bíos, humano práctico y también teorético.
La trascendencia es también autoconciencia. Y ésta es una nota definitoria de los humanos. Ya decía Max Scheler en El puesto del hombre en el cosmos que “el animal oye y ve, pero sin saber que oye y ve” (5). Ahora, ¿cómo podemos relacionar esto con la filosofía, con el nacimiento de la actividad filosofante misma? En este caso debemos comprender que lo que llamamos cultura o civilización (sin distinguirlos como muchas veces hicieron Freud o Herbert Marcuse) fue posible gracias al proyecto propio del ser humano. Fue la trascendencia la que le permitió a éste abrir un “espacio vital” en la naturaleza para poder vivir. Ese espacio vital no es más que un útero dentro de la naturaleza donde la especie humana aprende a tratar con la realidad, de ahí que la cultura sea una especie de microclima o invernadero donde ella escampa y desarrolla su vida (6). Así las cosas, los mitos y las ideas religiosas son formas de tratar con la realidad, de estar dentro de ella, de proyectarse a partir de la misma. Aquí no nos interesa el debate sobre la prioridad temporal en la antropogénesis del mito sobre la filosofía. Lo que importa es que la filosofía también es un producto propio de la humanidad, posible gracias a su trascendencia, posible dentro de ese espacio vital conquistado por ésta, esto es, posible dentro de una determinada cultura. Toda filosofía nace dentro de una cultura, la que la condiciona.
Ahora, el filosofar es una forma de trato con el mundo, donde –como decía Aristóteles en la Metafísic– nos admiramos por las cosas más inmediatas entre las extrañas, por los astros, la luna, el sol y por la génesis de todo. Nos ocupamos, pues, de las cosas más cercanas con las que tratamos (6). Esto implicó que la filosofía, al ocuparse de las cosas más cercanas, esto es, de las que están a nuestro derredor, como decía Ortega y Gasset, tenga que rasgar el velo de la cotidianidad, de la apariencia pero, asimismo, reflexionar sobre la interioridad, la relación con el otro, el puesto de los humanos en el cosmos o, en pocas palabras, la filosofía es una manera determinada de tratar lo que Enrique Dussel llama “los núcleos problemáticos universales”, a saber, la pregunta por la totalidad de lo real, la subjetividad, el mundo ético y social y, finalmente, por el fundamento último de todo lo real, es decir, la pregunta ontológica (7). Ahora, la filosofía implica unas determinadas “reglas para la dirección del espíritu”, así la filosofía misma como el ser se digan de muchas maneras. Esta capacidad formalizadora y analítica del pensamiento dio origen a la lógica, la ética y la física. La lógica como reglas para el pensar bien, correctamente; la ética como la interrogación por el estar y vivir con otros (que en el caso griego es también política) y la física para preguntar por nuestro origen, el de las cosas y el puesto del ser humano en la physis, tal como Pierre Hadot lo analizó en la filosofía griega (8).
La filosofía es una manera de vivir, es “ciencia de la vida”, es un camino, no un término; es un constante tránsito, no un puerto. Es un modo también de aprender a morir con valor, dignidad y decencia, sin hacerle trampitas a la muerte con cirugías estéticas, cosméticos o cremas killer age. Pues quien no acepta la muerte en la actual sociedad del culto a la juventud, y para ello acude a artificios, sólo hace parodias ridículas de inmortalidad (9). Hay que tratar de vivir bien para aprender a morir bien. La disolución en la totalidad que nos parió es el destino de los humanos, su regreso al origen.
La filosofía latinoamericana como afirmación de la universalidad del ser humano
Padecer la realidad y sentir su resistencia sólo es posible gracias a la trascendencia humana. De hecho, en el humano la relación con su mundo no es la misma que la del animal con su ambiente; el animal no tiene mundo, el humano sí (10). Entonces, esa relación con el mundo, con nuestro horizonte de sentido, lleva al ser humano a tomar como objeto de su reflexión a la realidad, a esa misma que lo envuelve y lo rodea, pero a la cual puede trascender, pues de no poder hacerlo, no habría historia misma. Si la historia es el drama desplegado entre el ser humano y el cosmos, la filosofía torna como objeto de reflexión ese drama. De tal manera que así termina el ser humano pensando sus circunstancias, pero también creando y luchando para trascenderlas, para cambiarlas y modificarlas.
Esto es, palabras más palabras menos, lo que ha hecho la filosofía latinoamericana; si bien no sólo ella. Esta filosofía parte del humano que padece la negación de su humanidad y surge, por ende, como respuesta a esa negación. Por eso una innegable tarea del pensamiento de esta región ha sido la lucha por recuperar la dignidad de lo humano de sus habitantes, la lucha por ser reconocidos simplemente como seres humanos. Esto explica por qué Francisco Miró Quesada decía:
“La filosofía latinoamericana es un movimiento […] que no tiene parangón. No hay ninguna región del mundo que pueda presentar, como América Latina, un movimiento filosófico orientado hacia la meditación de la propia realidad […] ¿Por qué América Latina produce semejante movimiento? […] Una razón es seguramente nuestra condición de realidad excolonial. Por haber sido colonial, nuestro ser ha sido disminuido, regateado, negado. Y por eso hemos decidido afirmarlo” (11).
Esto explica por qué la filosofía de nuestra región ha consistido básicamente en un esfuerzo continuo de afirmación de un determinado tipo de ser humano, el americano. Si te niegan el alma, la humanidad, el ser, te igualan a los monos, tal como lo hizo Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI, y como lo hicieron muchos europeos en el siglo XVIII como Buffon y De Paw con la llamada “calumnia de América”, es comprensible que nuestra filosofía se haya ocupado desde entonces en afirmar al americano. Sin embargo, esta afirmación del poblador de la región es también afirmación del ser humano en general, de éste como un todo, íntegro, completo; es la afirmación de la humanidad como género, como bien ponía de presente Leopoldo Zea.
Con todo, creo que la actualidad obliga a variar la perspectiva. La filosofía latinoamericana ya no puede estancarse en una continua queja y en un interminable lamento de lo que pudimos ser y no fuimos, es decir, no puede vivir de una nostalgia por pasado, sino que debe enfrentarse a ese pasado, aprender de la tradición, revaluarla constantemente, aprender de sus luchas, y enfrentarse al mundo de hoy con sus múltiples problemas: la unidimensionalización del mundo, la globalización económica, el daño ambiental, las migraciones humanas, la crisis del Estado-nación, la creciente pobreza producto de la acumulación por desposesión como práctica generalizada por el capital; la heterogenización cada vez mayor de las identidades, su disolución, etcétera. Nuestro gran problema hoy no debe ser tanto el pasado, sino las posibilidades entrañadas en el presente para construir otro mundo posible. No más lloriqueos románticos y anacrónicos. Se trata, en pocas palabras, de filosofar con claridad, precisión y fuerza; ejerciendo lo que Hegel llamaba el “esfuerzo del concepto” (12) y haciendo depender la universalidad de nuestra filosofía de las maneras conceptuales y metodológicas con que se abordan los objetos de reflexión, los cuales están dentro de una realidad global que padecemos como género, si bien hay diferenciaciones y modulaciones. Los problemas hoy se han globalizado, así como se han globalizado las víctimas. Este modelo del filosofar es el que han practicado como forma de vida pensadores como Mauricio Beuchot, Enrique Dussel, y lo que hizo el fallecido Ernestro Laclau, para sólo citar tres notables ejemplos. Ellos han realizado una filosofía abierta al mundo, que dialoga de tú a tú con la filosofía europea o norteamericana y que en el caso de Dussel queda abierta a otras regiones del mal llamado Tercer mundo.
En estas y ante estas circunstancias, es claro que es hora de superar el lamento infinito que ha caracterizado a parte de nuestra tradición filosófica y dedicarnos, simplemente, a pensar la realidad que nos concierne, que nos concierne porque es la nuestra, porque la padecemos para recordar de nuevo a María Zambrano. Pensarla con las demandas de dignidad y justicia. No hay de otra. Hacer que nuestra misma realidad se trascienda.
1 María Zambrano, “Los sueños y el tiempo”, en: Obras completas, Volumen III, Barcelona, Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 2011, p. 850.
2 Danilo Cruz Vélez, “El darwinismo y el problema del ser del hombre”, en: Tabula rasa, volumen IV, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Universidad de los andes, Universidad de Caldas, 2014, p. 237.
3 María Zambrano, Persona y democracia, Madrid, Siruela, pp. 143 y 149.
4 Damián Pachón Soto, Preludios filosóficos a otro mundo posible, Bogotá, Ediciones Desde Abajo, 2013, pp. 11-17.
5 Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 2003, pp. 65-66.
6 Peter Sloterdijk, El sol y la muerte, Madrid, 2004, p. 220.
7 Antonio González, Surgimiento. Hacia una ontología de la praxis, Bogotá, Universidad Santo Tomás, 2013, p. 19.
8 Enrique Dussel, “Una nueva edad en la historia de la Filosofía: el diálogo mundial entre tradiciones filosóficas”, en: Cuadernos de filosofía latinoamericana, Nº 29, 2008, p. 17.
9 Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 238.
10 Robert Redeker, Egobody. La fábrica del hombre Nuevo, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 84 ss.
11 Giogio Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007, pp. 93-103.
12 Hegel, Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 46.
* Profesor Facultad de Filosofía y Letras y Candidato a Doctor en Filosofía por la Universidad Santo Tomás. damianpachon@gmail.com