El pasado 13 de abril la muerte sorprendió a Ernesto Laclau en Sevilla –España–, en momentos previos a una conferencia. Argentino, pero radicado por décadas en Londres, este estudioso del marxismo siempre investigó con sus ojos puestos en Latinoamérica. Sus ideas despertaron polémica y brindaron luces para nuevas reflexiones sobre la acción política.
El pensamiento de Ernesto Laclau (1935-2014), fue caracterizado como posmarxista, postestructuralista o postfundacionalista. Ciertamente, su obra se erige sobre la deconstrucción del marxismo, labor que hiciera junto con su compañera Chantal Mouffe y en la que son notables sus críticas a la visión teleológica de la historia, que caracterizó cierta vertiente de la teoría marxista, así como a la concepción esencialista que anidaba en el reduccionismo de clase, entre otras cosas. Sin embargo, sus aportes no pueden reducirse a esa suerte de “puesta al día” de ciertos tópicos de la teoría marxista, principalmente del concepto de hegemonía.
Los desarrollos teóricos de Laclau no se explican en lo fundamental como una lectura posmoderna de la tradición hegemonista, que haría de su contribución una reproducción más, cuando no una consecuencia lógica, del pensamiento europeo. Por el contrario, tanto los problemas de los que se ocupó como las originales interpretaciones que produjo, sólo son comprensibles en ese complejo intersticio formado entre la realidad política latinoamericana, representada en sus años de militancia en la Argentina de los cincuenta y sesenta, y los desarrollos del pensamiento emancipatorio, a los que accede una vez se consagra a su carrera académica en el Reino Unido, a partir de 1969.
Es justamente su perspectiva latinoamericana la que posibilita modular diversas fuentes, desde la escuela althusseriana, el psicoanálisis lacaniano y el postestructuralismo francés, hasta el legado heideggeriano, la filosofía postanalítica y la corriente historiográfica del marxismo inglés. Esa distancia, su carácter foráneo, externo o ajeno a estas tradiciones, le permitió a Laclau concebir una composición teórica que difícilmente sería posible desde el interior de alguna de ellas.
De la política a la teoría
La importancia de sus años de militancia fue resaltada por Laclau en varias oportunidades. En una entrevista de fines de los años ochenta llegó a afirmar: “…yo no tuve que esperar a leer los textos posestructuralistas para entender lo que es un “gozne”, y un “himen”, un “significante flotante” o la “metafísica de la presencia”: lo aprendí a través de mi experiencia práctica de activista político en Buenos Aires” (1).
Como es bien sabido, Laclau militó desde 1958 en el Partido Socialista Argentino. Pero, debido a los complejos alineamientos políticos que sobre la izquierda de ese país produjo el fenómeno del peronismo, desde 1963 pasó a formar parte de una fracción liderada por Jorge Abelardo Ramos, en el Partido Socialista de Izquierda Nacional. Allí fungió, hasta 1968, como director del periódico de este partido, Lucha Obrera, en cuyas editoriales llamó la atención sobre la necesidad de producir articulaciones políticas más allá del estrecho horizonte de la clase.
Esos años de militancia dejaron en Laclau una impronta profunda del modo particular de funcionamiento de la política en América Latina. Como continuamente recalcaba: “[es] difícil explicar a alguien en Gran Bretaña las divisiones políticas de la izquierda argentina de aquellos años. Baste decir que la divisoria de aguas crucial, percibida intuitivamente por todos los activistas, no eran las alternativas clásicas como reforma/revolución, o stalinismo/trotskismo, sino la actitud adoptada frente al peronismo”. En efecto, en palabras de Laclau, la izquierda argentina estaba dividida en la “izquierda liberal”, con los comunistas a la cabeza, quienes junto con liberales y conservadores constituían la oposición al peronismo, y la “izquierda nacional”, en la que estaba alineado su partido, cuya singular visión de la “revolución permanente” se enfocaba en profundizar la revolución nacional iniciada por el peronismo operando una “hegemonización socialista de las banderas democráticas”.
Ahora bien, un rasgo permanente de esa forma de hacer política, convertida luego en el núcleo de las preocupaciones teóricas de Laclau, sería precisamente la capacidad del peronismo para aglutinar tantas y tan diversas fuerzas políticas y de estructurar antagónicamente un panorama tan complejo: “En 1946 –declara en la misma entrevista– Perón había sido elegido presidente por una coalición de fuerzas heterogéneas, que iba de la extrema izquierda a la extrema derecha, y que se basaba en el apoyo del ejército y los sindicatos. A esta alianza se oponía otra coalición de los partidos tradicionales, que iba de los conservadores a los comunistas”. Sería esa enorme y desconcertante capacidad de articulación hegemónica del peronismo la que nuestro teórico político echaría de menos cuando enfrentaba el reduccionismo clasista de la corriente predominante del marxismo.
Salir de la caverna platónica
Su primer libro, Política e ideología en la teoría marxista (1977) (2), constituye un trabajo de fundamentación. En él trata de concebir el método que haría posible entender el pensamiento de matriz simbólica detrás de la fuerza articulatoria del peronismo, mediante una teoría, comprendida ésta en una matriz de pensamiento lógico analítico. Los artículos compilados en la obra intervenían en los debates fundamentales de aquél momento, la polémica sobre feudalismo y capitalismo en América Latina alentada por A. G. Frank, la discusión sobre la especificidad de lo político y el Estado entre R. Miliband y N. Poulantzas, así como la teoría del fascismo de éste último.
Desde su perspectiva, el “pensamiento europeo” se había empeñado durante toda su historia en una tarea de purificación de los conceptos propios de la doxa, cuya articulación no se produce en función de principios lógicos sino que es de naturaleza connotativa, para descubrir sus relaciones esenciales y articularlos en una totalidad paradigmática, lógica. A su entender, el problema con esta perspectiva vino cuando emergió el relativismo, que cuestionó los paradigmas o metarrelatos y, como consecuencia, llevó a una pérdida de confianza en la posibilidad misma de conocer.
Como alternativa, Laclau planteaba la necesidad de mantener como tarea de la “práctica teórica” la liberación de los conceptos de sus articulaciones connotativas con las que aparecían revestidos en la doxa, pero renunciando a la posibilidad de rearticularlos en un paradigma. Ello implicaba asumir que no existían vínculos necesarios entre conceptos o que aquello que posteriormente denominaría discurso no estaba formado por conceptos con articulaciones lógicas entre sí; y que tampoco existían relaciones necesarias entre distintas estructuras conceptuales. Tal postulado le permitiría, más tarde, afirmar que las articulaciones de conceptos y de formaciones discursivas dependían de prácticas políticas, pero por el momento concluía que el conocimiento de lo concreto requería más que inferencias o deducciones lógicas.
De esta manera no solo prefiguraba lo que sería su teoría del discurso, sino que por esta vía también pudo realizar una crítica al reduccionismo clasista en el que, a su juicio, había caído el marxismo. Tal sesgo se explicaba por la suposición de que entre las clases sociales existían relaciones paradigmáticas, lógicas y para más señas de “contradicción”, de lo cual se deducía lógicamente que no era necesario purificar las articulaciones connotativas producidas en el discurso político, las cuales se desconocían pese a ser fundamentales para la articulación política, sino simplemente inferir lógicamente a partir de la contradicción esencial. El problema es que esta orientación no tenía utilidad en el momento de convocar la heterogeneidad de los elementos de la clase obrera que, se suponía, actuarían unidos por consecuencia lógica de la contradicción de sus intereses objetivos con los de la burguesía. En otras palabras, esa aproximación omitía lo que para Laclau era parte fundamental de la política: el momento de la articulación, de la construcción del sujeto político.
El posmarxismo
El problema de la articulación tomaría relevancia en Europa luego de 1968, con la emergencia de diversas identidades que desbordaban el paradigma clasista de la acción política, posteriormente enmarcadas como “nuevos movimientos sociales”. En 1985, en medio de la “crisis del marxismo”, aparece Hegemonía y estrategia socialista (3), escrito con Chantal Mouffe, obra que tiene por objeto repensar la acción colectiva en ese contexto. Ello pasaba necesariamente por reformular el sujeto político, presentado en la sociedad industrial como una unidad de clase, pero que en el contexto del capitalismo contemporáneo asumía una heterogeneidad irreductible cuya unidad, antes presupuesta, estaba librada a la contingencia. Por consiguiente, implicaba distanciarse de la centralidad ontológica y la primacía política que la clase obrera tenía en la teoría marxista, de la concepción de la revolución como un acontecimiento fundante, de la teleología y de la idea de un sujeto universal que volvía innecesario el momento de la articulación.
Su propuesta alternativa era la “democracia radicalizada y plural”, que pasaba por la articulación de las diversas luchas en contra de la opresión, dominación y explotación. Tal propuesta recupera el proyecto iluminista pero al mismo tiempo toma distancia de sus supuestos epistemológicos asentados en el esencialismo y el racionalismo, y se traduce en una extensión progresiva de los efectos del igualitarismo de la “revolución democrática” a más áreas de lo social y la dislocación del individualismo neoliberal-neoconservador del discurso democrático. Pese a reconocerse como parte de la tradición marxista (en la introducción del libro afirmaban ser posmarxistas pero también posmarxistas) un aspecto inquietante es que Laclau cita muy pocas veces a Marx en el conjunto de su obra. Aún más, la disputa de Laclau y Mouffe en ese libro es con el marxismo desde la Segunda Internacional pero no con Marx, quien nunca es citado.
La primera parte de la obra está centrada en una crítica al esencialismo en la tradición marxista, a la creencia de que existe un lugar ontológico, a priori o privilegiado para llevar a cabo la lucha por la emancipación. Nuestros autores postulan que no existe un fundamento último de la realidad social, como suponía la dialéctica entre relaciones de producción y fuerzas productivas. Por consiguiente, el sujeto clase no es lógicamente privilegiado en esa lucha. De ahí su empeño por invertir la relación entre lo político y lo social que traía ese marxismo, con el objeto de erigir la política en un esfuerzo permanente por instituir lo social. Aquí no es la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción lo que crea lo social, la “objetividad”, la realidad y la historia, sino la política, entendida como el intento, siempre fallido y parcial, de dotar lo social de un fundamento.
Ese “posfundacionalismo” puede verse con claridad en su propuesta conceptual: el discurso es el terreno primario de constitución de la objetividad, es decir, el terreno donde se constituye el ser de los objetos, y no se reduce a habla o escritura. Es el entramado de relaciones de significado construidas socialmente, concepto cercano al de “juego del lenguaje” de Wittgenstein, que liga el significado con las prácticas sociales. Dado que no se admite que la realidad social tenga un fundamento o una esencia, lo que existe son diversos intentos por dotar de significado, por instituir de alguna forma las relaciones sociales, las cuales constituyen la política: una lucha, entre distintas formaciones discursivas por encarnar, por representar ese fundamento, representación que siempre será parcial, siempre fracasa porque sucumbe ante la imposibilidad de una conciliación definitiva o, en la terminología de Laclau y Mouffe, ante el antagonismo. Lo social nunca va a ser “suturado” por una sola identidad, nunca habrá una “sutura” total y, por tanto, toda identidad es parcialmente abierta y está sujeta a transformación por medio de la política. En fin, no es un fundamento sino su ausencia lo que hace posible la política o, como más tarde diría Laclau, un fundamento a la vez imposible y necesario (4).
El populismo
El argumento de Hegemonía y estrategia socialista, estaba dotado de un aparato conceptual que posteriormente serviría de base a la escuela del análisis político del discurso en la Universidad de Essex. Las diversas luchas y formaciones discursivas que aparecían inconexas podían converger mediante una práctica política que denominan articulación para formar una identidad colectiva. Ello era posible sólo en la medida en que los diversos “elementos” o “significantes” constituyeran una “cadena equivalencial”, lo que a su vez sería posible cuando esa formación discursiva estableciera una frontera con aquellos elementos o significantes que no podían articularse, un antagonismo. El objeto de esa práctica política era conseguir la hegemonía, concebida como el proceso mediante el cual uno de esos elementos particulares puede pasar a representar la totalidad de la cadena equivalencial.
Las posibilidades de articulación quedan resumidas en las “luchas democráticas”, en las cuales el espacio político se estructura en campos diversos, y las “luchas populares”, caracterizadas por dividir el espacio político en dos. Es a esta última lógica política a la que Laclau consagra su libro La razón populista (2005)5, una propuesta interpretativa donde convergen todas sus influencias intelectuales. La preocupación de fondo en la obra es por la formación de las identidades colectivas. Laclau parte de una insatisfacción con la forma como han explicado ese problema funcionalistas y pluralistas, pues ambos dan por sentado que existen grupos, es decir, omiten la pregunta por la formación de la identidad colectiva, que él aborda a partir del populismo tomando la demanda como unidad básica de análisis.
Para el teórico argentino, el populismo no obedece a una base social (agraria, urbana, o en transición) puesto que ha tenido lugar en diversos contextos; tampoco puede aprenderse mediante la enumeración simple de sus características, el papel central del líder carismático o su carácter no revolucionario, por ejemplo, puesto que comparte muchas de ellas con otros fenómenos políticos; mucho menos corresponde a una ideología, similar al liberalismo o el socialismo, porque ha habido populismos de izquierda, de derecha y liberales. No obstante, también es insatisfactoria la actitud que desecha el populismo como objeto de estudio por considerarlo demasiado vago. Laclau rechaza todas esas alternativas y plantea que para comprender el populismo hay que tomarse su vaguedad en serio, preguntarse cómo opera políticamente esa vaguedad. Para él, el populismo es una lógica política de institución de lo social. Es decir, no es un fenómeno, es una forma de institucionalizar, de ordenar el conjunto de relaciones que forman lo social.
De esta manera, de lo que se trata es de estudiar cómo es la articulación de las demandas para formar el grupo, en esa grieta entre el orden totalmente institucionalizado, donde todas las demandas son satisfechas, y un contexto de proliferación extrema de demandas o de crisis. En este caso existen dos posibilidades: las demandas pueden ser “democráticas”, cuando permanecen aisladas, o “populares”, aquellas que estructuran cadenas de equivalencia y constituyen una identidad más amplia. Esto último pasa por una dicotomización del espacio político, donde todas las demandas son equivalentes porque confrontan al sistema institucional o a la oligarquía: erigiéndose en una plebs, una parte de la comunidad política, que aspira a constituirse en populus, representación de la totalidad.
Así pues, existen tres momentos analíticamente diferenciados, presentados de manera simultánea: la articulación de distintas demandas y la generación de equivalencias entre ellas que atenúan sus diferencias; la generación de un antagonismo que hace posible esas equivalencias en tanto existe un adversario común; y la hegemonía, pues para que esas demandas se unifiquen en un todo, como lo es el pueblo, es indispensable que una de ellas represente la totalidad sin abandonar totalmente su significado particular.
La identidad colectiva, entonces, es el punto de encuentro entre la “lógica de la diferencia” y la “lógica de la equivalencia”: si predominara la primera no existiría posibilidad de articulación porque las demandas no tendrían nada en común; pero si predominara la segunda, tampoco habría articulación, ni política, pues existiría entre las demandas una identidad total. Es la tensión entre ambas lo que hace posible la política, la lucha por conseguir la hegemonía, por ocupar parcial y transitoriamente el lugar de representación de la totalidad. Entre más amplia sea la cadena de equivalencias, esa particularidad que representa el todo va a tender a ser más vaga, a desprenderse de su significado particular y a convertirse en un significante vacío, porque esa es la condición para representar la diversidad inconmensurable de las demandas, atenuar su contenido particular.
Ese lugar es el que, en el caso del populismo, va a representar muchas veces el líder. La vinculación con éste no obedece a manipulación, sino que está explicada porque él mismo es necesario para unificar simbólicamente demandas muy diversas mediante un vínculo afectivo. Pero sobre todo su función simbólica, su función en los procesos de significación. De hecho, el líder es un significante sin significado o significante vacío. El desprenderse de su particular significado es condición para representar la totalidad y ello depende de las luchas por la hegemonía, por “llenar” provisional y transitoriamente, ese espacio vacío.
En suma, es esta compleja lógica lo que explicaría por qué el panorama político de la Argentina en los años cincuenta y sesenta, que vivió Laclau en su época de militante, se ordenaba alrededor de Perón y era capaz de articular en su contra a los comunistas con liberales y conservadores, y a su favor tendencias de la izquierda nacional junto con corrientes de extrema derecha. Partiendo de un problema particular, la lógica que caracteriza la política en América Latina en aquella época y que según distintos analistas hoy vuelve a estar a la orden del día, Laclau logra, finalmente, construir un pensamiento de alcance universal al explicar la lógica política de institución de lo social. Por eso, tal vez, reconocerlo como un teórico político latinoamericano sea un primer paso para comprender su obra y, quizás, reconstruir la sociogénesis de su pensamiento.
1 “Teoría, democracia y socialismo”, en E. Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, pp. 207-254.
2 Laclau, E. Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo. Madrid, Siglo XXI, 1980, pp. 1-9.
3 Laclau, E. y Mouffe Ch., Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid, Siglo XXI, 1987.
4 Laclau, E. Emancipación y diferencia. Buenos Aires, Ariel, 1996.
5 Laclau, E. La razón populista. Buenos Aires, FCE, 2005.