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La Colombia que encuentra Francisco y la inspiración que trae su visita

La Colombia que encuentra Francisco y la inspiración que trae su visita

 

No hay duda de que la visita del papa Francisco tendrá, más allá de su misión pastoral, una altísima carga política y social. El hecho de haber postergado su visita al país hasta el momento actual, una vez firmada la paz y entregadas las armas de las Farc, es prueba de que trae un mensaje dirigido a la reconciliación, el perdón y  la generación de una nueva cultura de paz en Colombia.

 

La visita del papa Francisco a Colombia no es su primer paso en este país, pero sí es una buena oportunidad para que el país dé su primer paso en lo que la Iglesia Católica, encabezada por Jorge Mario Bergoglio, ha llamado la justicia social. En sus visitas anteriores, como superior de los Jesuitas argentinos o como obispo de Buenos Aires, el actual Papa pudo, sin duda, verificar, de primera mano, la situación excepcional de Colombia como ‘el país de la guerrilla eterna’ y uno de los campeones mundiales del narcotráfico. En esta visita se encontrará, por un lado, con que uno de los grupos guerrilleros, el más poderoso, ha firmado un acuerdo de paz con el Gobierno y entregado sus armas a las Naciones Unidas, y por el otro, con que los cultivos de coca aumentaron de 145.000 a 150.000 hectáreas durante el año 2016. 

 

En su dominio específico como cabeza de la cristiandad, el papa Bergoglio encontrará un catolicismo colombiano que habiendo participado, por oposición, en el desarrollo de la Teología de la Liberación, en las conferencias episcopales de Medellín y Aparecida, hoy se halla dividido respecto al significado de hacer la paz, debido al infantilismo de un sector, posiblemente mayoritario, de sus miembros religiosos y laicos, para quienes, el ingenuo argumento para justificar su ‘no’ en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 fue la falacia: paz sí, pero no así.

 

El narcotráfico y la fragmentación política, social y económica son dos de los grandes enemigos del papa Francisco, como consta en sus dos cartas más importantes. En Colombia, la persistencia del narcotráfico traduce dos epidemias sociales: el descuido secular de la población campesina abandonada a su propia suerte y el descuido también secular de la educación, raíz del infantilismo social y político que rechaza un acuerdo histórico porque no produce una paz perfecta.

 

La indiferencia hacia el campesinado es una vieja marca de agua de la cultura colombiana, heredada de la conquista española, ejecutada por aventureros armados que despreciaban el trabajo manual y supervaloraban la espada. Ese modelo de desarrollo sigue envenenando las relaciones sociales en la Colombia de hoy, porque continúa posponiendo la solución del problema agrario, contradiciendo de manera simultánea a la justicia y a la técnica (Gráfico 1 y 2). Por otro lado, ese modelo que se apoya en la fragmentación social es el caldo de cultivo de gran parte de los odios que justifican la violencia en la política y en la economía. Esos odios que hubieran podido remediarse con una educación adecuada y con una evangelización auténtica han sido más bien exacerbados por un sistema educativo formalista y retrógrado y por una religión miope y sin espiritualidad. Por esa razón el primer punto del acuerdo de paz es “Hacia un Nuevo Campo Colombiano: Reforma Rural Integral”.

 

Al descuido crónico del campesinado se adiciona, en el desarrollo histórico del país, el racismo práctico que desprecia tanto a la población aborigen como a la negra, con lo cual se completa la explicación de la particularidad del conflicto armado colombiano que continúa desconociendo, como en el siglo XVI, los derechos humanos de agricultores pobres, de indios y de afrodescendientes. Los conquistadores creían, hace 5 siglos, que estos pobladores no tenían alma, los paramilitares y sus impulsores creen hoy que no tienen derecho ni a su tierra, ni a la vida. La consecuencia práctica de esta creencia inhumana es la multitud errante (Gráfico 3), sobreviviente al despojo violento de su territorio, que tiene que refugiarse en los cinturones de miseria de las ciudades y descubrir allí formas angustiadas de sobrevivir. Estas masas errantes de pobres, sumadas a las que produce el desempleo de las ciudades, fruto de un capitalismo salvaje, conforman el “ejército industrial de reserva” cuya característica compartida es su exclusión real del sistema de decisiones que los utiliza como carne de cañón. Al mismo tiempo, esa debilidad social y política ha posibilitado sustituir el clientelismo a la democracia y convertir la política en la piratería del presupuesto nacional. Y todo en completa impunidad. Por esa razón el segundo punto del acuerdo de paz es “Participación política: Apertura democrática para construir la paz”.

 

La consecuencia más visible a nivel internacional de esta perversión de la política y de la cultura ha sido abrir el país al narcotráfico que se estructura sobre el descuido del campo y sobre la exclusión política. El campesino olvidado ha descubierto que cultivar coca tiene un futuro menos miserable que cultivar maíz. Y el joven arrinconado, sin escuela y sin empleo (Gráfico 4), en la urbanización pirata de la ciudad, encuentra en el narcotráfico el poder del que lo excluyen los dueños del comercio y los bancos del centro de la ciudad. Así se explican los centenares de “mulas” que siguen jugándose la vida y la libertad en las fronteras del mundo, las bandas de niños armados de los tugurios que se aniquilan entre sí y realizan sus incursiones en los barrios ricos, el microtráfico en torno a los colegios y universidades y, sobre todo, las perversas y punibles uniones del negocio de la droga con el sistema financiero, industrial y político en sus más altos niveles. Así se explica también que, a pesar del envenenamiento de sus territorios con la fumigación aérea, o de los programas de erradicación manual, la sustitución de cultivos no funcione en Colombia. Simplemente lo que se escribe con la mano se borra con el codo. El narcotráfico no se terminará mientras sea la empresa privada más libre, fuerte y eficiente del mundo. Por eso el cuarto punto del acuerdo de paz es “Solución al Problema de las Drogas Ilícitas”.

 

La situación descrita a grandes rasgos en los párrafos precedentes tiene otra verificación: la situación de las víctimas de esa guerra sorda, cruel y campesina. No solamente los muertos. Mucho más los que aún viven y siguen sufriendo el dolor de sus pérdidas y del descuido nacional que los condujo a esa situación, cuyo futuro sigue siendo incierto. El sistema de exclusión se ha consolidado no solamente por la dinámica clasista en su engranaje social, clientelista en su trajín político y esclavista en su desarrollo económico, sino también por la dinámica mundial que premia la concentración de la riqueza y el abandono de una población (Gráfico 5), según sus cánones, excedentaria. El resultado concreto de esa religión del becerro de oro es la pérdida del respeto por la dignidad humana, o sea, el deterioro de los derechos humanos. Y aquí es posible detectar un equívoco, cuando se equipara el proyecto de paz, con el desmonte del sistema que conduce necesariamente a la guerra. La entrega de las armas por parte de las Farc no garantiza la corrección de la exclusión política inherente al sistema ni el freno de su voracidad económica. Por eso el quinto capítulo del acuerdo se refiere a “las Víctimas del Conflicto: “Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición”, incluyendo la Jurisdicción Especial para la Paz; y Compromiso sobre Derechos Humanos. Este compromiso es el verdadero eje de la paz y, de honrarse, es la única garantía de que esa paz llegue para Colombia.

 

La inspiraciones que trae Francisco

 

Los desafíos enumerados encuentran en el Papa Francisco un interlocutor capaz de inspirar los principios para una consideración iluminadora de dichos retos y un guía experto para señalar posibles caminos de solución. Todos esos desafíos están entrelazados, pero todos son el resultado del mismo fenómeno que Francisco señala en sus dos cartas más importantes: la encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (en adelante LS) y la exhortación apostólica Evangelii Gaudium a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a los fieles laicos sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (en adelante EG). Ese fenómeno común a los distintos desórdenes del país es el descuido de unos por otros que termina en la violencia, porque “la violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes” (LS, n.2). Y el remedio de la violencia no es un arreglo aparente: “la paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz aquella que sirve como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden” (EG 218).

 

La clave de la solución es comprender la naturaleza profunda de las fallas de los sistemas organizativos de la sociedad colombiana contemporánea y tener la voluntad política para descubrir y aplicar los remedios. Arriba se trató de mostrar cómo nuestras disfunciones sociales son el producto del descuido crónico que todos nos hemos infligido y sufrido a lo largo de nuestra historia como país. Ese descuido, es el que Francisco detecta como perjuicio causado a la casa común y cuyo indicador más claro y diciente es el desierto exterior causado por el desierto interior, expresión acuñada por su predecesor Benedicto XVI, que Francisco hace suya para sugerir que el remedio tiene que ver con la organización social: “a problemas sociales se responde con redes comunitarias, no con la suma de bienes individuales” (LS 219). Este principio pone en tela de juicio la respuesta policial consuetudinaria y violenta que ha recibido en Colombia la protesta social pacífica y sugiere el empleo del dialogo comunitario en su lugar. Pero, además, refuta la justificación esgrimida contra esa protesta como desorden público, cuando en realidad no es más que la indignación de las redes comunitarias frente al incumplimiento de las promesas gubernamentales.

 

El desierto interior es la profundización de la esencia del individualismo típico del capitalista crudo. La invitación del Papa obliga a revisar la defensa a rajatabla de la propiedad privada, apoyada en la fuerza pública, que ha sido la justificación clásica de los abusos de los privilegiados y que está sobre la mesa de la reparación y restitución de las víctimas del despojo de tierras en este momento del país.

 

El desierto exterior, estudiado detenidamente en la encíclica, resulta del “modo como la humanidad de hecho ha asumida la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional” (LS 106). Este atinado señalamiento tiene un gran alcance porque toca la raíz de la discusión entre los tecnócratas y los humanistas cuando se trata de la toma de decisiones. Y la sugerencia pontificia es que un aumento de espiritualidad, es decir, una mayor consideración de unos por otros, posibilitaría acuerdos en los que no se impone el poder por la violencia, sino que se emplea la autoridad por medio de la deliberación y decisión democrática. Si la planeación del desarrollo, si el ordenamiento territorial, si el orden público, no se concibieran con el tremendo simplismo que nos lleva a las soluciones de fuerza del hombre unidimensional, no cabe duda que la historia colombiana sería menos violenta. El simplismo es efecto de la educación deficiente y es una muestra clara de infantilismo. 

 

Otro aporte útil del enfoque franciscano para nuestro país es que “el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social” (LS 28). La estrecha conexión apuntada entre ecología y ética vuelve a colocar sobre la mesa las preguntas sobre educación y cultura que subyacen a los acuerdos de paz y que constituyen el trasfondo de la polarización que ha venido fragmentando a Colombia más hondo que su geografía. Y en este punto parece oportuno referirse al papel que la Iglesia Católica puede desempeñar en la construcción de un país adulto y complejo mediante un trabajo cuidadoso de la ecología de la mente, siguiendo la recomendación de Francisco: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114).

 

El tema de la misericordia es una de las obsesiones del Papa Bergoglio, empeñado en restituir a esta virtud su verdadero significado y su verdadero valor. 

 

Para Colombia, perdida en el dédalo de la reconciliación, las directrices papales contienen la pista invaluable de la misericordia. El significado propio de la palabra, corazón compasivo, es la apertura a comprender y aceptar la historia ajena, haciéndose consciente de que la verdad no está en los contenidos sino en la intención y la emoción con la que se profieren las palabras que narran los acontecimientos. En el momento en que se busca crear una Comisión para el esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, la sola manera de que esta funcione es que todos los que participen en ella, así como los colombianos en general, tengamos la capacidad de escucha que requiere ponerse en el lugar del otro para poder evaluar su propia historia como él la ve y la siente. 

 

Para darnos a entender lo que quiere decir, Francisco recurre a una cita que bien merece ser reproducida en su totalidad como cierre de nuestra reflexión: “El anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una riqueza […] Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país” (EG 230).

 

La llegada del papa Francisco al país no puede ser más oportuna para abrirle los ojos a tantos detractores, escépticos, saboteadores y enemigos que tiene la paz en el país. Con su proverbial prudencia y, a la vez, capacidad para decir las cosas a quien corresponde, en este caso, a los que no creen en esta paz y quisieran restituir las cosas a pretéritas épocas de violencia impía, el papa sabrá. 

 

* Sacerdote Jesuita.

 

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