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La mentira como una de las bellas artes

La mentira como una de las bellas artes

La conexión entre arte y pintura siempre ha sido una de esas nociones que todos admitimos sin mucho preámbulo porque la extraña ocupación de extender capas de pigmento sobre una superficie, en un intento de interpretar, distorsionar, descifrar y/o reproducir la realidad, se había considerado como algo único, propio de ciertas personas dedicadas a un oficio para el que había que formarse pacientemente. Al principio, el largo y minucioso proceso formativo corría bajo la tutoría de un maestro, hasta que fue creada la academia a partir de un modelo originado en Europa. La fundamentación conceptual estaba implícita y reflejada en la sustentación formal, aun cuando la noción de arte no era la del mundo actual. La técnica de un buen pintor nunca fue un fin per se, como quedó demostrado en los siglos transcurridos y en una honrosa lista de artistas-pintores.

 

En otras épocas la academia era un ente regulador, un lugar para el aprendizaje del oficio, de modo que sin un fundamento adecuado no era posible ejercer la profesión. Sabemos que sin dominio técnico no hay expresión personal. El símil con la música o la mayoría de las artes es contundente. Imaginemos un intérprete de jazz, rock o música clásica que no domine la técnica y no tenga destreza o un bailarín contemporáneo o de ballet clásico sin entrenamiento académico.

 

Sólo en las artes visuales fue negado este fundamento elemental. Allí, lo que en nuestros días se llama “academia” no configura ninguna regulación técnica. Aún si entendemos que ser artista ya no es concebido como alguien que domina el dibujo o la pintura merced a la inagotable lista de procesos, medios y técnicas contemporáneas, cabría preguntarse si al menos en lo conceptual existe un mínimo de claridad, pero la percepción de la respuesta es un “no” rotundo. Una negación, además auto-justificada con comodidad por un sofisma sorprendente: si el arte actual es decadente es el reflejo de una academia equivalente y de una crisis de la civilización.

 

No vale la pena ir más allá. En otras palabras, estamos autorizados por la historia para estar en crisis, lo que nos permite una total ausencia de técnica aunque sin perder el privilegio de criticarlo todo. En términos políticos hacer parte de esta postura informal, es un requisito asumido de facto por todo aquel que se precie de ser artista, intelectual y culto. La ecuación perfecta desde el romanticismo siempre fue: arte más cultura igual a pensamiento liberal o de izquierda.

 

Cuando menos en eso creíamos durante el siglo XX, por incidencia directa de la información recibida. Negar algún componente de la ecuación era considerado impensable y reaccionario. La estrategia montada para vender esta idea tan elaborada alcanzó su punto de mayor sofisticación a comienzos de la segunda mitad del siglo XX en plena Guerra Fría y uno de los mejores y más profundos documentos escritos acerca del juego ambiguo de los artistas e intelectuales en esta etapa fundamental de la historia del arte moderno es el libro La CIA y la Guerra Fría cultural de la historiadora y periodista británica Frances Stonor Saunders. Si en su momento el libro de Tom Wolfe La palabra pintada, apuntaba a desmitificar los fundamentos mismos del arte moderno, el de Frances Stonor confirma con toda seriedad y la mayor documentación posible, la “danza apache” (Tom Wolfe) de los artistas. Saca a la luz su sentido de la oportunidad en un juego de roles en el que tratan de parecer cultos, libres y políticamente de izquierda, en tanto la famosa Agencia Central de Inteligencia CIA, actúa como mecenas absoluto en sincronización perfecta con las instituciones más influyentes del arte y la cultura como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo Guggenheim, el Whitney y todo un cenáculo de críticos de arte, historiadores e intelectuales de la época.

 

El sueño de Rockefeller hecho realidad: “Pintura de la libre empresa”, o mejor aún “Arte de la libre empresa”.

 

La investigación abarca un gran perímetro. Obviamente el arte moderno y específicamente la Escuela de Arte de Nueva York o el expresionismo abstracto, no es el único asunto investigado. Lo que resulta más sorprendente aún es que una gran porción de la cultura teóricamente de izquierda y sus más notables representantes trabajaron bajo los auspicios de la Agencia.

 

Frances Stonor menciona el nombre de la compleja organización encargada de la tarea. El llamado “Congreso por la libertad cultural” organizado por el agente de la CIA Michael Josselson, bajo los auspicios de los principales directores de la Agencia como una típica operación encubierta de propaganda y guerra psicológica para contrarrestar la incidencia cultural de la Unión Soviética en el mundo occidental. Su labor se extendió entre los años 1950 y 1967. Detrás de esta fachada estaba la Oficina de Coordinación de Políticas que para 1952 tenía 2.812 empleados directos y 3.142 en el extranjero y un presupuesto de 82 millones de dólares. “En su momento álgido, el Congreso por la libertad cultural tuvo oficinas en treinta y cinco países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias internacionales del más alto nivel, recompensó a los músicos y a otros artistas con premios y actuaciones públicas. Su misión consistía en apartar sutilmente a la intelectualidad de Europa occidental de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con el concepto americano” (1).

 

El listado de personajes en la nómina de la Central de espionaje para emprender estas acciones es sorprendente. Encabezando la lista el compositor Nicolás Nabokov, primo del escritor y gestor directo de estas operaciones junto con Josselson. De allí en adelante figuras de las artes, las letras y el pensamiento como W.H. Auden, J.K.Galbraith, Arthur Koestler, Mary McCarthy, Robert Lowell, respaldaron y participaron en todo tipo de eventos anti-soviéticos. En una importante acción de “contrainsurgencia” en el hotel Waldorf Astoria un 25 de marzo de 1949, a raíz de la célebre “Conferencia cultural y científica para la paz mundial”, primera incursión Soviética stalinista cultural en territorio norteamericano, se sumaron a la lista varios nombres en un comité que buscaba sabotear el evento. Frances Stonor menciona en su libro una pléyade de figuras de la cultura occidental: Benedetto Croce, T.S. Elliot, Karl Jaspers, André Malraux, Jacques Maritain, Bertrand Russell e Igor Stranvinsky. En aquella época el stalinismo estaba al descubierto y era claro que la utopía comunista fracasaba en un país sometido al régimen de terror propio de los totalitarismos. La diferencia entre Hitler y Stalin era sólo de discurso. Sus métodos y acciones eran las mismas, de modo que todo aquel que estuviera opuesto al régimen soviético era bienvenido para hacer propaganda en el bando contrario. Tradicionalmente el genio de la propaganda cultural era la izquierda política y específicamente el comunismo soviético, por lo que había que responder cuanto antes a su capacidad de penetración en el mundo libre occidental, con similares estrategias.

 

La CIA sólo tenía que armar bien el circo y permanecer a cubierto. Esta fue la excusa de muchos artistas e intelectuales para defender su precaria posición una vez descubierta la verdad de su trabajo. Algunos por omisión y otros por conveniencia terminaron glorificados y mitificados ante la opinión pública y pasaron a la historia del arte y la cultura como grandes fenómenos creativos.

 

Evidentemente se trató de un aparato estatal complejo y poderoso publicitando una forma de arte que por sus características se oponía al realismo socialista impuesto por el régimen soviético. El éxito arrollador del expresionismo abstracto se debió al respaldo directo de la Central con su red de museos, críticos, galeristas e inversionistas. El público como siempre es lo de menos, como lo denunció hace casi cuarenta años Tom Wolfe en La palabra pintada.

 

Había que vender la idea que lo único válido en el arte de ese momento era la pintura abstracta y sus derivados. Hoy el mundo del arte y la cultura viven inmersos y sometidos a esa derivación ideológica unidireccional. Lo que comenzó como una operación de propaganda y guerra psicológica se convirtió, décadas después, en verdad estética y dogma moderno. Los integrantes de la operación no previeron el alcance de su teatro de variedades.

 

En especial, no previeron (ni era su asunto) que la forma de arte y cultura que patrocinaron se convertiría en un experimento con una dinámica propia que desencadenaría, con su presencia excluyente, las consecuentes modas opuestas como el arte pop, y que al final de la cadena estuviera consagrado el arte no objetual y conceptual del cual somos herederos directos. Esta herencia incluye no sólo su gloria histórica fabricada por la propaganda de la CIA y sus colaboradores, sino además, la misma actitud de sospechosa inocencia y falsa protesta social. Criticar a voz en cuello y a la vez recibir patrocinios y beneficios de los mismos agentes que producen la desigualdad social criticada. Además de la política, ninguna otra profesión en el mundo ha sido capaz de sostener semejante ambigüedad con tanto cinismo. Hay memorables fragmentos de los gestores de la gran mentira dentro del arte moderno que la autora pacientemente ubicó en cientos de archivos como este de Donald Jameson, miembro de la Central: “En relación con el Expresionismo Abstracto, me encantaría decir que la CIA lo inventó por completo, sólo para ver lo que pasaría mañana en Nueva York y en el centro de SoHo”. Y más adelante: “Nos habíamos dado cuenta de que era el tipo de arte que menos tenía que ver con el realismo socialista, y hacía parecer al realismo socialista aún más amanerado, rígido y limitado de lo que en realidad era”.

 

A propósito de Pollock, en este libro queda bastante claro su auge inusitado como figura agigantada del arte moderno. La CIA encontró en él, el arquetipo propagandístico perfecto para su campaña. Frances Stonor cita la descripción de Budd Hopkins del artista: “Él era el gran pintor americano. Esa persona, ese arquetipo, tendría que ser un verdadero americano, no un europeo trasplantado. Y debería tener las virtudes viriles del hombre americano –debería ser un americano pendenciero, mejor, de pocas palabras, y si es un cowboy, mejor que mejor. Ciertamente no debería ser del Este, ni nadie que hubiese estudiado en Harvard. No debería estar influido por los europeos en el mismo grado en que esté influido por los nuestros, los indios mexicanos y estadounidenses, etc. Debe surgir de nuestro propio suelo, no de Picasso ni de Matisse. Además se le debe permitir el gran vicio americano, el vicio de Hemingway: ser un borracho” (2).
La investigación de la autora muestra la confusión en el ámbito político –en el Departamento de Estado americano– que produjo el rechazo de ciertos miembros del gobierno calificando la obra de los artistas abstractos de vanguardia como cultura bolchevique. Se mencionan frases como la de un senador en el Congreso que declaró: “Soy sólo un ciudadano bobo que paga impuestos por esta clase de basura”. O la frase de un crítico que no veía aún el traje de emperador y calificó la obra de Pollock como “Picasso derretido”. Muchos representantes gubernamentales no captaban la idea genial de los directores de la Agencia Central de Inteligencia y veían un enorme peligro en la aceptación, validación y difusión de estas formas de arte como símbolo del mundo libre, la democracia y la cultura americana. Tropiezos como este eran previsibles de modo que la CIA hizo lo más adecuado: buscar apoyo en el coleccionismo privado y sus museos.

 

Aparece allí el magnate Nelson Rockefeller, presidente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Moma, y sus vínculos familiares. Su madre era una de las fundadoras del Museo, de modo que el impulso definitivo al plan de la Central estaba garantizado. En la investigación la autora menciona como Rockefeller se convierte en un defensor del expresionismo abstracto, al que se refería como “pintura de la libre empresa”. El mismo Rockefeller había sido nombrado coordinador de Asuntos Interamericanos (CIA) y tenía entre otras actividades el patrocinio de exposiciones de pintura americana contemporánea”. En la práctica se trataba de entender el viejo adagio: “No hay cuña que apriete más que la del mismo palo”. Nada mejor para combatir al comunismo, socialismo o sus equivalentes, que un grupo de disidentes, antiguos comunistas o declarados izquierdistas, sobre todo si están respaldados por la CIA.

 

Para calmar el complejo de culpa de los artistas derivado de esta doble moral estaban, como suele suceder, los críticos de arte. En este caso concreto, el famoso Clement Greenberg. Gestor intelectual de la estética que hacía falta desarrollar para justificar la existencia de estas formas de arte, Greenberg afirmaba y argumentaba la necesidad de que la élite social americana respaldara con su oro a los artistas de vanguardia. Así nada más. Esto pasó hace casi setenta años y todavía muchas personas no ven ningún inconveniente ético en ello.

 

El sofisma utilizado por Greenberg era bastante sofisticado y astuto. Equiparaba el mecenazgo del renacimiento con el mundo del arte moderno, sin hacer notar que en el renacimiento no se pretendía hacer manchas en una superficie, como las que hacían los expresionistas abstractos, pudiera considerarse tan complejo o “artístico” como pintar la Capilla Sixtina, y además que los artistas del renacimiento trabajaban por encargo y para sus mecenas, no en contra de las ideas políticas o culturales de éstos, como pretendían hacerlo de labios para afuera los artistas modernos. Aunque parece increíble, el argumento funcionó y es el esquema bajo el cual trabajan los llamados artistas de vanguardia hasta nuestros días.

 

A la estrategia del Moma se sumó el Museo Whitney. Frances Stonor menciona en su libro lo que un entrevistado suyo le dijo: “Se puede demostrar que los consejeros principales y los miembros del consejo de directores del Museo Whitney participaron voluntariamente en las tapaderas de la CIA durante la guerra fría, y el Museo Whitney tenía una programación cultural que paseó por todas partes del mundo”.

 

En todo caso la autora nos cuenta que la primera vez que mencionaron la vinculación de la CIA y los museos en esta operación encubierta fue para 1974, en un artículo aparecido en la revista Artforum, escrito por Eva Cockroft con el título de “Expresionismo abstracto: arma de la Guerra Fría”. La defensa no se hizo esperar y todos estos años negaron a través de los voceros del Moma la existencia de dicho vínculo, pero sus argumentos son desmontados por la profunda investigación de Frances Stonor. Desconocer el vínculo de las instituciones culturales más famosas y poderosas del mundo con la CIA en esta etapa fundamental del arte, es imposible gracias a este libro. En el mundo del arte los directos beneficiados por la labor eficiente y de filigrana de la Agencia Central de Inteligencia son hoy mitos modernos de la cultura universal: Motherwell, Rothko, Stella, Mark Tobey, Georgia O’Keefey, Gottlieb, Baziotes, Gorky y por supuesto Jackson Pollock.

 

Reemplazando un par de términos podemos afirmar que todo parecido con nuestra situación actual, no es coincidencia. Este artículo centra su atención por razones obvias, en el arte y los artistas plásticos a partir de su rol en una de las etapas decisivas para configurar lo que, sin mayor examen crítico, es considerado arte moderno. El libro de Frances Stonor va mucho más allá al evidenciar con precisión y abundante documentación la acción emprendida por miembros de las élites culturales de la época en todos los campos: literatura, poesía, música, filosofía, crítica, cine, etcétera. Su accionar consciente o aparentemente inocente es una estrategia política y propagandística sin precedentes, de la cual se beneficiaron.

 

Después de leer esta investigación resulta imposible mirar con ciego respeto o reverencia las obras surgidas de este periodo de la historia o suponer que su reconocimiento se habría dado sin semejante mecanismo de poder político y económico. Las derivaciones desencadenadas de todas las teorías que sustentaban y apuntalaban el arte moderno financiado y respaldado por estos centros de poder, son las mismas que hoy rigen en todos los países de cultura occidental.

 

Pasado el impulso inicial de los años de la Guerra Fría el negocio del arte moderno derivó en el negocio del arte posmoderno. Ya no hace falta la CIA para ayudar a validarlo. Su dinámica es autosostenible y excluyente con los que se oponen a ver otra cosa distinta a simples manchas de pintura en los cuadros expresionistas o simples tonterías pseudo-conceptuales en una buena parte de las obras de arte hipermoderno actual, obviando su medio o procedimiento técnico. Validar como gran arte las manchas de Pollock a nivel local y luego mundial, requirió de un enorme presupuesto e infraestructura y tal vez el resultado para su autor no fue tolerable. Nunca sabremos con exactitud cuál era su verdadero estado anímico antes de morir en un accidente automovilístico en 1957. Tom Wolfe cuenta que alguna vez Pollock dijo: “Si soy tan fantástico, ¿por qué no soy rico?”.

 

Pollock no parecía ser muy apto para jugar al doble registro moral del que habla Wolfe. Tal vez Rothko y Gorky tampoco; pero vendrían muchos que serían maestros en ese campo. Incluso convertirían su cinismo en cualidad y categoría estética, como pasó con Warhol y su séquito de seguidores recientes, Jeff Koons y el paradigma hipermoderno del arte actual, Damien Hirst. Más que artistas, marcas comerciales cotizadas en la bolsa de valores. El sueño de Rockefeller hecho realidad: “Pintura de la libre empresa”, o mejor aún “Arte de la libre empresa”. Entretanto la CIA continúa su labor en los otros campos que la hacen célebre y descubrimos que fuimos educados para no ver con claridad. De nuevo habrá que echarle la culpa a “la academia”. 

 

1 Stonor Frances, La CIA y La guerra fría cultural . Editorial Debate. Bogotá, 2013.
2 Ibíd., pp. 292-293.

* Artista plástico colombiano.

 

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